El verano de Lucrecio...

Este va a ser un verano extraño. Por fin descansamos de una pandemia, pero se nos echa encima un otoño con restricciones de otro tipo. Cuando en la Grecia Antigua se hicieron comunes los tiempos complicados, los filósofos griegos se inventaron dos salidas opuestas: o bien afrontaron las dificultades con ánimo festivo y hedonista, exaltando el carpe diem hasta límites desconocidos (los epicúreos); o bien se hicieron austeros y resistentes, alejándose del duro mundo a la espera de que amainara el temporal (escuela estoica).

Como en aquella época, vivimos en una difícil dicotomía: la necesidad de volver a una normalidad, cuya alteración sentíamos como un hurto del destino, choca con un nuevo "cisne negro", el de la guerra en Ucrania y sus consecuencias económicas. Este verano... ¿debemos disfrutar o ahorrar? ¿Seremos hedonistas o estoicos? Esa es la cuestión. Tal vez es la pregunta que haría a sus alumnos Merlí, ese irrepetible profesor de Filosofía, interpretado por Francesc Orella, que el talento audiovisual de nuestro país ha inmortalizado (y exportado a todo el mundo). Sería uno de esos ejercicios prácticos, conectados con la vida real, que el maestro filósofo solía emplear para enseñar a sus pupilos las distintas escuelas de pensamiento; sería, también, una demostración irrefutable de la utilidad de la asignatura de filosofía, siempre en la cuerda floja de nuestras reformas educativas. Esa utilidad que consiste en llegar donde no puede alcanzar la ciencia o las matemáticas; de poder enfrentarnos, con madurez y responsabilidad, a problemas para los que las soluciones no están dadas; de preguntarnos, en definitiva, qué debemos hacer ante situaciones nuevas.

El verano de Lucrecio...¿Qué pensamos de todo esto los españoles? Ahora sí, miremos los datos. En enero de 2022, en la encuesta mundial de Fin de Año, publicada por EL MUNDO, que anualmente hace Gallup International y en la que España participa a través de Sigma Dos, obteníamos que más de la mitad de los españoles pensaba que 2022 iba a ser mejor que 2021, cuatro puntos más que en el estudio del año anterior. Este tímido repunte del optimismo era lógico cuando se avistaba el final de una pandemia que nos ha tenido casi dos años con la vida restringida y nada (¿nada?) hacía prever un conflicto armado en el Este de Europa. Ahora crece el pesimismo y cuatro de cada 10 españoles admite estar cambiando sus planes de verano por la inflación. Algún economista, en un tono ciertamente jeremíaco (aguafiestas, en castizo), está señalando que éste puede ser nuestro "último verano". En consecuencia, se elevan voces críticas que indican que, tal vez, deberíamos estar ahorrando para lo que pueda venir...

¿Será este nuestro último verano? ¿Cómo será entonces el de 2023? Como dijo Borges, del futuro solo podemos saber que será distinto del presente. Sin embargo, en franca y desdichada contradicción con el escritor bonaerense, está demostrado que los humanos padecemos un sesgo cognitivo que nos empuja a creer que el futuro se moverá en los límites de lo conocido. Para nuestra mente imperfecta, lo experimentado compone el mapa total de las posibilidades futuras.

Esto es lo que el pensador de origen libanés Nassim Taleb bautizó como el "problema de Lucrecio", en honor al gran escritor latino quien en su libro De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) dejó escritas cosas como: ... Así como parece grande un río/ A quien no vio jamás otro más grande. El problema de Lucrecio indica que nuestra idea del porvenir excluye activamente la incertidumbre. Nuestra mente tiende a rechazarlo y a agarrarse a lo conocido. Según Taleb, los humanos caemos en esta trampa desde hace miles de años. En el Egipto de los faraones, una de las primeras formas burocráticas de civilización, los escribas registraban siempre el nivel máximo que alcanzaban las aguas del Nilo y utilizaban este dato para pronosticar el peor escenario futuro. No se paraban a pensar que el peor registro disponible fue, en el momento de ocurrir, un escenario imposible para aquellos escribas de entonces, precisamente porque antes no se había dado ninguno peor.

