El virus de la educación en España

A veces tropezamos con las cronologías de los tres siglos últimos y apenas sin querer comprobamos en ese inocente laboratorio de tiempo que, cada dos tercios de siglo, repetimos los mismos hitos aunque con más tecnología, pero con la carencia que arrastramos y que afecta a la educación de nuestros ciudadanos. En todos los tramos de la historia se alternan movimientos sociales que hoy utilizan las palabras de antaño aunque sin la sustancia reflexiva de ayer, fruto del tiempo de los clicks. Como en el paso entre Renacimiento y Barroco, de la Ilustración al Romanticismo, de la Modernidad a la Postmodernidad, se cierra un mundo con la esperanza de que nazca otro mejor. En estas sustituciones las propuestas educativas han sido las grandes perdedoras, más aún cuando la cultura de redes se convierte en espectáculo instantáneo. A menos que se descuiden los libreros, las obras pasarían la aduana del espectador si el autor hace el pino delante de una cámara para que una clientela poco exigente le perdone la obra que hay detrás. Cervantes alertó en su tiempo acerca de los peligros del entretenimiento vacuo, ofreciéndonos, a cambio, gratis, caminos de conocimiento y formas diversas de pensar ante complicadas situaciones que sobrevenían, pero con una diversión soberana de propina. Don Quijote muere cuando «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño», y desde entonces tenemos a lo grande diversiones de capa y espada y lemas donjuanescos: actuar antes de arrepentirse entre lágrimas por lo que ha hecho sin haberlo pensado.

El virus de la educación en EspañaDesde aquel Barroco –al margen de su excelencia artística– hay asuntos pendientes hasta hoy en la educación pública, más perdedora en períodos de hambres, de pestes y de guerras que quebraron a las generaciones. Más adelante, un grupo de ilustrados se empeñó en despertar la industria nacional, reformar las leyes universitarias, editar diccionarios, llevar al teatro los problemas de la clase media incipiente, abrir escuelas de idiomas, crear relaciones internacionales, propiciar intercambios científicos, cantar a la invención de la imprenta y a la vacuna contra la viruela que irá camino de América, empeñarse en la laicización de la sociedad y reducir los privilegios de la aristocracia ociosa; contar la historia de la Inquisición española, la última en desaparecer en suelo europeo, y abrir casas de conversación que librara amablemente al país de la barbarie verbal. La suya era una población que había asistido poco a la escuela, apenas conocía las bibliotecas, miraba con reticencia los periódicos; si entraba en los teatros era para armar bronca y su conciencia seguía estando en manos de sectores eclesiásticos para los que los artículos del padre Feijóo eran puramente blasfemos. Pero la población que desearon educar fue censada por primera vez y contempló por un instante las luces.

También fracasaron: Jovellanos, al ser destituido su protector. Meléndez Valdés abandona España en 1813 (cuando diez mil afrancesados liberales cruzan la frontera, entre ellos, la familia Larra) y muere en Montpellier. Moratín fallece en París en 1828 y Goya en 1828 en Burdeos. Blanco White muere en Liverpool en 1841. Antonio Alcalá Galiano ocupa una cátedra de Literatura de la Universidad de Londres durante siete años, tras ser condenado en 1823 por haber planteado la incapacidad del Rey y la necesidad de una Regencia. Regresará después de la muerte de Fernando VII.

De nuevo, el germen fructificó andando el tiempo cuando se convocó el Congreso Pedagógico de 1892: Emilia Pardo Bazán (primera catedrática de Literatura de la Universidad Central por poco tiempo), Concepción Arenal o Fernando de Castro crean los pilares de una escuela innovadora, como como lo haría durante toda su vida Francisco Giner de los Ríos. Ya en 1872 se matricularon, con permiso del Rey, las primeras mujeres en la Facultad de Medicina, como en 1910 se matricula María Goyri en la Facultad de Letras sin tenerse que disfrazar de caballero. Quedó, no obstante, pendiente la tarea de formar a los españoles. Miguel de Unamuno, Antonio Machado, José Ortega y Gasset y María Zambrano, entre otros, estimularon a una nueva generación de maestras y maestros, con el respaldo de las Misiones Pedagógicas de la República. Contra ellos se ensañó después la dictadura franquista con el exilio, la depuración y la represión, como si por arte de un mal fario los reformadores y pedagogos españoles tuvieran que sumar a la de pedagogos la vocación de mártires.

Cuando parecía que ya habíamos superado los obstáculos del pasado, otra vez, la pandemia pone en evidencia graves deficiencias educacionales. En la ESO cuento con multitud de antiguos alumnos que hoy son profesores. La irrupción de la Covid-19 los ha lanzado a reinventar, casi desde la nada, una estructura tecnológica que alcance a cada uno de sus alumnos en aulas desbordadas y, en paralelo, han extendido por su cuenta, por puro celo profesional, una red psicológica dispuesta a solventar las deficiencias de familias que sólo conocían de los recreos o las reuniones de planificación.

Estos profes han observado que una parte de la población no respeta distancias, le importa un bledo cuidarse, transmitir la enfermedad o cuidar de su entorno. Tras la corte barroca de anatomías, a la fuerza moralizantes, que exhibieron los medios, justo ahora, han sido los maestros los aliados firmes de los sanitarios y de la sociedad en su conjunto para instruir también en el aula acerca de las consecuencias que pudiera tener en estas circunstancia nuestra temible tendencia al grito, al querencial amontonamiento en el entorno festivo o familiar o en la barra del bar hasta las dos, y las tres y las cinco de la madrugada, que decía la canción.

Como hay quien invoca su derecho biológico a sustraer la formación de sus niños a los docentes en nombre de la libertad y la seguridad, los docentes están en su derecho de reclamar tecnología y aulas seguras. Lo que no debería el docente es transformarse en pulpo que con la boca enseña, en una mano lleva el spray hidroalcohólico y en la otra, el ratón del ordenador. Hoy el profesorado emprende su tarea enseñando la materia, pero al mismo tiempo añade la distancia, el lavado de manos y, además, lo que es un oficio honorable pero no es su tarea: pasar reiteradamente la bayeta con celo sobre el pupitre como si éste fuera un encerado más y el spray de hidroalcohólico la nueva tiza. Si lo hacen con apenas ayuda, ¿por qué los responsables políticos no duplican los espacios de la docencia como se improvisaron, por imperiosa necesidad, nuevos hospitales? ¿Por qué no aportar los medios para enseñar tanto en casa como en el aula, como se han conseguido test y rastreos por vía telefónica? ¿Por qué no aumentar el número de profesores, habiendo tantos miles a la espera? ¿Por qué no multiplicar los servicios de higiene, de limpieza, de comedor y de autobús antes que cerrar un colegio?

En estos cuarenta años de democracia, los gestores políticos no han trabajado en profundidad la falta de horizontes que lleva a jóvenes y no tan jóvenes a despreciar modelos imprescindibles de convivencia. Incluso les ha aplaudido las gracias, como si el síndrome del buen salvaje amontonado y bañado en alcohol, reclamo de depredadores foráneos con nostalgia de jarana, fuera seña de identidad.

Si los gladiadores que pelean en nuestro Parlamento no se envainan la espada por una tarde y se sientan juntos, en la que debería ser la más respetable Casa de Conversación de estos tres siglos últimos, para rescatar urgentemente por decreto la educación como servicio prioritario, volveremos a fracasar. En plena pandemia, sin responsabilidad ni autocontrol, siguen oleadas de humanos mostrando indiferencia alrededor de botellones en plazas y calles de nuestras ciudades, llevando de manera inconsciente o estúpida, de madrugada, la muerte a sus mayores.

Fanny Rubio es escritora y catedrática emérita de la Universidad Complutense. Autora de libros de poesía (Dresde), novela (El dios dormido), ensayo (El Quijote en clave de mujer/es), entre otros. Ha dirigido el Instituto Cervantes en Roma.

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