El vicio inglés

El hábito morboso de corregir a los adolescentes mediante la flagelación, infligida donde la espalda pierde su casto nombre, en la Inglaterra victoriana fue denominado certeramente por los franceses el vicio inglés, y cuentan los psicólogos que en aquella práctica está el origen de la frecuente inclinación sadomasoquista de los súbditos de su graciosa majestad británica. Pero ahora, a la luz del escándalo de amplia y generalizada corrupción descubierta en todos los sectores ideológicos de la Cámara de los Comunes, parecería que, con el cambio de los tiempos, el vicio inglés sería más bien la voracidad defraudatoria, la avaricia rampante y la lenidad fiscal de los representantes del pueblo llano.

Como es bien conocido porque la prensa de todo el mundo ha dado escandalizada cuenta de ello, un gran número de diputados de todas las filias y tendencias se ha aprovechado de un sistema muy laxo que permite a los parlamentarios disponer de 25.000 libras adicionales a su salario para mantener una segunda residencia, dado que todos ellos necesitan pasar una parte del tiempo en Londres y otra en su circunscripción electoral (los diputados londinenses tienen derecho a la mitad de dicha cantidad). Pues bien: los justificantes de gasto de esta subvención finalista han demostrado que dicho dinero era invertido en los más variados e indecorosos menesteres: limpieza de piscinas, gastos de jardinería, minutas del veterinario de los caballos y animales de compañía, caros muebles de diseño, reparaciones en la pista de tenis… Y en ocasiones, la residencia secundaria iba cambiando para maximizar los ingresos, o se cobraba por una hipoteca ya saldada, o se declaraba el mismo gasto varias veces. No se trata de corrupción en sentido criminal porque no hay venalidad, pero sí de corrupción ética, de conducta claramente inmoral. La irritación de la opinión pública británica, que se refleja en sus inflamados medios de comunicación, es bien comprensible, y hasta la reina ha manifestado su preocupación por el escándalo al primer ministro, temiendo, quizá, que estas conductas generen profunda desafección social hacia el sistema democrático.

Aunque es probable que esta propensión avarienta esté vinculada a la ética protestante y al espíritu del capitalismo (recuérdese la obra clave de Max Weber), por lo que nuestra política esté quizá más impregnada de idealismo que aquella, lo ocurrido en el Reino Unido, sede de la democracia moderna más antigua de la Tierra, tiene un corolario obvio: cuando existe un portillo abierto a la corrupción, muchos suelen deslizarse por él. De donde se desprende que la lucha contra la corrupción, que es una obligación del establishment político hacia el cuerpo social que sostiene el Estado con sus impuestos, no puede fiarse solo a la promulgación de pautas de conducta ni mucho menos a una benévola presunción previa de inocencia de toda la clase política: ha de basarse en rígidos y estrictos controles que garanticen la imposibilidad de cualquier transgresión.

El viejo axioma de lord Acton, «el poder corrompe», describe con bastante ecuanimidad la naturaleza humana. Y bien a la vista está el fundamento de tal diagnóstico cruel. De forma que aunque aquí muchos tengamos la convicción de que la inmensa mayoría de los políticos es honrada, la sociedad tiene derecho a que se establezcan unos controles inflexibles y estrictos que otorguen total transparencia a los ingresos y al patrimonio de nuestros servidores y representantes, y hagan casi imposible su venalidad.

Naturalmente, tales precauciones no servirían de mucho si los principales actores políticos no exhibiesen una estricta inflexibilidad moral contra la corrupción. Quien resulte razonablemente sospechoso de haber transgredido las normas en beneficio propio debe ser cautelarmente suspendido para evitar el riesgo de que la sociedad quede en manos de desaprensivos. Y quien haya sido condenado, ha de ser radical y absolutamente apartado de cualquier tarea pública. Cierto que la presunción de inocencia resume un inalienable derecho fundamental, pero también es incuestionable que ese derecho ha de equilibrarse con el que tiene la ciudadanía a poder confiar en la escrupulosa integridad de sus gobernantes.

En nuestro país hemos asistido a espectáculos lamentables, como el de los aplausos de la muchedumbre a alguna autoridad municipal detenida por la Guardia Civil por graves infracciones urbanísticas, o el de personajes dudosos que se han enriquecido ilícitamente y han conseguido mantener su ascendiente en sus organizaciones, o el de corruptelas detestables que han sido discretamente ocultadas bajo una cortina de humo por gratitud o por cualquier otra causa. Hace falta, en fin, una reacción moralizante y airada que ponga fin a tales comportamientos impropios, que arruinan la conciencia fiscal e indignan al ciudadano honrado. Porque, como escribió certeramente Montesquieu, «no son solo los crímenes los que destruyen la virtud, sino también las negligencias, las faltas, una cierta tibieza en el amor de la patria, los ejemplos peligrosos, las simientes de corrupción; aquello que no vulnera las leyes pero las elude; lo que no las destruye pero las debilita»

Antonio Papell, periodista.