Es curioso constatar que nuestro organismo, por su cuenta y sin que seamos conscientes de ello, opera de manera opuesta a nuestra mente. El cuerpo sí tiene en cuenta la incertidumbre y se prepara para ella. Cuenta con la ventaja, claro está, de millones de años de evolución adaptativa, a lo largo de los cuales ha aprendido a prepararse para lo desconocido. Es la razón por la cual acumulamos antiestéticas calorías de más o tenemos dos riñones, aunque solo precisemos uno... por si acaso. El propio Taleb llamó a esta estrategia acumulativa "generación de capas de redundancia": equivale a crear un margen de seguridad que actúa como un amortiguador contra los eventos que el intelecto es incapaz de prever. Llenamos el granero (o ahora, los depósitos de gas) porque no sabemos cuánto durará el temible invierno.

Es lógico preguntarnos por lo que está pasando este verano de 2022. La inflación está en dos dígitos, se cancelan miles de vuelos, las colinas se tiñen tristemente de fuego y la ola de calor nos obliga a poner el aire acondicionado a medio gas ante la amenaza de una factura recalentada. Es cierto que los españoles están alterando planes, como veíamos en la encuesta. A pesar de ello, los indicadores de ocupación económicos señalan que no nos vamos a quedar sin verano. Nos adaptaremos y ajustaremos el cinturón, pero tras dos años de vacaciones con mascarilla hemos decidido reencontrarnos con las medusas, el protector solar y la verbena con tanto entusiasmo como si nos fuéramos de luna de miel a Las Maldivas.

Lo que ocurre es que, con permiso de los economistas, quienes operamos en la sociología sabemos que las personas no solo tendemos a generar «capas de redundancia» económicas. Los humanos, más que seres completamente racionales, somos ese maravilloso leño torcido del que hablaba Kant, y nos empeñamos en tener otras necesidades que influyen en nuestra conducta. Así, es razonable pensar que para la mayoría de los españoles el verano -más aún este, por estar rodeado de incertidumbre- funciona no solo como un gasto, sino como una reserva emocional. Ante una eventual prolongación de un invierno económico que congele los chiringuitos y las playas de 2023, estaríamos haciendo un acopio inteligente y previsor de descanso, buenos momentos en familia (o sin ella) y fotos para lucir en la posteridad del álbum familiar -o del Instagram, red que la generación de la tía Merche ya maneja hasta el punto de cotillear los stories de toda la familia-.

¿Cómo influye el verano en la política? Frente a la incertidumbre, los gobiernos español y europeo nos alertan de que viene un otoño difícil, la inflación seguirá alta, faltará el gas..., y hacen bien. El problema sería que nos alerten porque solo puedan alertarnos, porque no puedan hacer otra cosa. Se olvidaría, en ese caso, que la función de los poderes públicos no es simplemente prever lo peor, sino hacer todo lo posible por evitarlo. Reconocer que viene un tiempo de inminentes turbulencias es una condición necesaria, pero no suficiente, para ganarse (o recuperar, en el caso del Ejecutivo español) la confianza de la mayoría social. Será la acción sobre la realidad lo que juzguen los españoles y europeos, no la mera insistencia en pronosticarla. Para oír que se acerca el invierno, the winter is coming, ya hay series magníficas. Existe una angosta frontera entre la humildad para reconocer la dificultad ante las adversidades y el fatalismo, que puede conducir peligrosamente a la inacción derrotista o servir como justificación del fracaso. Si algo es inevitable, dará igual lo que hagamos. Este verano de 2022, que aún vivimos y disfrutamos, nos recuerda que éste no debe ser, ni mucho menos, el último. Que, aunque el invierno venga frío, esperamos de quienes llevan el timón algo más que predicciones. Porque si no, tal vez sean ellos, y no nosotros, quienes no lleguen al verano de 2023. Feliz agosto.

Gerardo Iracheta Vallés es presidente de Sigma Dos.

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