Por Salvador Giner, catedrático de Sociología de la UB y presidente del Institut d'Estudis Catalans (EL PERIÓDICO, 02/04/06):
El afán de libertad es la aspiración más antigua del hombre. Sin embargo, solamente los tiempos modernos lo han asumido como cosa propia, como bien alcanzable por parte de todos. Nuestra civilización se ha edificado sobre ese anhelo.
A medida que nos adentramos en el siglo XXI vamos asumiendo con mayor serenidad las dificultades de hacer realidad esa gran aspiración. Por primera vez, los tiempos modernos ya no son tan nuevos. Ya llevan 200, 150, 100 años --según los cómputos de cada cual-- en plena marcha (hacia lo desconocido, por cierto). Llevan también, a cuestas, espantosas derrotas de la libertad: campos de exterminio, genocidios, hecatombes bélicas sin cuento, estados policía que son indignos incluso de una raza como la nuestra, la humana, tan amiga de la servidumbre voluntaria.
Mientras esto acontece, el determinismo más vulgar se populariza mediante una visión equivocada de la ciencia, al que se suma, desde otro flanco, la propaganda de los administradores de mitos y fantasías o sus profetas violentos. En esa tenaza perece hoy la razón. Los seudocientíficos niegan la libertad y los magos apelan a maldiciones y encantamientos, que también la obliteran. Se ahoga así la libertad. Diríase que creer en ella es cosa de ilusos.
Inaccesible al desaliento, el aparato mediático continúa presentando la libertad como si fuera fácil. Desde cada pantalla catódica fuerzas anónimas nos prometen libertad. O más bien un sucedáneo. Habrán visto ustedes fotos publicitarias de automóviles en los que el vehículo en venta aparece en medio de un verde valle, o entre montes agrestes, o junto a un lago solitario de cristalina superficie. El mensaje del anuncio, la libertad. Todos sabemos que es un embuste: el coche ensucia, nunca está solo en ninguna parte, no hay campo sin él, es caro. Hasta en el desierto los hay. ¿Recuerdan la obscenidad antiambiental del Rally Dakar? ¿Saben ustedes cuántos viajeros europeos con sus camiones recorren, surcan y degradan el Sáhara año tras año? Son libres, creen, pues pueden pagárselo. ¿Lo son los millones de telespectadores que contemplan embelesados la violación estruendosa de las dunas? ¿Las gentes miserables que se cruzan con los turistas, que sólo esperan montarse en un cayuco y alcanzar vivos alguna isla canaria? Si todos gozaran de libertad motorizada, el desierto desaparecería en un santiamén, como han desaparecido tantos lugares silvestres bajo la bota inmisericorde del turismo masivo.
LA PROMESA DE libertad para todos se plasma hoy, sobre todo, en la tecnología cibernética y digital. Se asume que el llamado ciberespacio nos permite explorar el mundo ilimitado de las ideas, la cultura y el saber, o establecer relaciones y profunda comunicación entre seres autónomos. Desde la ciberexploración telemática a la confección democrática de textos abiertos al diálogo --la blogosfera-- ese mundo recién puesto al alcance de un vasto número de usuarios promete aún mayor libertad. Una mínima consideración de ese universo emergente, sin embargo, produce cierta perplejidad. Es innegable que el acceso internético a cualquier campo puede a veces aumentar la información y hasta el conocimiento. Que éste último, a su vez, conduzca a la sabiduría no hay prueba alguna.
Tal vez los intercambios internéticos hayan acrecentado algunas posibilidades: encontrar pareja, por ejemplo; o convocar una manifestación cívica contra un Gobierno embustero, como ocurrió aquí hace dos años. Pero también se puede convocar un botellón masivo para producir una orgía incívica en la que nadie --salvo los encargados municipales de la limpieza-- se va a ocupar de dejar calles y plazas tan limpias como estaban antes de la juerga infantiloide y espesa. Que eso no es libertad hecha posible por la tecnología telemática no necesita explicación.
La opulencia digital de la que gozan las poblaciones de países prósperos se propugna como un nuevo espacio de libertad: para comunicarse, saber más, elaborar un espacio cívico de conversación democrática, crear comunidades de ciudadanos unidos por intereses similares, ejercer la crítica. Únicamente un cenizo sin remedio negaría estas posibilidades. Son reales y han aumentado la capacidad de algunos para enriquecer su ámbito de percepción y juicio, para ser, de veras, más libres.
SURGE, SIN embargo, una insidiosa duda. Si la expansión de la prensa y de la educación no siempre incrementó la libertad ni frenó la producción industrial del terror, la manufactura política del fanatismo, y otras delicias de igual calaña, tampoco garantiza una mayor libertad la expansión digital de hoy. La estafa bancaria, la calumnia anónima, la prensa amarilla, la pornografía infantil, la superchería religiosa tienen en el invento digital su mejor y diabólico soporte.
La libertad es y seguirá siendo una aspiración que se realiza en el marco de unas restricciones y fronteras. Éstas sólo se franquean felizmente si se sabe por qué y para qué. La libertad atolondrada que se ofrece hoy en día arranca de la mentira más dañina: la que afirma que libertad es igual a no sufrir represiones ni tener límites. Ésa es la libertad botellón. La libertad con escape libre. La del cibernauta que no sabe a dónde va y que está encantado de haber conocido el vacío porque piensa que es el cosmos. Ésta es una suerte espúrea de libertad. Tiene el atractivo fatal del vértigo. Como tal arrastra a su precipicio a unas gentes que se dicen libres. Sin saber que no lo son.