El virus cultural postmoderno

Montesquieu clamaba «Que nos dejen ser como somos». Pero ¿quién decide cómo somos en realidad? La sociedad ha cambiado radicalmente, no sólo aquí sino en todo Occidente. Este cambio ha tenido dos vertientes: una claramente positiva (en España, por ejemplo, hemos evolucionado hacia una democracia liberal y entrado en Europa), pero existen aspectos bastante más cuestionables. La postmodernidad comienza con el movimiento hippie y el mayo del 68, lo que se ha llamado «contracultura». Proponía sustituir la cultura tradicional por otra caracterizada por mayor libertad, creatividad, espontaneidad y lucha contra la autoridad. Esto se plasmó en el arte (abstracto y surrealismo), la filosofía y la política. El psicoanálisis acompañó ese movimiento con su apuesta por lo inconsciente, incluido el empleo de drogas psicodélicas y LSD. Jean-Fraçoise Lyotard (La condición postmoderna) sería uno de los representantes más notables del nuevo movimiento, que se caracterizaría por la pluralidad, por incluir discursos, lenguajes y relatos distintos casi para cada ocasión o grupo social, lo que derivaría en el concepto de multiculturalidad: una sociedad compuesta por minorías que conviven en supuesta libertad creativa cada una con su propio relato y lenguaje. Todo ello lleva a relativizar el concepto de verdad, cuestionar al sujeto y negar los intentos de encontrar un fundamento seguro a todo, aunque sea científico. No obstante, el propio Lyotard se daría cuenta de que este relativismo podía legitimar la supervivencia del discurso neonazi como un elemento más de una sociedad plural.

En la práctica esta «nueva» idea-fuerza fue poco a poco completada y aprovechada por políticos, «algunos showmen» y una pléyade de agentes y plumillas a granel que se beneficiaron de la «imagen-manía» y de las sombras de Internet y las redes sociales. Como consecuencia, se ha convertido en una suerte de virus que contamina todo el cuerpo social, un relato dominante conformador de mentes y voluntades, compuesto de elementos potencialmente contradictorios y ambivalentes capaces de poner en peligro incluso la misma libertad. Por razones de espacio vamos a destacar solo tres factores: –El poder de modas primitivas Siempre han existido modas, es más «estar a la moda» ha sido normalmente un síntoma de «ser moderno». Sin embargo, hoy se observan ciertos usos que causan dolor gratuitamente o resultan antinaturales. Nos referimos al hábito (nada barato por otra parte) de tatuarse el cuerpo (y luego borrárselo) o agujerearlo con aros en diversas partes, algunas inconfesables. ¿Qué pensaríamos si cualquier gobierno osara imponerlos como distintivo de paso por la pubertad? Probablemente serían acusados de tratar a seres humanos como ganado. –El lenguaje políticamente correcto Poco a poco, casi inadvertidamente y sin que haya sido votado en ningún parlamento, se ha ido imponiendo un marco de pensamiento que dicta lo que puede afirmarse o defenderse, al menos en público. Observamos que incluso intelectuales reputados dicen una cosa en privado, pero no se atreven a decir lo mismo públicamente, al menos sin muchos matices, por temor a ser lapidados mediáticamente o «marcados» socialmente con alguna etiqueta (habitualmente la de «carca» o «fascista») que lo deje en la marginalidad social. Se impone el «guaysmo», el ir de guay. Como consecuencia, se discute mucho (con intercambio de descalificativos), pero se debate poco o nada. –La tecnología La tecnología está cambiando nuestras vidas a un ritmo crecientemente acelerado que impide pararse a pensar dónde nos está llevando. Un consumo alocado, con ánimo de estar a la última, determina peligrosas adicciones e incluso alteraciones de la personalidad. Sería fácil echar la culpa al mercado, pero parece que hay algo más que se nos escapa. Probablemente sea uno de los desafíos que más pueden afectar a nuestro modelo de vida y de nuevo queda fuera del debate político social. En este caso, la etiqueta es «anti-moderno» o «anti-innovación».

En resumen, la posmodernidad se fundamenta en que «lo nuevo es siempre mejor que lo anterior», pero sin aportar datos que demuestren que ello resulte cierta en todo caso. Es más, parece que el paraíso que prometía crear en la tierra no ha llegado y que surgen nuevos infiernos («la depresión» como enfermedad del siglo XXI). Por el contrario, cabe defender que existen valores que son universales e intemporales, porque hacen que las personas y las familias mejoren y que las naciones progresen. El historiador italiano Amiano Marcelino ha defendido que el Imperio romano entró en decadencia por la indolencia, degradación y hedonismo de los romanos al apartarse de las virtudes que habían engrandecido Roma: responsabilidad ciudadana (auctoritas), autoestima (dignitas), tenacidad (firmitas), austeridad (frugalitas), laboriosidad (industria), buena educación (comitas) y discreción (prudentia).

Sean esas u otras lo cierto es que es necesario abrir debates que hoy parecen prohibidos, pues bien pudiera ser que tras haber superado otro tipo de dictaduras viviéramos hoy bajo una dictadura cultural, sin ser conscientes de ello…

Alberto Gil Ibáñez, escritor y ensayista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *