El verdadero problema

A juzgar no se aprende en un «taller» de fin de semana de esos que hoy en día convierten al mas ignorante en experto de las materias mas complejas. Juzgar no es oficio fácil. Requiere conocimiento de las leyes, discernimiento entre lo esencial y lo accesorio, capacidad de averiguación de los hechos, criterio para separar los probados de las simples conjeturas, independencia para mantener la objetividad superando simpatías y antipatías personales, carácter firme para resistir las presiones de la sociedad de la sobre-información en la que vivimos, y un profundo sentido del Estado cuando se trata de cuestiones que afectan a su esencia. El procedimiento seguido en el Tribunal Supremo con motivo del llamado «procés», es clara manifestación de todas esas virtudes y capacidades. Consciente de la trascendencia de la cuestión que se juzgaba, la Sala ha convertido el proceso en un modelo de transparencia y de rigor en el ejercicio de la función de hacer justicia.

Todo ello, no es necesario recordarlo, no impide los comentarios ni excluye las controversias a las que, legítimamente, está sometida cualquier decisión judicial en un Estado democrático como es el español. A mí, concretamente, la sentencia me sugiere las siguientes consideraciones:

-La primera, la inadecuación de nuestra legislación penal a la realidad a la que nos han enfrentado los independentistas, y parece que tienen la intención de seguir enfrentándonos. No tiene sentido que la colocación a dedo de un pariente como conserje de un organismo público pueda constituir un grave delito de prevaricación, mientras que una declaración de independencia por el parlamento de una comunidad autónoma sea simplemente un acto nulo recurrible ante el Tribunal Constitucional, si no va acompañado de alzamiento violento o tumultuario, como ahora ha sido el caso. Es consecuencia de una de las varias modificaciones «progresistas» de nuestro código penal. Se hace necesario matizar la radiante luz del progreso con la más tenue de la sensatez y revisar de inmediato el delito de rebelión.

De la misma manera, hay que restaurar el tipo penal, derogado, que sancionaba la convocatoria de referéndums ilegales, sobre todo cuando tienen un propósito final secesionista. Hoy hay que esperar a que se convoque, al mandato judicial que prohiba su celebración y a que, finalmente, la prohibición sea desobedecida. Se debilita la capacidad de reacción del Estado ante una práctica que tiene el evidente riesgo de volver a repetirse o de producir efecto contagio en otras comunidades autónomas. En otras latitudes una norma penal así no resulta, posiblemente, necesaria. En España, hoy por hoy, lo es.

Situado ante las limitaciones de nuestra legislación penal, que no le son imputables, el Tribunal Supremo ha calificado las actuaciones de los acusados como delitos de sedición, de desobediencia, y de malversación de los caudales públicos empleados en su financiación. Lo ha hecho con precisión rigurosa. La no apreciación de rebelión no puede atribuirse a razones o a conveniencias ajenas al principio estricto de legalidad. El problema es que el código penal que fue bueno para Jiménez de Asua en la República, y para la España post-constitucional, dejó de serlo en 1995. Nos honramos con un tribunal de justicia que lo aplica ajustadamente y con rigor, no con un linchamiento justiciero.

-En segundo lugar, la sentencia no se limita a un cumplimiento puramente formalista del principio de legalidad, sino que lo refuerza con una fundamentación amplia y profunda de la legitimidad democrática de las normas penales aplicadas.

La argumentación de la sentencia, con un amplio apoyo en el Derecho Comparado, pone en evidencia tanto la ausencia del llamado «derecho a decidir» como de la supuesta violación por nuestro Estado de los variados pactos internacionales de derechos humanos que arguyeron las defensas de los sediciosos. Razona, por el contrario, la legitimidad del principio de integridad territorial de España, semejante al de otros Estados democráticos de nuestra condición e historia. La sentencia desbarata el cuerpo de doctrina falsario, que cansinamente utilizan los independentistas para deslegitimizar nuestras leyes, como impropias de un Estado evolucionado y moderno. Hace que se diluya en la nada esa especie de iusnaturalismo nacionalista, pobremente construido, que pretende justificar sus desmanes en un orden normativo superior, al que el resto de los españoles no accede por su vulgaridad mesetaria o sus resabios fascistoides.

La sentencia es, por la independencia con la que se dicta, un valioso apoyo a la defensa política de la integridad de la patria española, constitucionalmente reconocida, que se agradece mucho.

-Mi tercera consideración se refiere al alegato nacionalista y de movimientos dialogantes adláteres en el sentido de que la prisión de los condenados no resuelve el problema. Estoy de acuerdo. El problema no se solucionará con la restauración -puntual- del Estado de Derecho por esta y futuras sentencias judiciales. No es remedio, en exclusiva, el efecto disuasorio de las condenas. Así no se resolverá definitivamente el problema. Aún más. Estoy también de acuerdo en que el grave problema subyacente que hay que abordar es político y no judicial.

Ahora bien, disiento en que, como alegan, el problema se derive del rechazo cerril a negociar cualquier reforma de la organización territorial del Estado. Nadie se opone a ello cumpliendo la Constitución y sometiéndolo a todos los españoles. Ni es el problema que los tribunales apliquen la ley, como en cualquier nación evolucionada y democrática.

El verdadero, el único problema político subyacente es el ejercicio desleal, masivo y reiterado, de las funciones que tiene atribuidas la Comunidad Autónoma de Cataluña en su condición de parte de la organización territorial de un único Estado soberano, España, del que es inseparable y a cuyos intereses generales están subordinadas las referidas funciones. Para solucionar este problema político arbitró la Constitución un mecanismo político: su articulo 155.

Por ello, si se persiste en el desafío al Estado, será obligación de sus legítimos representantes intervenir el ejercicio de las funciones que la comunidad autónoma ejerza, o amenace ejercer, en contra de la ley o del interés general de España. A título de ejemplo: las de administración penitenciaria.

Daniel García-Pita Pemán es miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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