El virus de la posverdad

¿Recuerdan la convocatoria Marcha por la Ciencia (en un principio llamada Scientists’ March on Washington), que transcurrió el 22 de abril de 2017 en Washington DC y más de 500 ciudades en todo el mundo? Aunque, de acuerdo con sus organizadores, la iniciativa buscaba reivindicar, sin ánimo partidista, la función de la ciencia en la vida pública, no pudo ocultar su alarma por el preocupante cambio de agenda de la Administración de Trump. Un sintomático ejemplo del momento defensivo de la sensibilidad ilustrada en la era de la posverdad. Sin embargo, como recuerda William Davies en su sugerente Estados nerviosos(Sexto Piso, 2019), la marcha también terminó planteando una decisiva pregunta: ¿hasta qué punto la paulatina deslegitimación sociocultural de la autoridad científica en nuestras sociedades debía combatirse con una estrategia políticamente partidaria? ¿No era contradictorio que el espíritu desinteresado y supuestamente neutral de la lógica científica asumiera esa posición tan beligerante contra Trump?

Se trata de una cuestión que toca un punto neurálgico de nuestro ecosistema sociocultural. Vemos a políticos profesionales hacer caso omiso impúdicamente de los hechos científicos para derogar medidas ambientales; asistimos a corrientes virales de pánico injustificado por la alarma de enfermedades contagiosas; tenemos cada vez más la sensación de que la realidad nos muerde en la nuca, que se acerca tanto a nosotros que nos engulle sin mediación reflexiva. Perdemos toda distancia de seguridad y templanza en un mundo acelerado y en situación de shock incesante. De ahí la profunda desorientación de la crítica o la pedagogía: ¿cómo ilustrar ya en un mundo en el que las condiciones mínimamente sostenibles de una comunicación racional parecen saltar por los aires por efecto de estrategias intencionadas o, a veces, azarosas de intoxicación climática y mediática? De alguna manera, estamos obligados a pensar y actuar desde dentro de esta avalancha viral y su toxicidad sin la posición melancólica de esa distancia racional privilegiada, hoy cuestionada por la urgencia. Sin embargo, esto no debería significar coartada alguna para un ejercicio de retirada inmunológica o abdicación ante la irracionalidad, sino provocar una reflexión colectiva sobre un tipo de intervención social menos ingenua y autocomplaciente con sus postulados de racionalidad.

Es la supuesta premisa social de la contaminación ambiental la que produce situaciones generalizadas de inmunización ante el posible contagio, ya sea viral en términos médicos o comunicativos. Ante un contexto contaminado, solo cabe defenderse y atrincherarse. Una pregunta se impone, por ello, en el ámbito de la ciudadanía responsable: ¿cómo desnudar críticamente la posición de quien, de entrada, se exhibe explícita e impúdicamente de forma desnuda?: “Sí, sé que estoy mintiendo, pero aun así, lo hago”. Ante este comportamiento que no se toma en serio a sí mismo en cuanto a su pretensión de verdad, ¿no supone un primer error estratégico tomárselo en serio? La cuestión significativa de las fake news no radica solo en que sean “falsas”; es que cumplen cínicamente una función instrumental a beneficio de su emisor. Solo se aspira a una “verdad” que confirma la posición de quien la enuncia. Otra forma de “sálvese quien pueda”.

No en vano el cinismo parece cada vez más el tono triunfante de una época como la nuestra, donde el antagonismo no deja respiro a la deliberación o a la seducción del consentimiento. En un contexto de sospecha donde toda confianza natural en el medio de propagación de la información se eclipsa —pensemos en la crisis del periodismo clásico—, paradójicamente aparece como el más sincero quien no necesita esconder sus mentiras, quien hace gala de su posición afectiva de forma explícita. ¿Cuántos políticos en los últimos tiempos están explotando esta “honestidad” que solo se justifica confirmando la sospecha de que hay que sospechar de todo, sobre todo, y fundamentalmente, de los políticos? Hablamos mucho de la posverdad, pero esta en realidad solo se entiende como una posición beligerante en un contexto que se presupone de antemano como contaminado. Podría decirse: en una “guerra” no necesitamos tanto certezas epistemológicas como salvadores; cuando la confianza en el ecosistema comunicativo se intoxica, buscamos, antes que nada, protección; sin embargo, ¿no debemos cuestionar la mayor: esta premisa bélica y de la intoxicación mediática? En ese contexto solo encontramos sectarismos, atrincheramientos y oportunismos. Hoy la mejor profilaxis cultural pasa por desintoxicar los contextos mediáticos de su tendencia a la aceleración y el recelo. De ahí la extraordinaria urgencia política y cultural de generar espacios climatizados de confianza, de cuidar de las mediaciones periodísticas y políticas en su relación con la ciudadanía.

¿Qué tienen en común Isabel Díaz Ayuso, el coronavirus y el auge de las fake news? Un clima de época. Lo que debería llevarnos a pensar en la creciente impotencia de los cortafuegos que, pretendidamente más “racionales”, buscan infructuosamente hacer pedagogía en nuestras sociedades hipersensibles al contagio viral. Si algo muestra el ascenso de la alt-right norteamericana, por señalar un solo ejemplo de una tendencia general, es cómo el sentido común progresista, pese a su buena voluntad, solo alimentó al monstruo.

Por todo lo dicho, en el mundo actual quizá no nos es tan urgente una información mucho más contrastada y “apegada a los hechos” como una “ecología mediática” que nos permita combatir fuentes tóxicas y entender que los recursos comunicativos deben ser sostenibles. Una ciudadanía democrática efectiva hoy debe atender también a una suerte de “cambio climático” en el plano de la comunicación social. Del mismo modo que una conciencia de la sostenibilidad ambiental está ganando terreno en la opinión pública, ¿no deberíamos fomentar una ecología de la información, una mayor conciencia del trasfondo mediático y de sus climas afectivos? El nuevo comunicador no puede prescindir ya de este marco afectivo si quiere entrar en escena con algún éxito.

Recuerdo una escena memorable en la televisión española que simboliza este cambio mediático: la intervención polémica de Bernard-Henri Lévy en 1979 en un programa de La clave dedicado al marxismo en donde participaban el llamado “nuevo filósofo”, Santiago Carrillo —a la sazón, secretario general del PCE—, y Enrique Tierno Galván, entre otros. En el debate, donde colea aún la expulsión de Jorge Semprún y Fernando Claudín del PCE, Lévy, no por la calidad de sus argumentos, sino por su mejor conocimiento del medio, se “come” televisivamente a unos interlocutores que empiezan a aparecer ante las cámaras como aburridos dinosaurios. Cuando hoy hablamos de “populismo”, también extraigamos lecciones de esta escena inaugural del cambio de modelo mediático del poder intelectual.

Germán Cano es profesor de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Alcalá de Henares.

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