El valor de una bandera

Corría el año 1978 cuando a un amigo mío de 15 años le partieron la cara en el metro de Madrid por lucir una insignia de la bandera de España prendida en su cazadora. Al grito de «a por el fascista», un grupo de jóvenes la emprendieron a golpes con él y le arrancaron de cuajo la insignia rompiendo la cazadora.

Treinta años después –noviembre de 2008– llevaba en mi coche a mis padres para asistir a la celebración de una misa funeral en el Valle de los Caídos. Un agente de la Guardia civil me dio el alto, me pidió que abriese el maletero y me preguntó si llevaba banderas en el coche. Tras registrar el vehículo –en el que no había bandera alguna– el agente me espetó: «Quítese el pin». No entendía a qué se refería pero me aclaró que se refería a la pequeña insignia que llevaba en la solapa, una pequeña bandera nacional, sin escudo alguno, la misma que el agente llevaba cosida en la manga de su uniforme.

Tras preguntarle la razón de su orden, me dijo que lo prohibía la Ley de Memoria Histórica. Le advertí que la bandera de España no era un símbolo político y que por tanto esa ley no podía prohibir llevarla y que si así fuera, tampoco ellos podrían llevarla en la manga del uniforme. El agente miró con gesto interrogante a un superior que se encontraba al lado vestido de paisano quien, taxativamente y con formas muy poco educadas dijo que o me quitaba la insignia o no entraba. Seguí negándome, pero teniendo en cuenta la edad de mi padre y sus padecimientos coronarios, y la indignación de mi madre que salió a recriminar a los miembros de la Benemérita su actitud insólita y a todas luces ilegal y abusiva, decidí quitarme la insignia que llevaba, no sin antes decirle a la cara a todos los agentes y oficiales que tenía delante que debería caérseles la cara de vergüenza de hacerme quitar la bandera de España, cuando tantos otros la queman y la pisotean. Por toda respuesta me dijeron: «Cumplimos órdenes». Unas órdenes que, días después, supe que procedían de la vicepresidenta del Gobierno, Fernández de la Vega, para que no dejasen pasar ni una sola bandera de España al recinto del Valle de los Caídos.

El pasado viernes día 8 de diciembre a Víctor Laínez le rompieron la cabeza tras llamarle «fascista» por llevar unos tirantes con la bandera nacional. La noticia habría pasado de puntillas en los medios nacionales si no hubiera sido por la fuerza de las redes sociales. Tardó tres días en saltar a los medios nacionales cuando ya era un clamor en foros y redes.

Cabe preguntarse qué responsabilidad tienen en este brutal asesinato quienes desde el mundo de la izquierda cerril impulsaron hace diez años, bajo las órdenes de Zapatero, un proceso de odio retrospectivo destinado a condenar a la media España que se batió el cobre con otra media hace 80 años. Qué responsabilidad tienen los que desde el ámbito de la izquierda impulsan leyes de «memoria democrática» fomentando una moral cainita que divide a los españoles en hijos de fascistas e hijos de demócratas; qué culpa cabe atribuir a quienes hasta hace poco llamaban a cazar fachas desde un púlpito universitario, no cejan en utilizar el término fascista para descalificar a sus oponentes y protegen y apoyan a elementos antifascistas como el que le ha reventado la cabeza a Víctor Laínez; a quienes enarbolan las banderas tricolores en sus carteles y manifestaciones, fomentando el odio a la bandera rojigualda como símbolo de la opresión y la caverna.

A Víctor Laínez lo han matado por llevar con orgullo la bandera de todos los españoles que algunos se empeñan en ofender y mancillar impunemente. Y en un medio de comunicación como La Sexta han querido escupir sobre su cadáver deslizando su supuesta condición de simpatizante de la Falange, arrojando sombras sobre la víctima a modo de justificación o atenuante de su salvaje asesinato. Al escucharlo, me vino a la memoria la aterradora y célebre fotografía de 1936 en la que aparecía un cadáver tendido en la calle con el letrero «por fascista» y recordé la repugnante estrategia de los etarras de acusar a sus víctimas con mentiras para justificar el tiro en la nuca y señalar a sus familiares.

Lo que ha pasado en Zaragoza no es un episodio aislado de violencia, sino el resultado de un proceso de hispanofobia urdido por los discípulos aventajados de Rodríguez Zapatero que reivindican y quieren resucitar la España tenebrosa de las checas del Frente Popular convirtiendo el mero hecho de portar la bandera nacional, en una actividad de riesgo, por la que te pueden señalar por fascista y pueden arrancarte la vida.

Me viene a la memoria la placa que figuraba en uno los muros del Alcázar toledano, dedicada por la Academia de Infantería Turca que decía: «Un estandarte no es una bandera si no se ha derramado sangre por ella. Una tierra no es una patria si no se ha muerto por ella». Ojalá que la última sangre derramada por ella, la de Víctor Laínez, nos remueva la conciencia y nos sirva de revulsivo para resistir, con orgullo de españoles, a los artesanos del odio y la discordia.

Luis Felipe Utrera-Molina, abogado.

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