Nadie que haya visto la escena podrá olvidarla nunca. Pekín. La plaza de Tiananmen y una larga hilera de carros de combate. Un hombrecillo en el que no se distingue nada especial, vestido con una guayabera y que lleva una especie de bolsa de la compra en una mano se pone delante. Está solo, no se ve a nadie más en todo el espacio que recoge la cámara. Un hombre y una hilera de tanques. Un ratón plantándole cara a un gato.
Y el carro de combate trata de esquivarle, pero el hombre se va poniendo delante. A cada movimiento del tanque, él se planta delante, con su bolsa, su guayabera y su soledad ominosa, indescriptible como un suicidio. Fue en la plaza de Tiananmen hace ya un montón de años, pero aún no sabemos quién fue el osado ciudadano chino, ese valiente sin recompensa. Ni tampoco sabemos qué pasó en el carro de combate, donde van como mínimo dos hombres. ¿Qué pensaron, además de cagarse por las patas ante aquel espécimen salido de no se sabe dónde? “¿Mi comandante, qué hacemos?”. “Sigue y arróllale”. “Pero está desarmado, mi comandante, sólo lleva la bolsa de la compra”. “¡Y a mí qué cojones me importa el pringao ese!”. ¿Cómo se dirá pringao en chino mandarín, que es la lengua obligatoria del ejército de la República Popular?
Daría hasta lo que no tengo por saber qué fue de ese ciudadano digno. Cómo se llamaba, a qué se dedicaba, de dónde le salió esa fibra que le hace glorioso. Porque la heroicidad más meritoria es la que nos ocultan. Los estados tienden a convertirnos en sumisos y se inventan las glorias de los héroes que les benefician. ¿Pagó con años de cárcel? ¿Y el tanquista? ¿Cómo se llamaba el tanquista con conciencia? Un soldado, te lo enseñan el primer día de instrucción, no tiene conciencia, sólo cumple órdenes.
Eso sucedió en China, un país al que nosotros despreciamos tanto como desconocemos. En una situación semejante, en Israel, una aplanadora del ejército que se dedicaba a destruir casas palestinas aplastó a una joven norteamericana. Nadie que yo sepa hizo la comparación, que no tiene nada que ver con los estados sino con las sensibilidades. Llevo años diciendo que el Estado sionista de Israel es el mayor peligro para la paz desde que descubrió que tenía agarrado de los huevos de su mala conciencia al mundo occidental que consintió el holocausto. Se lo hicimos pagar a los árabes que no tenían culpa alguna y que eran bastante más transigentes con los judíos que la Iglesia católica, principal instigadora durante siglos del antisemitismo. ¡Ay, esos pueblos hispanos que aún tienen el marchamo de “matajudíos”!
Acabamos de enterarnos que existía un “prisionero X” en la terrible cárcel israelí de Ayalon. Un joven creyente, judío de familia prominente en Australia, que se creyó la película. Algún día se analizará la estafa del sionismo de Israel con el mismo rigor de aquellos viejos comunistas, que creyeron que el mundo iba a cambiar de base y que era el final de la opresión. Llevo días dándole vueltas a la historia de Ben Zygier, un chaval como pudimos serlo cualquiera de nosotros, que se apuntó a defender Israel y le reclutaron en el Mosad, los servicios. Con razón se utiliza la expresión servicios tanto para el espionaje como para los lugares donde se hacen aguas menores y mayores.
Murió, dicen, en la cárcel de Ayalon, la misma donde sobrevivió Vanunu, el desvelador de la gran impostura de un Estado nuclear que chantajea a sus vecinos. El único Estado nuclear de Oriente Medio, al que sus bien pagados partidarios elogian cumpliendo el mismo papel de los sicarios stalinianos. Conferencias por todo el mundo, cobradas a precio del Waldorf Astoria de Nueva York. Por cierto, ¿cumplen con el IRPF, o hacen como Bárcenas y están libres de impuestos?
