Paul Kennedy ocupa la cátedra J. Richardson de Historia y es director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 03/05/06):
¿Cuál fue la parada más importante que hizo en su reciente viaje alrededor del mundo el presidente chino Hu Jintao? No fue Yale, aunque el presidente Hu dijo algunas cosas muy amables en mi universidad sobre las relaciones históricas y culturales entre China y Estados Unidos. Y, desde luego, no fue la Casa Blanca, donde los lugares comunes y los brindis cubrieron la falta de cualquier acuerdo sustancial sobre asuntos como los reajustes de divisa, los desequilibrios comerciales o cómo cooperar en relación con Darfur, Corea del Norte e Irán.
Sospecho que fue mucho más significativa, desde el punto de vista chino, la visita que había hecho previamente el séquito de Hu Jintao a los cuarteles generales de Boeing y Microsoft, dos símbolos y puntos fundamentales de la nueva y floreciente relación industrial y tecnológica entre las dos orillas del Pacífico.
Dada la tendencia de Bush y el Congreso a dar lecciones a dirigentes extranjeros sobre sus fallos morales (violaciones de los derechos humanos, Tíbet) o sus prácticas comerciales injustas, seguro que fue mucho más agradable sentarse a hablar con unos empresarios yanquis sobre aviones y programas informáticos.
Pero ni siquiera la etapa de Seattle puede compararse en importancia con la visita del presidente Hu al rey Abdalá de Arabia Saudí, una visita relegada a las páginas interiores en los periódicos estadounidenses, si es que informaron de ella.
Fue un encuentro sin retórica pero con acuerdos prácticos. Ni el monarca saudí ni el presidente chino se caracterizan, digámoslo así, por su interés en favorecer los derechos humanos, así que ¿para qué se iban a detener en ese punto cuando había temas más importantes de los que hablar, como la energía, las ventas de armas y los acuerdos comerciales?
Y no hace falta un maestro de la diplomacia como Henry Kissinger para explicar la atención absolutamente crucial que Riad y Pekín están prestando a este nuevo matrimonio de conveniencia. Arabia Saudí es, con gran diferencia, el mayor productor y la mayor fuente a largo plazo de petróleo, y la economía china, que sigue creciendo a un ritmo aproximado del 10% anual, está convirtiéndose en el mayor consumidor de este producto.
En su recorrido por el mundo en busca de petróleo, gas natural y otras materias primas para alimentar su expansión económica, Pekín está cultivando toda una serie de nuevas relaciones con países que antes eran ideológicamente hostiles o, simplemente, no le interesaban gran cosa (las relaciones de China con muchas naciones latinoamericanas son un buen ejemplo). Pero no hay muchos lazos que puedan equipararse en importancia a la relación con Arabia Saudí.
La visita del presidente Hu a Riad coincidió con la noticia de que los precios del petróleo habían alcanzado una nueva marca al superar los 75 dólares el barril en los mercados mundiales. Fue verdaderamente una coincidencia, porque los operadores estaban pujando más alto como reacción ante las incertidumbres políticas en Irak, Irán y Nigeria.
No obstante, incluso aunque todos esos problemas remitieran, y aunque los países productores de petróleo aumentaran su producción (como les han rogado los ministros de economía del G-7), no creo que los precios vayan a bajar otra vez hasta los niveles que tanto desean los estrategas de la Casa Blanca. A falta de algún nuevo hallazgo extraordinario e imprevisto, los precios del crudo parecen destinados a permanecer muy arriba.
La diferencia entre la demanda y la oferta mundial es demasiado pequeña, y cualquier fractura en la cadena de suministro -debido a otro huracán en el Golfo o a un atentado terrorista contra unas instalaciones o un oleoducto- dispararía de nuevo los precios.
En cualquier caso, países como China e India van a necesitar cada vez más energía importada, y lo que les hace falta para cubrir sus necesidades bastará, por sí solo, para garantizar que el conductor estadounidense no va a poder contar (ni tampoco los países acosados por la deuda en África) con el alivio de ninguna bajada en los precios del crudo y el gas. Si las reservas disminuyeran a niveles verdaderamente preocupantes, siempre le será más fácil pagar esos precios a China (con su enorme superávit comercial) que a un Estados Unidos tambaleante bajo el peso de sus inmensos déficit actuales.
Hace dos siglos (en 1792), los británicos enviaron una delegación de alto rango, encabezada por Lord Macartney, a la corte del emperador chino, con la esperanza de negociar un tratado comercial. Pero el emperador vio los diversos objetos y chucherías que le habían llevado como regalos y declaró que no había ningún producto extranjero que el Reino del Centro pudiera necesitar, cosa que seguramente era verdad en aquel entonces. La famosa "Misión Macartney" se retiró con gran confusión. Tal afirmación no sería hoy cierta, como han demostrado las visitas de Hu Jintao a Seattle y especialmente Riad. Ello no quiere decir que China haya entrado en un estado de dependencia que le obligue a rendir tributo (a "doblegarse") ante Boeing, Microsoft o el ministro saudí del petróleo. Con los tres ha negociado en términos de igualdad, del mismo modo que trata a la Casa Blanca como una gran potencia equivalente, no superior.
Es posible que China esté recobrando a toda prisa su antigua y cacareada posición como centro del mundo, en la medida en que tiene un papel cada vez más importante en tantos escenarios internacionales, desde Irán hasta África, desde el golfo Pérsico hasta el Estado de Washington.
En el siglo XXI no existe un emperador chino que viva todo el año en su palacio y sólo reciba a delegaciones extranjeras a regañadientes. Por supuesto, siguen siendo numerosas las misiones políticas y de negocios que viajan a Pekín y Shanghai, pero los dirigentes chinos son capaces de ver asimismo la importancia de viajar al extranjero.
Todo eso significa invertir un tiempo precioso, por lo que no es extraño que los asesores del presidente Hu racionen minuciosamente la duración de cada una de sus visitas. Al fin y al cabo, el tiempo es oro. Por eso es posible que un cronista futuro de la presidencia de Bush diga que fue significativa la relativa brevedad de las entrevistas del presidente con su homólogo chino, en comparación con las reuniones más prolongadas de la Misión Jintao con empresarios estadounidenses y el régimen petrolífero saudí.
Es llamativo, no cabe duda. O la Casa Blanca no pensó que merecía la pena organizar una visita de Estado más cargada de contenido, o los visitantes chinos no tenían deseos de permanecer más tiempo en Washington. Ninguna de estas dos conclusiones invita a pensar que la delicada relación entre Estados Unidos y China haya mejorado como consecuencia de esta reciente vuelta al mundo.