El victimismo como cristianismo 2.0

La identidad es, hasta la fecha, el gran tema del siglo XXI. El cuestionamiento identitario ―individual y colectivo― ha sobrepasado a los otros grandes asuntos filosóficos recientes como la libertad, la naturaleza del mal y el lenguaje. Nuestros actos obedecen, con frecuencia, a la búsqueda de una respuesta a esa incógnita existencial: quién soy, qué espero de mí, qué se espera de mí, qué deseo que se espere de mí.

En apariencia, la sociedad actual condena el gregarismo. Todos procuramos ser nosotros mismos, hablar con sinceridad, ser auténticos, vivir con independencia, ir a contracorriente y formar nuestro propio criterio, único e intransferible. Los medios de comunicación nos estimulan con continuos mensajes individualistas para distinguirnos de la masa y, poco a poco, el mundo tecnológico de hoy dirige esa aspiración de individualismo ético y estético hacia un aislamiento físico y virtual ―valga la contradicción―, a una soledad con una interminable agenda de contactos y una desbordante oferta de entretenimiento a un solo clic de distancia.

En este contexto, en el que permitimos que nuestra relación con los demás se desarrolle a través de una pantalla, la ansiada autenticidad pasa por construirse una personalidad en las redes sociales a la altura de las propias expectativas. Un rápido vistazo a Twitter y a Facebook demuestra que no todos sus usuarios tienen el talento necesario para confeccionar una presencia independiente, audaz y genuina. Y es entonces cuando surge la paradoja: por inercia quizás, estos usuarios adoptan identidades rebeldes, heterodoxas y minoritarias ya inventadas. La exacerbación del individualismo cae así en la trampa de la colectividad.

Se trata de un tic adolescente: los hijos tratan de romper con la tradición de sus padres sin sospechar que sustituyen una tradición por otra, con sus propios atributos, ídolos, ritos y mecánicas. Con los años, cualquier adolescente acaba reconociendo que esa tensión constante entre contextualización de uno mismo e individualidad es irresoluble. La identidad descansa sobre un eje de abscisas y ordenadas, no sobre un mapa sin cartografiar.

La contemporaneidad es, al mismo tiempo, tecnológica y pasional, fría y caliente, metálica y carnal. En el período más científico de la Historia, aún seguimos comportándonos con resortes primitivos. Hay quien asegura que, presas de estas pasiones grupales y maniqueas, nuestro comportamiento nos lleva de regreso al tribalismo. Lo emocional barre el pensamiento crítico. Sólo así se explican los grandes hitos de esta década: las políticas populistas, el brexit, Trump y los nacionalismos. Sin embargo, no se trata tanto de que lo emocional haya superado a lo racional como de la confusión existente entre lo que es emocional y lo puramente religioso.

Se atribuye a Chesterton aquello de que cuando el ser humano deja de creer en Dios es capaz de creer en cualquier otra cosa. Desde que Nietzsche certificara su muerte, las experiencias colectivas cumplen hoy las antiguas funciones de la religión. El sentimiento de pertenencia a un grupo con un objetivo común, ya sea deportivo, social o político, nos ofrece un entretenimiento contra el tedio, una dirección contra la zozobra, un orden contra el caos, un sentido contra el absurdo, un propósito contra lo efímero, una trascendencia contra la muerte.

Freud enunció en la Psicología de las masas y análisis del yo que una multitud es un caldo de cultivo de fanáticos. En medio de la masa, una persona pierde todo discernimiento. Cualquier proceso intelectual se limita a lo uno o su contrario. La fe, en tales casos, está por encima de todo y es el aliento que interconecta a sus integrantes, elevándolos hacia una promesa determinada. En semejante ambiente, el individuo se siente arropado por la inmensidad y conmovido por un amor cósmico que lo envuelve mientras entrega a la causa su libre albedrío. Mística a cambio de votos, dinero o likes. A gusto del consumidor.

Estos fenómenos no son nuevos. Existen desde que somos conscientes de que al día lesigue la noche y al invierno la primavera en un ciclo eternamente repetido. La repetición es orden y el orden alude a lo divino. Mediante el rito, que es pura repetición, las religiones han tratado de representar aquí en la tierra, como un espejo, el orden celeste. El efecto de la repetición es mágico. Una misma palabra coreada por una muchedumbre revela la estructura oculta de la existencia. Pone los pelos de punta. Hay algo inefable ahí.

En la actualidad tenemos muchos ejemplos de ritos colectivos: manifestaciones políticas, cánticos en estadios deportivos, #hashtags reivindicadores en Twitter, votaciones en urnas electorales (sean del material que sean), etc. Al igual que intercambiamos identidades y tradiciones, intercambiamos también sacramentos. Quizá como consecuencia o simple convergencia con otros factores, estos ritos colectivos se han intensificado en Occidente con el declive de la Iglesia, con la que no por casualidad comparten componentes. El 15-M, el movimiento LGBTIQ+, el feminismo, el independentismo, el fútbol y otros fenómenos identitarios de estos últimos años casan bien con esta comparación.

La identidad de conjunto se forja por contraste. De puertas adentro, los nuestros; afuera, los demás. Sartre afirmó que el infierno eran los otros y pocos años después, al filo del cambio de milenio, el Papa Juan Pablo II concedió al filósofo francés que el infierno no era un lugar, sino «un estado del alma, un modo de ser de la persona en la que ésta sufre la pena de la privación de Dios». Fuera del paraíso terrenal, sólo quedan los condenados, aquéllos que no comprenden, quienes no tienen fe. Y ese argumento desactiva cualquier posibilidad de entendimiento entre ambos lados de la frontera.

