El verdadero dolor llega con el tiempo

En los últimos 30 años, he corrido 33 maratones completos. He participado en maratones por todas partes del mundo, pero cuando me preguntan cuál es mi favorito, siempre respondo sin dudar que el de Boston, en el que he participado en seis ocasiones. ¿Y qué tiene de maravilloso el maratón de Boston? Sencillamente, que es la carrera más antigua en su género; que su recorrido es de una gran belleza, y —aquí viene lo más importante— que todo en esa carrera rezuma naturalidad, libertad. El maratón de Boston es un acontecimiento gestado no de arriba abajo, sino de abajo arriba; fueron los propios habitantes de la ciudad quienes, durante un considerable periodo de tiempo, pusieron su perseverancia y su empeño para crearlo. Cada vez que corro esa carrera, soy consciente de que el sentir de sus artífices a lo largo de los años se palpa manifiestamente en el ambiente, y me envuelve una calidez especial, como si regresara a un lugar añorado. La sensación es mágica. Hay otros maratones igualmente estupendos —el de Nueva York, el de Honolulú, el de Atenas—, pero el de Boston (con el perdón de los organizadores de esas otras carreras) no tiene parangón.

Lo fantástico de los maratones en general es la ausencia de competitividad. Evidentemente, los corredores de talla mundial siempre verán en ellos ocasión para la más enconada rivalidad. Pero para alguien como yo (y supongo que esto podrá aplicarse a la gran mayoría de participantes), que soy un corredor del montón, sin marcas especialmente destacables, un maratón nunca es una competición. Te inscribes en la carrera para disfrutar de la experiencia de correr esos 42 kilómetros y pico, y una vez te pones, sin duda que disfrutas. Luego empiezas a notar algo de dolor, luego el dolor se hace atroz, y al final es el propio dolor el que te proporciona disfrute. Un disfrute que en parte radica en compartir esa maraña de sensaciones con los corredores que te rodean. Si intentas correr 42 kilómetros solo, tienes garantizadas tres, cuatro o cinco horas de auténtico suplicio. Yo lo he hecho, y espero no repetir nunca la experiencia. Pero si cubres esa misma distancia en compañía de otros corredores no resulta tan extenuante. Es duro físicamente, desde luego —¿cómo no iba a serlo?—, pero hay un sentimiento de solidaridad y unidad que te impulsa a lo largo de todo el trayecto hasta la meta. Si un maratón fuera una batalla, sería una batalla librada contra uno mismo.

Cuando corres el maratón de Boston, y doblas la esquina de la calle Hereford para entrar en Boylston, y ves, al fondo de la amplia y recta calzada, la pancarta en la plaza Copley, la ilusión y el alivio que te embargan son indescriptibles. Has llegado hasta allí tú solo, pero también gracias al impulso de todos los que te rodean. Los voluntarios no remunerados que se han tomado el día libre para ofrecer su ayuda, los espectadores que flanquean la calle para darte ánimos, los corredores que tienes delante, los que tienes detrás. Sin su aliento y apoyo, quizá no habrías logrado culminar la carrera. Cuando enfilas la calle Boylston para el sprint final, en tu corazón se agolpan todo tipo de emociones. Avanzas con un rictus de dolor por el esfuerzo, pero también con una sonrisa.

Yo viví tres años en las afueras de Boston. Dos de esos años contratado como académico invitado en Tufts y luego, tras un breve periodo de descanso, un año en Harvard. Durante ese tiempo, cada mañana salía a correr por la orilla del río Charles. Comprendo la importancia que el maratón de Boston tiene para los bostonianos, el orgullo que este supone para la ciudad y sus habitantes. Tengo muchos amigos allí que participan regularmente en la carrera, como corredores o voluntarios. De manera que, pese a la distancia que nos separa, imagino lo deshechos y desmoralizados que los habitantes de esa ciudad se sentirán tras la trágica carrera de este año. Han sido muchos los heridos físicamente en el lugar donde sobrevinieron las explosiones, pero habrán sido muchos más los heridos en otros sentidos. Se ha mancillado algo que debía ser puro, y yo, también —como ciudadano del mundo que se tiene por corredor— me considero un herido.

