El velador del diálogo

Cuando me incorporé a nuestra embajada en Ottawa como jefe de misión, en la primavera de 1999, la opinión de los observadores era unánime: Canadá se dividía. Y es que, en el segundo referéndum sobre la separación de Quebec (la consulta, allí, es legal y conforme con las normas constitucionales), el no había triunfado por solo unas centésimas. La suerte estaba echada, me decían los embajadores a quienes hice, a mi llegada, la habitual visita de cortesía. Y en la siguiente votación, pensaban todos, el se impondrá sin remedio. Era la tendencia irrefrenable, la deriva en la que ya no cabía la marcha atrás.

Pero no contaron con Jean Chrétien, uno de los hombres de Estado más brillantes que yo haya conocido. Y he conocido muchos. El entonces primer ministro canadiense tomó las medidas acertadas para que tal ruptura nunca sucediera. Fueron tres: solicitar del Tribunal Supremo un dictamen sobre el derecho a decidir de una provincia, fuera Quebec o cualquier otra; convertir esa opinión no vinculante en una norma de obligado cumplimiento –la llamada Ley de la Claridad–, aprobada en el Parlamento nacional por muy amplia mayoría; y jugar sabiamente la carta internacional para poner de su parte al presidente de los Estados Unidos, contrario al establecimiento, en América del Norte, de una inquietante aventura rupturista de alcance imprevisible. A ello se añadió algo que Chrétien, un liberal, siempre me negó: el manejo de los cordones de la bolsa, suprimiendo las ventajas no justificadas con las que sus predecesores habían tratado de apaciguar al soberanismo quebequés.

El velador del diálogoLa amenaza de fractura, tan cercana y preocupante, tuvo un claro resultado: la economía provincial se vino abajo (tengo todos los datos), los jóvenes emigraron en bandadas y en Quebec se creó la mayor de las incertidumbres, que aumentó con el paso de los años. Como consecuencia, en las últimas elecciones, de 2018, los separatistas, que llegaron a contar en su momento de mayor auge con 80 escaños en la Asamblea Nacional, han obtenido solo 10. Es decir: nada.

¿Significa este desastre su inminente desaparición? Desde luego que no. He conocido a los suficientes quebequeses como para saber que ese sentimiento nacional, hecho de pulsiones, sueños y nostalgias, jamás se extinguirá. Lo importante, sin embargo, es que la singularidad de la Belle Province, por todos aceptada, ya no constituye una amenaza a la integridad territorial de Canadá. Eso es lo decisivo.

En Cataluña está empezando a suceder algo similar. El soberanismo seguirá por unos años, como esas estrellas ya apagadas cuyas luces percibimos todavía; pero ha entrado en pérdida de velocidad. Igual que en Canadá. Tras el indulto decidido en los aledaños del poder –poder político, económico, mediato e incluso religioso–, contra el sentimiento de una amplia mayoría de españoles, los golpistas salieron de la cárcel muy sobrados, con mucho desahogo, con esa sonrisilla de superioridad con la que nos suelen mirar al resto de los mortales. Pero si lo pensaran bien, verían que su contento no está justificado. «Lo volveremos a hacer», han proclamado. No es verdad: no lo pueden intentar. La fría y escueta realidad es que sus opciones para romper España desaparecieron en 2017, tras el acertado y contundente discurso del Rey, el 3 de octubre, y la sentencia del Tribunal Supremo, que los condenó tras la celebración de un juicio público, limpio y transparente, como corresponde al prestigio y categoría de nuestros jueces. Desde entonces, el secesionismo permanece dividido y no se ha recuperado. La pasada semana, al ver al grupo de reclusos salir de la prisión, tan radiantes, me di cuenta de que no saben aún que han perdido la batalla. Y me vino a la memoria aquel pobre soldado japonés que encontraron en las selvas de Guam, con su casco y su fusil, dispuesto a la pelea, sin enterarse que los suyos habían capitulado varios años más atrás.

Para los soberanistas catalanes, el gran logro del indulto es la creación de la llamada mesa del diálogo. Una mesa que es, en realidad, un velador. Porque cuenta con un único soporte, el que forman indultantes e indultados. Nada más. Para ser mesa le faltan las tres patas restantes, imprescindibles cuando están en juego temas tan cruciales como los que van a ser tratados.