Ese «estado del alma» de los otros debe estar regido por una imagen diabólica, causante del Mal en la tierra, el adversario de Dios. Según el grupo con que tratemos, esta figura maléfica se le adscribe a la Casta, al Sistema, al Dinero, al Heteropatriarcado, a Harvey Weinstein, a Trump, al Eje del Mal (George W. Bushdixit), a China, a Rusia, a la Unión Europea, a España, a Cataluña, al Real Madrid, etc.

Aunque en los estratos más marginales de la población el Diablo aún tenga predicamento, resulta curioso que hoy en día la Iglesia pase por alto al Maligno y culpe del Mal únicamente al ser humano y su libre albedrío. Fue Adán, en última instancia, quien mordió la manzana. Eliminar a la Serpiente de la ecuación sacó a la Iglesia del oscurantismo y la proyectó al nuevo milenio. La modernidad, por el contrario, ha recorrido desde entonces el camino inverso.

Como manda el canon del relato crístico, el cristianismo 2.0 también dispone de una panoplia de insignes y abnegados acólitos que, por contravenir el dogma en un momento dado, de la noche a la mañana se convierten en traidores y, por tanto, en enemigos a abatir.

También sobran ejemplos de este tipo: Meryl Streep, Lena Dunham, Alexis Tsipras, Pablo Iglesias, Albert Boadella, Luis Figo... Nada desestabiliza más un sistema de creencias que un renegado ilustre. Es la prueba de que también hay oxígeno fuera de nuestra cápsula, e incluso de que el aire sea allí más respirable. En la condena de la apostasía, pues, ya no basta la compasión con que se observa a quienes sufren «la pena de la privación de Dios», es necesario soltar a los perros celestiales de Twitter para infligir al apóstata el linchamiento perpetuo.

En el cristianismo, la clave para resolver la dicotomía entre Dios y el Diablo, entre el Bien y el Mal, corresponde a Cristo, un Mesías sacrificado. Desde su fundación con Abraham, Isaac y Jacob, el pueblo judío fue simultáneamente elegido y humillado a lo largo de toda su historia. La humanidad debía pagar en este Valle de Lágrimas por la afrenta del Paraíso, por la comisión del pecado original. Nacemos culpables del error heredado de nuestros Primeros Padres y sólo queda tener fe en la redención, que será llevada a cabo por Cristo, Dios sabe cuándo, en su Segunda Venida.

Somos, pues, víctimas de una trascendencia paralizadora que no está en nuestra mano; simples espectadores del pecado pasado y de la salvación futura. Basta con tener fe, levantar el puño, enarbolar banderas, retuitear discursos reivindicadores, mostrar consignas en redes sociales, lucir insignias en la solapa y recurrir a la política del gesto, que no es más que la antesala del rito.

Aceptada esta premisa victimista y vicaria, desde un principio el cristianismo parecía pensado para seducir a los oprimidos. El Sermón de la Montaña es el gran manifiesto revolucionario de la Historia. Ahí están los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los pacificadores y los que sufren persecución. Todas las minorías recibirán su premio.

Los discípulos de Cristo esperaban la venida de un Mesías guerrero y vengador, tal como anunciaron los profetas, pero éste se limitaba a sonreír y a pontificar sobre las bondades de poner la otra mejilla. De resignarse a ser víctima a cambio de la inmortalidad. Bastaba, de nuevo, con tener fe. De ahí buena parte del éxito del cristianismo y su propagación por el Imperio Romano. Y su inapelable modernidad.

Identificarse con el victimismo es natural. Todos hemos sufrido en nuestra vida alguna injusticia, en mayor o menor grado. La empatía surge de los estratos más rudimentarios de nuestro cerebro y sentimos como propio el padecimiento ajeno. Sin embargo, la víctima goza hoy de un prestigio que se confunde con lo heroico. Lo que en otros tiempos fuese motivo de íntima humillación, en la actualidad se proclama en público con orgullo, como si de una gesta se tratara, y obtiene una respuesta colectiva de reconocimiento, una suerte de gloria similar a la que perseguía el héroe clásico.

Pero, al contrario que éste, la víctima es pasiva, no ha hecho nada por alcanzar su categoría. Sólo sufrir y alzar la voz. Quejarse. Y al igual que sucede con el pecado original, la condición de víctima exime de responsabilidad individual. La víctima se refugia cómodamente en su comunidad de iguales y traslada todo el peso al enemigo.

Es un tic adolescente ―una vez más― en el que la moral de uno se delega en la del grupo correspondiente, sumiendo al individuo en un estado de inocencia hipócrita y, en última instancia, de envanecimiento. No en balde, en el punto culminante del Apocalipsis, tras haber vencido Cristo a sus adversarios, puede leerse: «Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder». El Cordero, finalmente, aplasta al Dragón. La síntesis de la moral cristiana: el auto sacrificio empodera.

El empoderamiento, sin embargo, produce desmanes, sea quien sea quien lo ostente. Ya empiezan a ser visibles sus efectos. La Historia nos ha enseñado que a lo largo del tiempo víctimas y victimarios intercambian máscaras. Dos mil años de cristianismo dan buena muestra de ello. Pero asombra comprobar hasta qué punto seguimos abriéndonos camino hacia el futuro con los viejos instrumentos de orientación propios de la práctica religiosa, aunque se esconda ésta bajo extraños disfraces. Si como civilización avanzada hemos decidido liberarnos de las ataduras de la religión, deberíamos deshacernos también de sus vicios.

El ser humano, no obstante, necesita creer que alcanzaremos una nueva Edad de Oro como aquélla de la que fuimos expulsados. Nos contamos cuentos de tierras prometidas para sobrevivir al vacío. A veces se consigue alguna cosa y la realidad se moldea, progresa, incluso mejora, pero la humanidad no puede cambiar el mundo, porque es incapaz de cambiarse a sí misma.

Javier Redondo Jordán es escritor.

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