Esa mezcla de tristeza, desencanto, rabia y desesperación no se disipa tan fácilmente. Llegué a esa conclusión mientras me documentaba para mi obra Underground, basada en el ataque con gas sarín perpetrado en el metro de Tokio en 1995, y entrevistaba a algunos de los supervivientes y familiares de los fallecidos en aquel atentado. Se puede superar el dolor como para llevar una vida “normal”, pero la herida sigue sangrando por dentro. Parte del dolor termina desapareciendo con el tiempo, pero el paso del tiempo da lugar a otras formas de dolor. Es preciso sacarlo a la luz, poner orden en él, comprenderlo y aceptarlo. Levantar una nueva vida sobre ese dolor.

Sin duda el tramo más conocido del maratón de Boston es Heartbreak Hill, una de las pendientes que se alzan en los últimos seis kilómetros y medio del recorrido inmediatamente anterior a la meta. Ahí es donde los corredores acusan de forma más ostensible el agotamiento. En los 117 años que esta carrera tiene en su historia, han surgido todo tipo de leyendas en torno a esa cuesta. Aunque, a decir verdad, cuando la corres te das cuenta de que no es tan difícil y endiablada como decían. La mayoría de participantes en la carrera consigue salvar Heartbreak Hill más fácilmente de lo que esperaba. “Oye”, se dicen, “pues tampoco era tan dura la cosa”. Si te has preparado mentalmente para la pronunciada pendiente que aguarda cerca de la meta y has reservado energías suficientes para abordarla, sea como sea consigues remontarla.

El verdadero dolor en realidad aparece solo cuando, después de haber conquistado la cima de Heartbreak Hill, bajas por la pendiente a la carrera y llegas a la parte llana del recorrido, que atraviesa las calles de la ciudad. Has pasado lo peor y ya puedes enfilar recto hacia la línea de meta y, sin embargo, de pronto el cuerpo protesta a gritos. Sientes calambres en los músculos, y parece que llevaras plomo en las piernas. Al menos esa ha sido mi experiencia siempre que he corrido el maratón de Boston.

Tal vez suceda lo mismo con las heridas emocionales. En cierto modo, el verdadero dolor surge solo al cabo de un tiempo, cuando el golpe inicial ya está superado y las cosas empiezan a volver a la normalidad. Solo cuando has remontado la pronunciada pendiente y te encuentras en terreno llano empiezas a sentir el intenso dolor que has venido sufriendo durante todo ese tiempo. Es muy posible que el atentado de Boston haya dejado tras de sí esa angustia a largo plazo.

Pero ¿por qué? No dejo de hacerme esa pregunta. ¿Por qué quebrantar un acontecimiento alegre y pacífico como ese maratón de una manera tan cruenta y espantosa? Los autores del atentado han sido ya identificados, pero la respuesta a esa pregunta sigue sin esclarecerse. Su odio y su malevolencia, sin embargo, han enmarañado nuestros corazones y nuestras mentes. Aunque encontráramos una respuesta, es probable que no nos satisficiera.

Superar este tipo de traumas lleva tiempo, un tiempo que exige mirar hacia el futuro con talante positivo. Ocultar las heridas o pretender hallar una cura espectacular no conducirá a ninguna solución efectiva. Buscar venganza tampoco servirá de consuelo. Es preciso que recordemos las heridas, que no perdamos nunca de vista el dolor y que —sincera, concienzuda y calladamente— hagamos acopio de nuestras historias particulares. Puede que lleve tiempo, pero el tiempo es nuestro aliado.

Yo, por mi parte, lloro a las víctimas y heridos de la calle Boylston corriendo, corriendo día tras día. Este es el único mensaje personal que puedo enviarles. Sé que no es gran cosa, pero espero hacerme oír. Como también espero que el maratón de Boston se recupere de sus heridas y que esos 42 kilómetros vuelvan a parecernos bellos, naturales y libres.

Haruki Murakami es escritor. Autor, entre otras obras, de Después del terremoto y de 1Q84. Su novela más reciente, Los años de peregrinación del chico sin color, llegará a las librerías españolas de la mano de Tusquets en octubre de este año. Este artículo fue originalmente publicado online en mayo de 2013 en www.newyorker.com. © Haruki Murakami, 2013. Traducción del inglés de Victoria Alonso Blanco.

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