El veredicto de la turba

Se lo dije hará un par de meses a ese hombre bueno y justo que cada día nos ofrece testimonio fiel del ruido de la calle. «Raúl, España entera está sub iudice». Sí; España es un gran estrado donde todos, unos haciendo de tribunal de la plebe, otros de jueces de horca, otros de fiscales de gallinero y el resto de abogados del diablo, juzgamos a todos y hasta mandamos a la guillotina, como sucedió la semana pasada con una conocida cantante en un esperpento que recuerda a los jacobinos comités de salud pública.

Este fenómeno que desde hace tiempo sucede en la justicia española trae causa, según lenguaje forense, de hechos criminales que no sólo hay que lamentar por sí mismos, sino que es necesario perseguir hasta lograr, si hubiere motivos, la condena de sus responsables. Pero a partir de ahí, en la actividad procesal y extraprocesal se producen comportamientos que tendrían que provocar en el ciudadano medio estupor y rechazo, a partes iguales.

No cabe duda de que si los medios de comunicación se ocupan con tanta asiduidad de los asuntos penales, es porque la gente se interesa mucho por ellos. Para muestra, varios botones: el juicio que da pie a estas líneas, respecto al cual, por cierto, en mi opinión, el acto judicial de lectura de la sentencia en audiencia pública no requiere la presencia física de los acusados; el proceso contra Francisco Camps que ha concluido con la decisión del Tribunal Supremo de confirmar el veredicto de absolución del jurado; el caso Marta del Castillo que, al parecer, puede reabrirse por la nueva versión del hasta ahora único condenado; el asunto Gürtel que instruye el juez Pablo Ruz; el de los ERE falsos que investiga la juez Alaya, de Sevilla; el del ex ministro José Blanco, aforado en el Tribunal Supremo; el de Iñaki Urdangarin con la imputación de su mujer, la Infanta Cristina de Borbón. Y así hasta completar una larga lista.

También es un hecho probado que en estos asuntos con tirón popular, la gente, la mayoría de las veces excitada, que no alarmada, se lanza, sin más, a pronunciar sus personales veredictos. Son jurados vociferantes que tienen como único razonamiento un amplio argumentario de fobias o filias, según los casos. La curiosidad del público por esos sumarios penales tiene no pocas veces un aspecto lúdico. El juicio a un acusado de postín o a una imputada de campanillas sirve al personal para olvidarse de su propia vida y ocuparse de la del prójimo e incluso para amortiguar sus angustias y penurias con una especie de «pan y circo judicial». La atracción por esos procesos ha creado una justicia de patio de vecindad, donde en lugar de cotillear de la inquilina del tercero izquierda, lo hacemos de personajes sentados en el banquillo o entrando, a ser posible esposados, en una sede judicial. La actitud de la gente respecto de los protagonistas de estos procesos es la misma que la multitud tenía frente a los gladiadores que combatían en la arena. Cuando sobre alguien recae la condena e incluso la mera sospecha de haber cometido un delito, es dado ad bestias. La fiera, la indomable fiera, es la chusma. De este modo el individuo es descuartizado.

La publicidad es el alma de la justicia, lo sé y ahí está el artículo 120.1. de la Constitución que responde a la idea del control popular sobre el modo de administrar justicia. Pero mantengo que el proceso penal ha degenerado en desorden, en bulla y griterío, una situación de la cual es culpable también determinada prensa que a menudo sigue los asuntos con temeraria imprudencia y, alguna vez que otra, con descarada desvergüenza, contra la que casi nadie es capaz de reaccionar. Hay casos en los que ningún interés público de informar compensa los efectos destructivos que tiene un juicio aireado en prensa, radio y televisión. Quien como acusado ha estado expuesto en el palenque de la opinión pública, aun cuando resulte absuelto –verbigracia, el caso de Francisco Camps– probablemente se despedirá de este mundo con la marca de un proscrito. No se olvide que la publicidad del proceso penal descansa en su profundo valor educativo. El descubrimiento del delito y el castigo de sus autores, de imperiosa necesidad, se ha convertido en un tipo de Gran Hermano judicial donde los participantes son vigilados, analizados y despechugados. Los testigos, olfateados como la perdiz por el perro perdiguero; después, en ocasiones, sugestionados. Los abogados, blanco de fotógrafos, aunque los hay que con intenciones aviesas buscan el foco.

En este declive del proceso penal un síntoma de gravedad es la galopante devaluación del «buen derecho». Los casos «célebres» con personajes de «renombre» –las comillas las pongo adrede– son importantes no por su dimensión jurídica, sino por culpa de algo accidental que apela a los sentimientos y distorsiona el juicio. Para llegar a conocer esta perversión de los juicios llamados «de papel», quizá fuera saludable leer algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo de EEUU que declaran la nulidad de las actuaciones por violación del due process –derecho al proceso justo– al considerar que la publicidad masiva del juicio con abuso en el ejercicio de la libertad de expresión quebrantó el derecho de defensa del acusado.

Hoy más que nunca, el drama de la justicia penal demanda una solución urgente. Han de callar los berreones, al igual que han de terminar los toques de rebato, que son juicios sumarísimos celebrados a modo de un repugnante programa de telejusticiabasura. Quede claro que al censurar estas prácticas, aparte de faltarme originalidad, no estoy patrocinando restringir la libertad de expresión. Tan sólo trato de lamentar la creciente infravaloración de las garantías constitucionales y formales del proceso en la que algunos incurren y el abuso de lo que Francisco Tomás y Valiente llamaba «fruicción condenatoria», creando así una tensión agobiante que nunca es buena para la administración de justicia.

Nuestro Nobel de Literatura Camilo J. Cela nos advertía a menudo que en España sobra pasión y falta serenidad. A los tribunales populares nunca les gustó la mesura. Tampoco las formas. La solemnidad para ellos es una liturgia en chándal y para andar por casa o, si se prefiere, de casa en casa, que tanto monta, una ceremonia que prefiere el meollo al cogollo. La abundante cosecha de imputados y enjuiciados agarrotados puede servir de adorno para las plazas públicas o de decorado de algún programa de televisión donde las conductas prójimas se juzgan por zafios jueces de palo, pero jamás un referente de la justicia que, en cualquier supuesto, debe ser neutral, sosegada y fría.

Siempre me produjo náuseas la necedad de las hordas justicieras. En España, país cainita y de odios retenidos en el que no pocos debieran desayunar bocadillos de valium 10, empieza a producir pánico el empleo de la quijada de burro por un populacho de leguleyos tecnificados, rábulas de teléfono móvil y zurupetos de redes sociales. La justicia es un sentimiento puro que las masas degradan con sus preferencias cerriles y sus gustos patibularios. La Justicia nació limpia y la estamos vistiendo con ropa sucia y chancletas viejas. Y en la mano, una balanza con los platillos trucados.

Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.

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