El viejo futuro de una España indispuesta

Del 11-M al atentado de la Terminal-4 algo ha estado alterando el tono de la vida pública española y aunque, fuese indefinible, lo que se constata es que su efecto es como una herrumbre muy preliminar, como una sorda incitación a procesos -aún remotos y ciertamente remediables- de deterioro y discordia. Sobreviene en un período de crecimiento económico ininterrumpido. Si en aspectos desventurados sintoniza con otros procesos en la vida europea, su naturaleza es más bien autóctona y deriva de los males de la patria. España aparece como indispuesta consigo misma y la causa es ETA. ETA querría someternos a la tiniebla de un zulo.

Si hasta ahora la sociedad española se indisponía frontalmente con el terrorismo de ETA, ahora ETA -desde su estadio de mayor debilidad- ha conseguido en parte que las diversas posiciones que suscita se vean indispuestas unas con otras en una intensidad hasta ahora prácticamente desconocida. Cierto es que ante ETA tenemos incluso el derecho a estar desunidos, tenemos derecho a todos los derechos, a partir del fundamental derecho a la vida, pero como ciudadanía respondemos a la vez a un criterio de responsabilidad y deber. En el ejercicio de tal deber y responsabilidad se diría que la política -las políticas- nos han confundido, aunque fuese con la mejor de las intenciones. Hablamos de política en el sentido en que los españoles llevan haciendo política -cuando han podido- desde las Cortes de Cádiz.

Es en fases como la actual cuando se agranda la existencia de cualquier elemento disfuncional en el sistema político. Es como la veta espuria en una viga destinada a sostener el peso estructural de una construcción humana, como son las instituciones que un pueblo configura de forma soberana y el conjunto de normas de comportamiento que permiten hablar de «civitas». Vivimos actualmente indicios de una errática flaqueza de la vitalidad pública. Si esta ha de sustentarse en la articulación de la opinión pública, la española peca precisamente de volátil, de receptiva a influencias tan transitorias como pegadizas, de mimetismos por inmersión cuando no de las añejas tradiciones de la bronca y el trágala. Es una opinión pública endeble, tornadiza, más apegada a lo aparente que al arraigo reflexivo. Incluso en la ancha geografía de las clases medias el agitado centrífugo de la opinión pública tiene efectos muy inmediatos, turbadores y tan ajenos una vez más al entusiasmo constructivo que orteguianamente se define como un estado de ánimo en que se unen inseparablemente la alegría de proyectar y la seriedad del hacer. Muy al contrario, opinamos livianamente sobre lo que es serio y aplicamos una obtusa gravedad a lo que es banal.

A consecuencia de los errores y ambivalencias en el llamado proceso de paz, el nuevo estado de indisposición coincide con las más recientes inflexiones en el modelo de Estado, como ha sido el Estatuto de autonomía catalán. Es un rasgo manifiesto que, en sus vertientes más truculentas y periféricas, el particularismo es aliado del presidente Rodríguez Zapatero. El gran pacto vital de la Transición cedía generosamente ante las opciones particularistas a cambio de lealtad, en la medida en que eso podía significar convivir y no exclusión. No fue otra la inspiración en el redactado constitucional pero más de un cuarto siglo después el particularismo persiste, ETA mata y asoma una España indispuesta consigo misma.

Si los protagonistas de la generación del 98 detestaban la Restauración alfonsina, ahora ocurre que desde una complexión intelectual fácilmente descriptible -e incomparable con la del 98- la promoción de Rodríguez Zapatero detesta la Transición. Así se explicaría el apego tan relativo del zapaterismo a la propia Constitución de 1978 como fundación de algo, de una andadura histórica, de una concordia excepcional encarnada en la Corona. Del mismo modo que los nacionalistas atribuyen a la Carta Magna un contexto fáctico que la forzó a ser lo que es y que por tanto no merece sino un «lifting» periódico, se diría que Zapatero ve el texto constitucional de 1978 condicionado por las circunstancias negativas de una transición democrática que -según esa versión- obligaba a la memoria histórica a encerrarse en el armario, disimulaba fosas y favorecía a los malos frente a los buenos.

La alternancia política, el pluralismo y el noble afán de resolver los males de la patria permiten incluso que frente al terrorismo de ETA, de un gobierno a otro, se formulen estrategias que puedan llegar a ser contrapuestas, como se va viendo al comparar lo que hicieron los gobiernos de Aznar y lo que pretende Rodríguez Zapatero. Aún así, por lo que se va sabiendo, el «diálogo» propugnado y cercenado en la Terminal-4 sobrepasa la medida en que un Estado de derecho puede aventurarse en confines tan inexplorados. Una y otra vez, todas las tentativas llevan a una certidumbre poco original: estrategias de este fuste sólo pueden arbitrarse desde el entendimiento entre los dos grandes partidos. Frente a políticas y lideratos en busca de beneficios políticos a corto plazo, la práctica política que busca soluciones contrastables merece un regreso.

La España indispuesta es un viejo futuro cuando lo imprescindible para dar pasos hacia delante es la claridad en los objetivos, la visión de lo por venir. No es casual la pérdida de credibilidad en la escena internacional. Entre otras cosas, las iniciativas laicistas de Rodríguez Zapatero han restado sosiego al discurso de los valores en la vida pública española. Una política inmigratoria incierta no aleja la eventualidad de nuevos populismos en el voto municipal, con ecos de política de masas. La espesura partitocrática opaca los debates que serían propios de una sociedad civil. Desazona suponer que hemos entrado en tal etapa de suspicacias que la polarización política pueda esclerotizar el ejercicio de la ciudadanía.

El futuro que conviene es muy distinto a la suspicacia. Es el futuro de la sociedad del conocimiento, de incremento riguroso del I+D, de estabilidad institucional, interacción económica, política exterior sin funambulismo, ciber-riqueza, afianzamiento de la nueva cultura empresarial, enseñanza de calidad, inteligencia superadora. Para superar el invierno del descontento, ahondar en las virtudes cívicas no es lo mismo que jugar a la oca y tiro porque me toca. España está en el punto en que -como predijo Daniel Bell- el consumismo, el hedonismo y la permisividad que son fruto indirecto del capitalismo pueden erosionar las virtudes que lo han hecho alcanzable, como el esfuerzo, el ahorro, el afán de superación. El futuro de verdad es la España que quiere ser competitiva y sentirse a gusto consigo misma.

Valentí Puig