El vigilante soy yo

La reacción de los ciudadanos ante las limitaciones que ha impuesto el estado de alarma es, a mi juicio, una señal inequívoca de que de un modo muy mayoritario los ciudadanos hemos sabido responder responsablemente con nuestro comportamiento ante las exigencias que impone la epidemia que padecemos.

Una sociedad madura lo es, fundamentalmente, por la responsabilidad con la que actúan sus componentes. Es cierto que todas las sociedades precisan de unos ordenamientos legales que encaucen y estructuren la convivencia y las acciones de todos, pero no lo es menos que de poco valen las leyes si no hay un espíritu de colaboración y de responsabilidad por parte de sus destinatarios. La sanción que lleva aparejada el incumplimiento de la ley es sin duda alguna un acicate para cumplirla, y a la vez, es una garantía de su normal aplicación. Es frecuente, sobre todo en los países hispanos, que ante las leyes se busquen vericuetos y mecanismos para no cumplirlas o suavizar su cumplimiento, lo que se traduce en la ineficacia total o parcial de la norma. Es el fraude de ley.

El vigilante soy yoDe ahí que no haya mejor sistema para garantizar el cumplimiento de lo dispuesto que la responsabilidad personal de los ciudadanos. Es decir, que se cumpla la ley no tanto por el miedo a la sanción, sino por interiorizar como necesario para una buena convivencia la observancia de la norma. Evidentemente, la ley se cumplirá con mucha más normalidad si su contenido es razonable, claro y beneficioso para todos. Los controles que tienen los ciudadanos para que se puedan anular o corregir normas que no reúnan estas características son políticos y jurídicos. Los políticos se traducen en los votos que emitimos cada cierto tiempo para elegir a nuestros representantes. Y los jurídicos son los recursos -fundamentalmente ante el Tribunal Constitucional-, para anular total o parcialmente una ley.

Vivimos en un tiempo de hiperregulación legal, de modo que es prácticamente imposible que durante un día normal en que salimos de nuestra casa no acabemos contraviniendo alguna norma, a pesar de nuestro propósito de que no sea así. Eso es cierto, y es una llamada de atención al Legislativo, y también al Ejecutivo, de que nuestra vida cotidiana debe tener más flexibilidad y libertad que la que nos ofertan las minuciosas regulaciones que llevan, por ejemplo, a ver en el BOE una normativa referida al tamaño y color de las legumbres para exportar. Y ahí es donde tiene un papel muy importante la responsabilidad de los ciudadanos que cumplen la ley casi con independencia de que no cumplirla sea motivo de una sanción. No hay ley más eficaz que aquella que se hace costumbre en nuestra vida. Ningún ejemplo más claro que el circular por la derecha; cuando lo hacemos no tenemos ninguna sensación coactiva porque ya se ha hecho costumbre en nuestra movilidad. Es casi imposible vigilar y controlar todos los actos de nuestra vida que tengan, por ejemplo, trascendencia tributaria, y, sin embargo, con unas políticas de incentivos fiscales, y sobre todo con una educación cívica que haga a cada uno responsable y solidario con la sociedad, podría lograrse que las normas se cumplieran en actuaciones menores pero muy frecuentes de nuestra vida. La pregunta de «con IVA o sin IVA» es un buen ejemplo de ello.

Pero para lograr ese espíritu de responsabilidad social hay que hacer un gran esfuerzo en las escuelas para que desde pequeños nos inculque ese espíritu de solidaridad que difícilmente se puede imponer por decreto. Entre nosotros más bien está extendido el criterio de que «es de tontos» declarar pagos pequeños o medianos que hacemos en nuestra vida. Y eso es casi imposible controlarlo si no es por uno mismo que se hace responsable de sus actos y solidario con la sociedad en la que vivimos. Pero todo lo dicho tiene como contrapartida que la Administración controle los gastos, tanto en sus cuantías como en sus contenidos, ya que no hay nada más desanimante para el que paga impuestos que ver cómo se malgasta o se derrocha lo que ha ingresado con el sudor de su frente. El viejo dicho de «predicar con el ejemplo» tiene aquí un valor muy alto.

De cualquier forma, no podemos olvidar que para cumplir hay que conocer lo que haya que cumplir, y esa es una tarea que ahora resulta una «hazaña». Hay que exigir, sobre todo a la Administración, que dicte normas claras y de fácil cumplimiento. Las normas no pueden entrar en nuestras vidas como «caballo en una cacharrería». La diarrea legislativa, agudizada por las autonomías, hace muy complejo que se puedan cumplir todas y cada una de las prescripciones que afectan a nuestras vidas. Cada año ven la luz miles de disposiciones que intentan regular nuestras vidas desde que nos despertamos hasta que nos dormimos al final de la jornada.

Un fenómeno que a mí siempre me ha impresionado es la huelga de celo o de reglamento, que es la huelga más dañina, porque es aquella en la que los huelguistas, para hacer el mayor daño posible, lo que proponen es cumplir la ley al pie de la letra. Aparte de lo difícil que resulta lograr ese objetivo, se produce un efecto letal: todo se paraliza. Ahí tenemos los ejemplos de las huelgas de celo en las compañías aéreas, en las aduanas, en los hospitales, etc.; todo lo que sea cumplir estrictamente y al pie de la letra la ley hace casi imposible su cumplimiento. Por eso muchas veces el contenido de la ley tiene algo de deseo de lo que «debe hacerse» más que de lo que «se haga», por suponer un esfuerzo desproporcionado. Pero para que nadie se llame a engaño, cuando se produce un incumplimiento cae, a veces, sobre el infractor descubierto la sanción prevista, haciendo realidad la frase de «caiga sobre él el peso de la Ley»; es decir, «ojo, que si no cumples, lo pagas».

En definitiva, resulta muy importante -sobre todo y como he dicho-, en el plano educativo, el inculcar a los ciudadanos desde niños un espíritu de cumplimiento de las normas, por responsabilidad personal y social, más que por las sanciones que entraña el incumplimiento. De lo contrario, no hay suficientes vigilantes o inspectores para lograr que se cumplan las leyes. Esa tarea de que se adapten nuestras vidas al entramado de los mandatos legales democráticamente elaborados por convencimiento y responsabilidad personal, y no por miedo a la sanción, supone un avance muy notable en la eficacia y armonía de la vida social. En todas las circunstancias, y especialmente en las dramáticas que estamos viviendo, nada hay más cierto que el mejor inspector es uno mismo.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es Académico de Número de la Real de Jurisprudencia y Legislación y Miembro del Colegio Libre de Eméritos.

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