El virus de la desglobalización

Hace exactamente cinco años, un tsunami destruyó en Japón la central nuclear de Fukushima y paralizó el corazón de la industria japonesa. Dos semanas después, el funcionamiento de las fábricas quedó interrumpido en todo el mundo por falta de piezas de recambio que solo esas fábricas japonesas suministraban. Descubrimos entonces en tiempo real que el sistema de interdependencia y falta de existencias que caracteriza la producción mundial es racional, desde luego, pero también frágil. No obstante, los japoneses fueron capaces de retomar en tres meses su producción de energía y sus flujos comerciales. La lección de Fukushima se olvidó y borró rápidamente.

El virus que comenzó el pasado diciembre en un mercado en la ciudada de Wuhan, el centro industrial de China, repite el precedente japonés y le añade una pandemia. Debemos tratar de distinguir los dos fenómenos. Evidentemente, lo que más preocupa de entrada es la enfermedad; nadie sabe con certeza su alcance y gravedad. Si la comparamos con la llamada «gripe española» del año 1918, el contagio es más rápido porque coge el avión en lugar del barco, pero hace un siglo también se contagiaron todas las naciones, y en 2020 ocurrirá lo mismo.

El virus de Wuhan parece menos grave porque mueren pocos, mientras que la gripe española a veces mataba en un día, generalmente a hombres entre 20 y 40 años; en 1918 hubo cuarenta millones de muertos, la mayoría de ellos soldados franceses y estadounidenses. Afortunadamente, estos días estamos muy lejos de esa cifra. Se observará que, como en 1918, las reuniones religiosas constituyen focos especialmente peligrosos: en Corea del Sur y Nueva York, una iglesia evangélica y una sinagoga han sido el origen de un contagio entre los fieles. En 1918, las misas y las procesiones causaron idénticos estragos en España. Mejor rezar en casa, como recomienda estos días la Iglesia de Francia.

También hay que tener en cuenta que, a falta de una vacuna y de una terapia efectivas, el aislamiento es hoy más eficaz que hace un siglo, a la espera de que la primavera anestesie el virus. Es probable que este virus, como la gripe y la neumonía, despierte de nuevo el próximo invierno, pero para entonces ya habrá una vacuna disponible.

Más allá del drama sanitario que se desarrolla ante nuestros ojos, y aunque todavía es demasiado pronto para hacer una evaluación, las consecuencias económicas ya son legibles y predecibles. Las industrias de todo el mundo, y en particular los laboratorios farmacéuticos, verán modificada la distribución de su producción: la dependencia total de un solo proveedor, distante y de riesgo, se diluirá por la repatriación de actividades en Estados Unidos y en Europa. Asistiremos también a una redistribución de las actividades entre China y otros países de bajo coste pero más transparentes, como Vietnam, Indonesia y Etiopía. Llevará varios meses o varios años, pero, digamos que, en unos cinco años, el mapa económico del mundo sin duda se transformará. En general, deberíamos asistir a una reindustrialización de Occidente, a una retirada de China y a cierto grado de desglobalización económica. El regreso a un estricto nacionalismo económico, que nunca ha existido en la historia, está descartado, pero preparémonos para escuchar este discurso ideológico.

Otro fuerte impacto económico vendrá de un cambio en el comportamiento. Nos preguntaremos, en Occidente igual que en Asia, si es realmente necesario viajar lejos, y en grupo, a países de riesgo. Los ejecutivos de la economía descubrirán cuántos viajes de negocios pueden ser sustituidos por videoconferencias y cuántos congresos son inútiles. Los turistas descubrirán su propio país o el de al lado; harán sus compras por internet. Ya estamos observando que, debido al temor a la epidemia, el comercio digital y las entregas a domicilio se están disparando en todas partes; la profesión del futuro es la de repartidor. Suponemos que la epidemia tendrá un efecto de choque que, por lo general, proviene de las innovaciones tecnológicas. Es lo que en ciencia económica se denomina destrucción creativa, es decir, una gran redistribución de actividades con ganadores y perdedores.

El análisis que propongo en estas líneas tiene también un punto débil: se basa en un comportamiento racional, mientras que las epidemias también causan pánico. Así, en París y en Nueva York vemos asaltos contra chinos que recuerdan los tiempos antiguos, cuando se acusaba a los judíos de propagar la peste. Si la epidemia continúa, no puede excluirse que algunos demagogos hipernacionalistas, contrarios a la inmigración y a la economía, se aprovechen de ella, con el riesgo de que se destruyan los beneficios de la globalización. Afortunadamente, la primavera se acerca y debería limitar tanto la epidemia como el pánico. Pero los efectos de la desglobalización relativa me parecen inevitables.

Guy Sorman

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