El virus de la crueldad

Cuando pensábamos que nuestra sociedad era vulnerable sólo ante los actos terroristas o las catástrofes naturales, el SRAS-Cov-2 ha sido capaz de despertar en nosotros los más profundos sentimientos y emociones, para que nos hayamos dado cuenta de que sólo unidos y todos podremos ganar la batalla de esta pandemia. El Covid-19 no es una enfermedad extremadamente grave si nos centramos en el número de muertes que provoca, aunque sí lo es si valoramos su altísimo poder de contagio. Este coronavirus constituye la mayor amenaza a la que nos enfrentamos en todos los países y la primera catástrofe que vivimos muchas generaciones.

Es el virus de la crueldad, causante de una enfermedad que incluso para los que se curan definitivamente dejará marcados unos estigmas que jamás olvidaremos.

Ha sido capaz de provocar miedo, lógico por otra parte, a toda la sociedad, incluso entre los propios trabajadores del sistema sanitario y, por supuesto, de todos los políticos y científicos del mundo. Un miedo que se exacerba cada día más, por la incertidumbre ante la deseada llegada del medicamento eficaz que cure definitivamente la enfermedad y el descubrimiento de una vacuna.

Es cruel que con miedo, el del paciente y el de los profesionales, te trasladen en una ambulancia al hospital y quedes en Urgencias a la espera de un ingreso, y sin que pueda acompañarte un ser querido, por su seguridad. Una sala llena de personas que esperan como tú una decisión clínica; donde todos llevan, como los profesionales, una mascarilla como la que te han facilitado a ti, comenzando un camino de desesperanza y sin caras, que superamos gracias a la entrega y la humanización de todos los trabajadores del sistema sanitario.

Crueldad es que cuando un paciente ingresa en la UVI porque su estado clínico así lo indica, llega a un lugar desconocido para él, donde la gran mayoría de pacientes llevan tubos, sueros y todo tipo de cables conectados a aparatos que arrojan un sonido penetrable e inolvidable. Y sigue sin poder ver las caras de sus compañeros ni la de los profesionales que le atienden ni, por supuesto, la de sus seres queridos.

Crueldad máxima es cuando llega el momento de la muerte. Un deceso en soledad, sin poder tener cerca a los suyos. Y cuando hay posibilidad, porque existen mascarillas, batas y guantes, y pasa un familiar a despedir a su ser querido, le ve con mascarilla, sin poder acercarse y, por supuesto, sin el calor de las caricias o los besos, que todos le querríamos dar como despedida en esos últimos momentos.

Una crueldad la de este coronavirus que continúa incluso después de haberle ganado la batalla al paciente provocando su muerte. Un virus que ni siquiera permite que, tras el adiós, podamos acompañar como todos deseamos a nuestros padres o abuelos, porque en el tanatorio no pueden estar todos los que quieren ofrecer el último homenaje al familiar o al amigo que se va. Un duelo muy complicado para los familiares y amigos, que despiden a quien quieren sin poder acompañarle con el cariño que desean.

Una crueldad que no cesa, que continúa en el momento del entierro o la incineración, porque todos tenemos la obligación y la responsabilidad social de no darnos besos ni abrazos y mantener una distancia física, que no social ni personal, de al menos un metro y medio para evitar posibles contagios.

Una crueldad que sin duda alguna deja a todos los seres queridos del fallecido inmersos en un síndrome de estrés postraumático. Un virus que ha roto cualquier plan de humanización de la asistencia sanitaria, aunque seremos capaces de recuperarnos en breve, sobre todo por la entrega y vocación de todos nuestros profesionales, a los que desde aquí quiero transmitir mi gratitud y admiración por el excelente trabajo que realizan cada día.

Lo que no ha conseguido ni conseguirá nunca este virus de la crueldad es que perdamos la esperanza, o que tiremos la toalla, porque estoy convencido de que todos, absolutamente todos, saldremos reforzados en todos los sentidos, y especialmente en nuestros valores humanos, si nos mantenemos unidos.

Jesús Sánchez Martos es catedrático de Educación para la Salud de la Universidad Complutense.

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