Ben Zygier a buen seguro que creía, hasta que vio que aquellos personajes despreciables que le dirigían eran equiparables a los servicios iraníes, los rusos o los norteamericanos. Y él era australiano. Todo creyente piensa que los suyos han de ser diferentes. Vanunu creía que construía el sueño de Israel hasta que descubrió que aquellos racistas, sus jefes, eran un peligro para la humanidad porque tenían bombas nucleares y por tanto estaban engañando a media humanidad, empezando por despreciar la dignidad de un judío, su palabra. Temerario soldado de la dignidad. Un respeto.
Guantánamo es como un furúnculo. El gulag occidental de la postmodernidad. No hay Obama que se atreva a cerrarlo. El Estado no son sus instituciones democráticas; esos son los bajos de la ciudadanía, el común crédulo por decencia. Lo decisorio es el complejo militar, la banca, los verdugos. Nosotros somos en el paisaje abrupto del Estado una especie de plantas de ocasión.
Y así llegamos al soldado Manning. Hace un par de semanas de declaró ante el juez. ¿Qué juez? Nadie me lo ha contado. 25 años, experto en informática, por sus dedos han pasado todos los crímenes, chapuzas, chanchullos de los últimos años de un país que él creía limpio, honorable. Nació en Crescent, poblado de Oklahoma, un lugar que, con un sentido del humor que le honra, asegura que tiene más bancos de iglesia que habitantes. Lo contó Francesc Peirón en una crónica memorable. Y resulta que lo fue viendo todo, la basura, la indecencia, todo aquello que le habían explicado que los Estados Unidos de América no hacían nunca. Y lo copió.
De ahí salieron los famosos archivos de Wikileaks y la demostración de que los estados son delincuentes que crean leyes para sortearlas. Se necesita mucho cuajo humano para atreverse a un enfrentamiento con la institución más implacable, el Departamento de Estado de EE.UU. Y lo hizo un tipo al que las mismas imágenes, manejadas por expertos, reflejan bajito, encogido, miserable él, además es gay y tiene problemas de identidad. Basta ver la foto; la repetida foto de la entrada del soldado Manning en su reciente visita al juez. Fíjense en ella. Un descomunal policía, de los servicios, la musculatura del poder, le acompaña.
Tiene aspecto de chaval, compañero de colegio, de aquellos a los que dábamos collejas porque no jugaban al fútbol y no peleaban. Pero es el soldado Manning, el hombre que ha sido capaz de desvelar las reglas del juego del Estado más poderoso de la tierra. Luego viene su instrumentalización, su soledad, su sufrimiento. Celda de castigo, luz permanente, humillación reiterada. Un traidor. ¿Un traidor a qué, a quiénes? Un héroe de nuestro tiempo al que en el futuro se dedicará libros, y él ya no estará porque le habrán matado.
Y tendrá a sus padres recriminándole su actitud, tan escasamente patriótica, porque defender al verdugo, al asesino es un ejercicio de asunción varonil del ejército. Recuerdo cuando hace muchos años, allá por los 60, se descubrió que determinados intelectuales y revistas progres las pagaba la CIA. Fue una conmoción y aún es conocida como el affaire Rampart, la revista que lo puso a la luz. Me conmueve la atrocidad que se está cometiendo con ese héroe de nuestro tiempo, con su aspecto desolado de víctima de un engranaje que le supera. Cuando todos esos paniaguados se refieren a Zola y el caso Dreyfus, siento como si se orinaran sobre esta historia real, que es la suya, y que parece pertenecer a otro mundo.
Cuenta Peirón que Manning intentó contactar con los grandes diarios de la libertad norteamericana, pero que pequeños incidentes impidieron llegar a ellos. Seamos sinceros y reconozcamos la realidad. No estamos en el Watergate, ni siquiera en los 60; estamos viviendo la época más siniestra de la información. La completa manipulación de todo lo que leemos, vemos en la tele y recibimos en internet. El soldado Manning tiene un valor que tardaremos en entender, porque es el hombre frente al Estado todopoderoso y criminal. Sin la guayabera y la bolsa de la compra hizo algo similar a ponerse delante de los tanques de la plaza de Tiananmen. No se engañen, el Estado norteamericano le castigó con la misma brutalidad que al chino anónimo.
Gregorio Morán