¿El virus de la naturaleza?

Peste, plaga, epidemia, pandemia se la ha llamado, más otros cuantos nombres hediondos. Las ha habido siempre, en todas partes y se tomaron como castigo de Dios por nuestros pecados, y aún se la toma en ciertos ámbitos. Con Sodoma y Gomorra entran en la historia, y hasta hoy, en Wuhan. Porque nacen en ciudades, son producto de la civis, de la civilización, de esas colmenas humanas amuralladas que el hombre creó para protegerse de la avasalladora naturaleza y de los demás hombres. Allí dentro podía dedicarse a lo que mejor se le da: pensar, debatir, inventar, buscar fórmulas para dominar las fuerzas naturales, el frío, el calor, los huracanes, las inundaciones y, especialmente, los enemigos, que solían ser los vecinos. Al tiempo que diseñar máquinas bélicas, catapultas, pólvora, cañones, aviones, submarinos, para atacarles. Puede incluso decirse que en la ciudad nace no sólo la civilización, sino también el desarrollo, el progreso y, como su producto más estilizado, la cultura, la música, la literatura, la filosofía, la historia, el derecho y todo lo que nos eleva sobre la naturaleza, produciéndonos ese éxtasis espiritual que provocan las bellas artes. No por nada, en las polis griegas, primeros núcleos urbanos de civilización moderna, el mayor castigo que podía recibirse tras el de muerte, era el destierro, el expulsarle fuera de murallas y dejarle a la intemperie. Sócrates prefirió suicidarse tras ser condenado por «haber pervertido a la juventud», cuando en realidad lo que había hecho era enseñarle a pensar. Pues el progreso no es lineal, sino que va sorteando los obstáculos que encuentra a su paso, con meandros que a veces parecen retrocesos, pero en realidad son acumulación de energía para dar un gran salto adelante como «el hombre es la medida de todas las cosas» que se convirtió en piedra angular de la civilización occidental, junto al «trata al prójimo como a ti mismo», tan vigente hoy como cuando se enunció, aunque también tan poco respetado, todo hay que decirlo. Paradoja que se mantiene a lo largo de la historia y nos lleva a la situación actual.

¿El virus de la naturaleza?Porque en esas civis y polis donde van surgiendo la civilización y la cultura nacen también las pestes. Es la aglomeración, el hacinamiento, la multitud, junto a la falta de higiene, aún en pañales, lo que trae las epidemias, provocadas unas veces por un bacilo, otras por un virus, no descubiertos hasta los siglos XIX y XX, que provocan las pandemias, contra las que no había otra defensa que la exclusión y el fuego hasta que la peste decaía por sí misma al no encontrar dónde alojarse. Aunque no resisto la tentación de decir que siempre había quien se aprovechaba de ellas: a mediados del siglo XIX, los ingleses aprovecharon dos epidemias en Gibraltar y nuestra ingenuidad para pedirnos permiso e instalar barracones en el istmo donde meter a los contagiados. Barracones convertidos luego en instalaciones militares y avanzar así 700 metros en una zona nunca cedida, donde hoy está el aeródromo y la verja. Si lo recuerdo es porque temo que ocurra algo parecido con el Covid-19: que se aproveche para diluir el Brexit y meter a la colonia, paraíso fiscal y base militar, por la puerta trasera de la Unión Europea contra todos las normas de la misma y resoluciones de la ONU. Pues a un gobierno dispuesto a entenderse con los secesionistas, ¿qué va a importarle un peñasco en la punta sur de su territorio, aunque moleste como una piedra en el zapato?

Pero sigamos con lo que íbamos. Que la Tierra es el único planeta en nuestro sistema solar capaz de desarrollar naturalmente vida es hoy tan incuestionable como que el género humano es la cumbre de ese desarrollo, hasta el punto de poder llamarse «rey de la creación», pese a sus defectos. Que haya logrado imponerse no sólo al resto de los seres vivos, sin tener la fuerza, la velocidad y otros atributos físicos lo demuestran. Pero que le falta todavía mucho para ser perfecto es igualmente irrebatible, habiéndose dejado muchos pelos en su larga travesía desde que se bajó de los árboles. En el aspecto material, su éxito ha sido rotundo, ha conseguido dominar las aguas y el aire, el calor y el frío, el espacio y el átomo. En el moral ya es otra cosa. Le falta aún mucho para alcanzar la plenitud ética que consiste en tratar a los demás como a nosotros mismos. Pero no menos es cierto que, al menos en Occidente, los avances hechos en el terreno social y de derechos han sido importantes. También en el sanitario han sido enormes desde el descubrimiento de las vacunas y los antibióticos. Un ejemplo lo dice todo: en mi niñez, la leucemia no tenía cura. Hoy se cura en más del 50% de los casos. Lo mismo ocurre con la tuberculosis y otras enfermedades infecciosas. Y no hablemos de un trasplante de corazón, considerado milagro en otros tiempos. Además, se ve: en los hijos más altos que sus padres y las marcas atléticas que se baten constantemente.

Ello no impide que, de tanto en tanto, surja una pandemia que hace una auténtica carnicería, como ocurrió con el sida y está pasando con el Covid-19. Se deben en su inmensa mayoría a virus, desconocidos hasta entonces. ¿Y qué son los virus? Pues semiseres, que necesitan de otros para vivir y reproducirse, con lo que empalmamos con las civis y polis donde las aglomeraciones en las que los virus se mueven a su antojo. O sea que las pandemias son producto de la civilización, como el hombre, el famoso rey de la creación, víctima de sí mismo o, más exactamente, de su éxito. ¿Qué es el hombre? Hay un montón de definiciones, entre las que me quedo con la de «gitanos del universo» de Jaques Monod en su «Azar y Necesidad» al destacar nuestra tendencia a vivir a cuenta de todo lo demás, minerales, vegetales y animales. Somos okupas de la naturaleza y nos encanta expoliarla. Hasta que ésta se harta y nos da una bofetada que nos deja desnudos ante los campos, aguas contaminadas y cementerios. Como los virus, somos expertos en todo tipo de ocupación y explotación del medio ambiente y si continuamos convirtiendo la Tierra en el gran vertedero de nuestros residuos, el cambio climático en marcha puede terminar dejándola inhabitable. De momento nos obliga a llevar mascarilla durante meses.

¿Somos los seres humanos los virus de la naturaleza? No me atrevería a asegurarlo, por no tener los conocimientos necesarios. Pero que tenemos rasgos comunes con ellos no cabe la menor duda. Lo que no significa que debamos tratarlos familiarmente. Al revés, debemos aniquilarlos como lo que son: auténticos parásitos. Pero ¿no lo somos nosotros también? Hasta cierto punto, sí. Aunque hay un rasgo fundamental que nos diferencia: nosotros razonamos, el virus, no. Ni siquiera se da cuenta de lo que hace, nosotros sí. Debemos, por tanto no exagerar la explotación de nuestro entorno para no acabar como él, nosotros incluidos. Aunque si no aprendemos de nuestros errores, ¿cómo vamos a aprender de un insignificante medio organismo? Me temo, por tanto, que vamos a tener mascarillas para rato.

José María Carrascal es periodista.

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