El vals de Lisboa

En verano, Lisboa se despereza a lo largo del día, sin terminar de levantarse de su lecho de casas claras. Edificios rosa, blancos, amarillos, siempre en tonos pálidos. He venido a la capital portuguesa un viernes para una reunión de trabajo y me cuentan todo tipo de agonías: la situación económica es crítica y, con el reciente anuncio del enorme impuesto sobre la paga de Navidad, las empresas recortan gastos, aplazan proyectos. Este año los Reyes Magos no vendrán a Portugal.

El país está hundido en su crisis, pero en la calle las personas caminan despacio, transformando sus pasos en columpios de felicidad. Dicen que Europa también se hunde, se resquebraja, pero esta Lisboa es europea. En el hotel, me encuentro en el ascensor con un turista británico, reconocible por su good morning,las sandalias usadas con calcetines y el rubor del rostro. Canturrea un grupo de italianos en la sala de los desayunos: los escucho como a pájaros en un bosque.

El sábado nos damos un paseo en familia por la ciudad y las calles son españolas. Muchos turistas ibéricos, hablando con los altavoces del castellano. En la Rua Augusta, la principal arteria de Lisboa, nos encontramos con un mimo cerca del arco imponente que conduce a la majestuosa Praça do Comércio: se trata de un Quijote plateado, con su lanza y un libro en la mano izquierda. Mi hija introduce una moneda en la caja y el mimo se mueve y le guiña un ojo como lo haría Don Juan.

Nos perdemos por las callejuelas de Alfama y nos cruzamos con una bandada de niños semidesnudos, que parecen salidos de una película italiana de los años cuarenta. Hablan un idioma extraño, que podría ser rumano. Hace cincuenta años, había muchos niños así, viviendo en la libertad peligrosa de su pobreza, pero todos eran portugueses.

Mi esposa está encantada: para ella, el laberinto de estas sinuosas callejas conduce siempre al Paraíso.

Estoy en Lisboa, pero sobre todo me encuentro en Europa. Por la noche, vamos a un concierto de música clásica. El teatro de São Carlos, la ópera portuguesa, organiza a lo largo del verano espectáculos al aire libre en la pequeña plaza que se encuentra delante de su edificio. Esta noche habrá música de la familia Strauss. Mi intención es demostrar a mi hija de ocho años que una orquesta puede ser más divertida que los contoneos acrílicos de Hannah Montana.

Asiste una gran muchedumbre. La orquesta, dirigida por el eminente maestro austriaco Peter Guth, flota en la luna llena de los focos. El espectáculo empieza y hay un momento en que se invita a la gente a bailar. Hemos venido con la soprano Luísa Brandão, que se lleva a mi hija hacia el remolino de los valses. Y poco después soy yo quien baila con la pequeña: polkas, valses e incluso una cuadrilla, en la que hay que dar pasos hacia delante y hacia atrás, saludando con reverencias.

Y de repente, mientras vuelo, me doy cuenta de que Europa existe. Europa es el concierto de Año Nuevo en la ópera de Viena. Cuando la reina Isabel de Inglaterra sujeta en el aire una taza de té, eso es Europa. Pero Europa también es la barra de pan que el ciudadano francés lleva bajo el brazo cuando vuelve a casa. Se puede ver el perfil de Europa en un tapiz de Flandes y también en las brumas célticas de un pub irlandés. Europa es señorío y es el pueblo.

Tendremos el mapa exacto de Europa si mezclamos el teorema de Pitágoras con la arquitectura de Gaudí. Cuando Frédéric Chopin y George Sand se amaban desaforadamente, eso era Europa. Si queremos una Constitución europea, nos bastaría con uno de los cuadernos donde Leonardo Da Vinci apuntaba sus ideas y dibujos. Dentro de la cabeza de Beethoven, la última nota de la Novena sinfonía fue europea. Europa es el arte y es la ciencia.

Europa no es una cuenta bancaria. Tampoco puede ser un espejismo de créditos. Hemos entregado el proyecto europeo a Sancho Panza. Ese es el problema. La luz más hermosa de Europa es la que pasa a través de las vidrieras de las catedrales. La misma que ilumina los ventanales del cine de Dreyer. Santa Teresa y Lutero fueron europeos. También lo son la libertad, la igualdad y la fraternidad. Las buhardillas londinenses en las que Karl Marx se transformó en Moisés sin saberlo eran europeas. Europa es el espíritu en debate.

Los que murieron defendiendo las Termópilas eran europeos. Las carabelas portuguesas que soñaban con el mundo entero partieron de puertos europeos. En los sombreros de Winston Churchill se puede ver a Europa. Europeo era Eddie Merckx, escalando el Tourmalet. El decimosexto pase consecutivo del Barça de Guardiola también es europeo. Europa es la guerra deseando la paz.

A mi generación una pandilla de malos políticos le está robando el sueño político de su vida, que es Europa. Me gusta ser portugués, pero moriría por Europa. Y no lo haría para que nadie me pagara  cafés peninsulares. No lo haría a cambio de fondos comunitarios, sino sencillamente por la enorme felicidad de poder bailar con mi hija de ocho años un vals en una plaza de Lisboa, por una noche de verano, al ritmo de una orquesta dirigida por un maestro vienés.

Gabriel Magalhãe, escritor portugués.

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