Todo lo que ha ocurrido con el banco de negocios Goldman Sachs (GS), el más poderoso del mundo, ya lo denunció Matt Taibbi en la revista Rolling Stone en julio del 2009. En páginas escritas en agosto, mi libro Els plats trencats también se refería a ello, indicando que GS es un instrumento de manipulación de los mercados con una infinita capacidad de destruir las economías familiares, a base de situarse en una burbuja especulativa y vender unas inversiones que son una simple porquería. De hecho, desde 1920 ya hemos sufrido cinco burbujas de este tipo que, según J.K. Galbraith, son un ejemplo de locura aplicada a la inversión basada en endeudamiento. Pero, en los años 70, GS se presentó con la piel de cordero de una codicia enfocada a largo plazo. Hasta que un expresidente de la entidad, Rubin, entró en la Casa Blanca con Clinton y, como secretario del Tesoro, logró, con Summers y Greenspan, la liberalización de los mercados financieros que, en definitiva, puso la simiente del cataclismo.
Poco antes de que ocurriera todo esto, la Comisión Federal de Investigación de la Crisis Financiera de EEUU llamó a declarar a Chuck Prince, el ex presidente de Citygroup, quien acusó a los bancos, las agencias de evaluación y los reguladores gubernamentales de haber fingido que las obligaciones de deuda colateral (CDO), calificadas de triple A, eran inversiones seguras. Por su parte, la Washington Mutual acusó a las autoridades y las semiestatales Fannie Mae y Freddie Mac de haber impulsado a todo el mundo a comprar hipotecas subprime. Por lo tanto, llegó el momento de hallar culpables y se puso en el punto de mira un fondo de alto riesgo: el Magnetar de Illinois. Luego, entró en escena el Scion Capital, que descubrió que todos esos CDO estaban sobrevalorados y empezó a hacerles el short mediante la emisión y la comercialización de CDO. De este modo, Magnetar compró los activos más tóxicos, lo que permitió a los bancos vender la parte de riesgo más bajo a terceros. Pero lo que ocurría era que, mientras tanto, Magnetor jugaba apostando a corto contra los fragmentos menos peligrosos que había contribuido a poner en marcha. Lo cierto es que la mayor parte de operaciones acabaron en insolvencia, aunque el fondo en conjunto obtuviera beneficios en un momento u otro. La gran pregunta es, pues, si los bancos informaron a los demás inversionistas de cuál era la situación real. Y esto es lo que estalló cuando la justicia estadounidense abrió la investigación sobre el posible fraude.
Todo ello indica que, según la acusación, GS engañó a los clientes modestos sobre el papel que jugó el fondo Paulson & Co. en esta historia de engaño en la comercialización de unos incomprensibles derivados. Los daños y perjuicios son enormes (de momento, 1.000 millones de dólares), pero GS va a defenderse con el argumento de que los inversionistas eran gente sofisticada y que habían publicado un prospecto sobre rendimientos mayores con riesgo superior y un emisor domiciliado en las islas Caimán. Lo que la defensa pretenderá demostrar es que los reguladores nunca podrán controlar la innovación financiera. Pero los tribunales norteamericanos, que, al revés de lo que hizo aquí el tristemente famoso Constitucional con los Albertos, no indultan a estafadores, tratarán de demostrar que la justicia es el mecanismo de supervisión eficaz de los monstruos de Wall Street. Y si los banqueros se creen que pueden seguir fingiendo que cumplen reglamentaciones concretas mientras se saltan a la torera los grandes principios, se encontrarán implicados en unas transacciones alegales. En todo caso, es muy reconfortante que, tras años de tolerancia de los gobiernos, la justicia, lenta, pero segura, meta el miedo en el cuerpo de los financieros con las posibles responsabilidades penales, y que volvamos a la regulación de la Gran Depresión, que no se tendría que haber relajado nunca.
Podría ser, por tanto, la hora de evitar para siempre la autorregulación del sistema financiero, equivalente a dejar que los delincuentes redacten el código penal. Da igual si los daños causados son la consecuencia de un fraude premeditado, de una información privilegiada, de una gestión en manos de incompetentes o de la mala suerte. Lo que hay que garantizar es que un modesto particular o un fondo de pensiones no puedan ser estafados impunemente por unas entidades financieras a las que, generalmente por tráfico de influencias, se les ha concedido una licencia, pero no para actuar como GS (según la acusación de la SEC de EEUU) lo ha hecho en este caso. Obama, Gordon Brown y Merkel han salido a la palestra para decir ¡basta! Ya era hora. El banco argumentará que sus actuaciones no son técnicamente delictivas. Sin embargo, además de los tribunales, hay la opción pública y la reputación de unas entidades acostumbradas a abusar de los clientes cautivos y a la impunidad que se deriva de su rescate seguro a cargo del dinero de los contribuyentes cuando se equivocan en operaciones de especulación y casino a costa de todos nosotros.
Francesc Sanuy, abogado.