El vértigo de la incertidumbre

Desolación y vértigo se juntan... (Blas de Otero)

Los españoles que crecieron bajo la dictadura y en un país subdesarrollado con tasas de analfabetismo cercanas al 50%, aislado internacionalmente y con las heridas de la guerra civil aún abiertas, impulsaron un proceso de cambio, de trascendencia histórica, que cristalizó en la Constitución de 1978. Aquella Transición que nos llevó de la dictadura a la democracia, que logró la reconciliación civil, y que permitió tres décadas de crecimiento económico y progreso social, fue solo posible gracias al inteligente y generoso espíritu de pacto que animó a los líderes políticos de aquel momento, que demostraron estar a la altura de lo que España necesitaba.

En octubre de 2011, poco antes de las elecciones generales, publiqué un artículo en estas mismas páginas poniendo en evidencia que, además de la superación de la crisis económica, los grandes retos políticos que tenía entonces planteados nuestro país eran la regeneración de nuestra democracia, aquejada por la corrupción y el consiguiente desprestigio de la clase política; la reforma de la Constitución; y las reformas de la justicia, la educación y la sanidad. Señalaba también que era preciso que todas estas reformas se acometieran de manera consensuada entre los principales partidos políticos. El Gobierno, elegido por mayoría absoluta, si bien afrontó con acierto la gestión de la crisis económica, no entendió ni la imperiosa necesidad de estas reformas ni la necesidad de pactarlas con los principales partidos de la oposición, perdiéndose así una oportunidad histórica.

El vértigo de la incertidumbreLa situación que nuestro país contempla hoy, después de las últimas elecciones generales, con la destacada excepción de la mejoría de la situación económica, es, en lo esencial, la misma que teníamos al comenzar el año de 2012, pero habiéndose agravado los problemas que ya entonces exigían una inmediata acción política.

El más perentorio es la “cuestión catalana”, que ha empeorado en los últimos cuatros años de manera inconmensurable. El Gobierno y el Parlamento de Cataluña han iniciado el proceso de independencia, por muy retóricas que sus declaraciones y gestos puedan parecer. Si bien los ciudadanos independentistas no son mayoría, no puede ignorarse la grave desafección que sienten muchos de los restantes catalanes respecto de España. Aunque el camino emprendido por la Generalitat y el Parlamento catalán pudiera no llevar a ninguna parte, la situación causará, en todo caso, gravísimos perjuicios a Cataluña y, por ende, a todo el país. En definitiva, se ha abierto la caja de los peores recuerdos históricos, el de los enfrentamientos cainitas entre españoles, y el primer enfrentamiento será, sin duda, el que se produzca entre los ciudadanos catalanes que quieren independizarse y los que deseen seguir siendo, al tiempo, catalanes y españoles.

La Constitución, casi cuatro décadas después de haber sido promulgada, debe reformarse para evitar su quiebra, esto es, la pérdida de su virtualidad operativa, bien por su ineficiencia, bien por perder la legitimidad de su reconocimiento. Por ejemplo, existe un acuerdo muy generalizado sobre la conveniencia de establecer una nueva regulación para el Senado, de cambiar las normas de sucesión de la Jefatura del Estado y de mejorar el sistema electoral considerando, entre otras medidas, la posibilidad de listas abiertas; pero, sobre todo, resulta imprescindible abordar lo referente a la vertebración territorial del Estado, que es la cuestión peor resuelta en la Constitución. En efecto, en 1978 se estableció un proceso abierto de descentralización que, a través de los sucesivos cambios de los distintos estatutos de autonomía, ha puesto en peligro la integridad territorial del Estado y el buen funcionamiento de la Administración pública, proceso que hay que terminar de cerrar. A estos efectos, los cambios constitucionales aprobados hace pocos años en Alemania y en Canadá pueden servirnos de referencia. También es evidente que un referéndum sobre la reforma constitucional convocaría a todos los ciudadanos españoles para decidir sobre su futuro político, renovándose la ilusión colectiva por un proyecto político compartido.

A los otros problemas que estaban pendientes se han unido ahora dos más, de carácter social, cuya importancia no cabe minimizar: la aún altísima tasa de paro, y el aumento de la desigualdad, que ha situado a casi el 40% de la población española bajo el umbral de la pobreza, incluyendo a muchos ciudadanos con empleo. No afrontar lo anterior con todos los medios posibles constituiría, además de una insolidaria ceguera, un gravísimo error político.

En definitiva, es imposible, con un mínimo de perspectiva histórica y de conocimiento de la realidad, negar la evidencia de que España precisa que los principales partidos constitucionalistas pacten la reforma de la Constitución, la regeneración del sistema político, la manera de abordar una vez más en nuestra historia la “cuestión catalana” y las convenientes medidas de urgencia social, propiciando luego la formación de un Gobierno capaz de gestionar este proceso político. El reto tiene una envergadura semejante a la de la Transición por lo mucho que está en juego: consolidar los logros de los últimos 35 años; ofrecer a los ciudadanos un marco de confianza que permita iniciar otro periodo de crecimiento en paz y libertad para conformar nuestro inmediato devenir; y continuar desempeñando el importante papel que nos corresponde en Europa. Tan evidente es esto como lo lejos que están en este momento nuestros líderes políticos del camino necesario para lograrlo.

La principal dificultad para formar un Gobierno es la necesidad de pactar previamente el correspondiente proyecto político entre quienes, según parece, carecen de la voluntad de pacto o, en todo caso, de los necesarios puentes de diálogo. No se trata simplemente de buscar votos para conseguir una investidura, sino de establecer previamente ese acuerdo entre las principales fuerzas que representan la centralidad de nuestro sistema político —PP, PSOE y Ciudadanos— que permita llevar a cabo este proceso, sin dejar de lado a las restantes fuerzas políticas. Es una hora en la que el interés de todos los ciudadanos debe prevalecer sobre el interés de los partidos políticos, y sus líderes tienen que demostrar talla de estadistas y lo que Galdós llamaría “un recto patriotismo”.

En el inicio de 2016, como resultado de la falta de entendimiento político entre el Gobierno en funciones y la oposición, vivimos el momento más difícil desde la muerte de Franco con excepción de las angustiosas horas del 23-F. No es de extrañar que la situación política haya pasado a ser el problema que más preocupa a los españoles. Haciendo un ejercicio de voluntarismo, la esperanza que nos cabe radica en pensar que la necesidad sustituirá a la virtud, y que lo no logrado en los últimos años podrá alcanzarse gracias a esa capacidad que tenemos los españoles para improvisar lo que no hemos sabido preparar adecuadamente. De no ser así, estamos abocados a nuevas elecciones de impredecibles resultados, sobre todo para el PSOE, según apuntan las encuestas.

Ahora todo son incertidumbres, incluyendo las posibles crisis que puedan plantearse en los principales partidos políticos por los pésimos resultados obtenidos. Nuestros políticos no deben olvidar que las sociedades precisan de un margen de certidumbre, y este margen hoy no existe en absoluto. Para que la sociedad española recupere su confianza es necesario que los líderes políticos entiendan responsablemente la naturaleza de las actuales circunstancias y sepan actuar en consecuencia, despejando algunas de estas incertidumbres de manera esperanzadora. En otro caso, como diría el poeta, la desolación y el vértigo se juntarían.

Gregorio Marañón y Bertrán de Lis es académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

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