El verdadero quinto centenario

«Toda la noche oyeron pasar pájaros». Este hermoso aunque involuntario endecasílabo del diario de Colón corresponde a la víspera del descubrimiento y es uno de los mejores reflejos de la emoción con que amaneció el 12 de octubre de 1492. Esa emoción nos sigue acompañando y su quinto centenario se celebró como era debido hace ya casi veinte años. Sin embargo, al descubrimiento colombino siguieron otros muchos, al ritmo de la expansión de los pueblos europeos por todo el mundo. De ahí que la fecha que verdaderamente define la naturaleza de la empresa colonial española, diferenciándola de otras, sea probablemente el 21 de diciembre de 1511.

En aquel día, cuarto domingo de adviento, Fray Antonio de Montesinos, uno de los primeros frailes dominicos que llegaron a América, pronunció en la Isla Española (hoy de Santo Domingo) un sermón que se hizo famoso. Sus términos son conocidos, pero merece la pena reproducirlos parcialmente: «¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? (…) ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer y sin curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais (…) se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? (…) ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?...». Estas palabras, pronunciadas en una fecha tan temprana —vivía aún Fernando el Católico— sorprenden hoy por su precisión y sensibilidad. Montesinos supo ser la sal del (nuevo) mundo y esa sal siguió escociendo durante los tres siglos de la dominación española.

¿Estos no son hombres? La pregunta desató una apasionada polémica que, atizada por una notabilísima libertad de palabra, duraría todo nuestro siglo de oro. Los hechos debatidos estaban en América, pero la «controversia de Indias» se decidía en España y allí viajó en dos ocasiones el fraile Montesinos a defender las tesis de los dominicos, acompañado la segunda de ellas por un compañero de orden cuyo nombre se haría célebre: Fray Bartolomé de Las Casas. Frente a ellos se alzaban los colonos españoles —los llamados «encomenderos»— y sus valedores en la corte, que pretendían apoyarse en la tesis aristotélica de que las gentes rudas y bárbaras estaban por naturaleza destinadas a la esclavitud. Como es sabido, esta polémica filosófica y teológica llegó a su punto culminante en 1550, con la disputa entre Las Casas y Sepúlveda en Valladolid.

Sobre el papel, la victoria de los dominicos fue casi completa. Las Leyes de Burgos de 1512 proclamaron la libertad de los indios, quienes habían de tener casas y haciendas propias y recibir por su trabajo un salario conveniente. En las Nuevas Leyes de Indias 1542, Carlos V dispuso que ni aun so título de rebelión se podía hacer esclavo a indio alguno. «Queremos —ordenaba el emperador— que sean tratados como vasallos nuestros de la Corona Real de Castilla, pues lo son». En el orden eclesiástico, un breve pontificio de 1537 proclamó que los indios eran libres, destinatarios del mensaje cristiano y capaces de sacramentos. En las aulas de la universidad de Salamanca, el también dominico Francisco de Vitoria partió de la libertad natural de los indios para establecer los cimientos de la disciplina que hoy llamamos derecho internacional. Por lo demás, la actividad de las autoridades civiles y religiosas españolas en América —que pretendía ser tutelar y civilizadora— no perdió impulso y continuó hasta el final de la etapa colonial, con las fundaciones del franciscano Fray Junípero Serra en California en el último tercio del siglo XVIII.

Y sin embargo… Sin embargo, como dijo un escritor argentino, nunca se ha legislado más ni cumplido menos. Los desmanes y los abusos de los conquistadores se denunciaron con apasionamiento por Bartolomé de las Casas, cuyas acusaciones se leyeron en todo el mundo y se convirtieron en la más eficaz munición de la llamada leyenda negra española. Por otra parte, cuando llegó la emancipación de las colonias americanas, no parecía que el dominio español arrojara un balance demasiado brillante, ni en términos generales ni, especialmente, en lo relativo a la situación de las poblaciones indígenas. De este modo, las nuevas repúblicas latinoamericanas, al construir sus respectivos relatos nacionales, rechazaron en gran medida la herencia española.

En la primera mitad del siglo XX, la leyenda negra de España en América fue objeto de una refutación inteligente y matizada, debida sobre todo a autores norteamericanos, entre los que destacan J. Brown Scott y Lewis Hanke; también la obra del español P. Venancio Carro O.P. merece aquí un recuerdo. Una parte de esa refutación resulta particularmente interesante a los efectos de este artículo y es la que compara el legado de España a América con el de otras colonizaciones europeas en todo el planeta.

Con sus muchos defectos, nuestra política indiana partía del interés por los indios y de su reconocimiento como personas. De ahí que la monarquía autoritaria y misionera de España les ofreciera lo que entonces se consideraba el más importante de los derechos: el acceso a la salvación eterna. Más tarde, los estados surgidos de la revolución francesa y de las revoluciones americanas ofrecieron a sus ciudadanos un nuevo valor supremo: la libertad. Pero en América latina, sin el primer ofrecimiento, el segundo no se habría dirigido a todos los ciudadanos. En cambio, las políticas coloniales que se desarrollaron en la América septentrional, y también en Oceanía, se desinteresaron de entrada y casi por completo de los indígenas, que fueron segregados del cuerpo social y acantonados en reservas que, como escribió un tratadista español, eran y son «museos vivientes sin influencia en el país».

En el modelo hispánico nadie quedaba excluido. Ciertamente, el tren era muy lento y además había mucha distancia entre la locomotora y el furgón de cola; pero ningún vagón quedó en vía muerta. Ello permitió la gradual incorporación de los indios al modo de vida de los españoles y así surgió también el mestizaje, al que el constitucionalista mexicano Rodolfo Reyes llamó «el milagro americano». Los Estados Unidos de América han ido y van por delante de México en muchas cosas; pero en México un indio, Benito Juárez —el zapoteca que vivió en castellano, como le llamó el propio Reyes— fue presidente ciento cincuenta años antes que Obama.

Pues bien, tras la emancipación americana, tanto España como las veinte repúblicas del nuevo continente siguieron durante largo tiempo una trayectoria histórica oscura, melancólica y descendente. Su entrada en la edad contemporánea fue todo menos brillante y exitosa; y las relaciones hispano-americanas fueron fragmentarias y poco relevantes. Hoy las cosas han cambiado. España se ha convertido en el primer inversor en América Latina y ha recibido una pujante inmigración latinoamericana. Sobre todo: tanto España como muchos países de la que podemos llamar nuestra América son desde hace años democracias estables que disfrutan de una creciente prosperidad económica. Quizá desde ese éxito compartido podamos volver la vista atrás y contemplar de manera distinta y más equilibrada las vicisitudes de la vieja «controversia de Indias», llegando al menos al acuerdo de que, como dijo Francisco de Vitoria al comienzo de su primera Relectio de Indis, tal controversia no fue inútil ni ociosa.

Por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, profesor del Instituto de Empresa.

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