Éstas son las patas mencionadas: los partidos defensores de nuestra Constitución, que gozan de un apoyo cada vez más amplio; las instituciones del Estado, que nos representan a todos y algo deben opinar sobre cuestiones que afectan al futuro de España; y la aportación de los catalanes calificados despectivamente como españolistas, que son la mayoría de quienes viven en ese territorio. Así se configura, sin esas presencias obligadas, el inútil mecanismo que me he permitido llamar el velador. Un dispositivo pensado para el diálogo, según repiten cada día. «No queremos jueces sino diálogo», dicen los golpistas. Es lo que sostienen todos los delincuentes de este mundo.

Al día siguiente de la concesión del indulto, el miércoles 23 de junio, se celebró en el Congreso de los Diputados la habitual sesión de control parlamentario. En ella, el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, le espetó al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez: «¿Y ahora qué?». Para añadir después, tras escuchar los argumentos del interpelado, lo que ya había mantenido meses más atrás: que no estamos ante un acto valiente, sino que el indulto es una decisión «impuesta por la necesidad». Y alzó la voz para que se entendiera bien esa palabra: necesidad. Cuesta trabajo creer que el futuro de España pueda estar en semejantes manos. Ni españoles ni europeos –me refiero a la Europa de Bruselas, firme y solidaria– lo van a tolerar.

Por cierto: los golpistas indultados se alinearon detrás de una pancarta que pedía «libertad para Cataluña», marcando la V de la victoria con los dedos. Estoy totalmente de acuerdo. Lo que esa comunidad necesita es, precisamente, restablecer algo de lo que hoy carece: el Estado de derecho y el imperio de la ley. Es decir: la democracia. Y poner fin, mediante elecciones libres, al supremacismo racista de quienes se ausentaron de su escaño cuando un diputado de color subió al estrado para hacer uso de la palabra. Qué bochorno. ¿Dónde estaban los progresistas que alardean de condenar gestos semejantes, incluso en un campo de fútbol?

Termino formulando estas preguntas. ¿Cuándo se organizará una fuerza capaz de aglutinar las tendencias, hoy dispersas, de una Cataluña realista y solidaria, inteligente y constructiva? ¿Qué podrá motivar a las huestes de esa mayoría silenciada, para que dejen su apatía y pronuncien su irritado basta ya? No lo sé. Pero de algo estoy seguro: llegará el día en que surgirá un líder de verdad, que se ocupe de todos por igual. Un líder capaz de devolver a sus conciudadanos la ilusión y articular un proyecto político realista, pragmático y flexible que incluya una estrategia de recuperación y saneamiento de esa gran comunidad. Alguien que se olvide de los bancos andorranos, del chalet de Waterloo y de gastar en embajadas de lujo los dineros que harían falta para escuelas, centros de salud y ayudas a las pymes y a una agricultura marginada. Un político serio y responsable, en fin, que devuelva su grandeza a la Ciudad Condal, gestione la potente economía catalana y sepa plantear en Madrid, con pulso firme y visión clara, no las apetencias de unos cuantos vividores que medran a costa del procès, sino las justas y legítimas reivindicaciones de una Cataluña rica, emprendedora y diferente, dentro de la unidad de España.

José Cuenca es embajador de España.

1 comentario


  1. El artículo es tan asombroso que parece perpetrado por un perturbado y refleja el delirio en el que viven instalados algunos (¿muchos?) españolistas debido a su incapacidad para aceptar lo que está pasando en Cataluña y las consecuencias que se derivan.

    Por ejemplo: a menos de cinco meses de la histórica mayoría conseguida por los independentistas en las últimas elecciones al Parlamento de Cataluña, el tipo dice que el soberanismo "ha entrado en pérdida de velocidad". No contento con ello, afirma que la mayoría de los residentes en Cataluña son españolistas. ¡Toma ya! Remata el dislate sacando a pasear (a estas alturas) esa falacia ridícula de la mayoría silenciosa (rebautizada como "mayoría silenciada" para más inri) para a continuación fantasear con la llegada de un salvapatrias providencial.

    En fin, que mientras el soberanismo no cede en Cataluña, el desvarío de los españolistas va in crescendo por lo que se ve. Cualquier cosa menos aceptar la realidad. Pues nada, ya se darán de bruces contra ella, inevitablemente.

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