El virus de nuestra democracia

Leyendo estos días Sombras chinescas, de Simon Leys (1935-2014), uno de los más grandes sinólogos contemporáneos, me encuentro unas páginas dedicadas a Wuhan, la ciudad china de la que, desgraciadamente, ya nunca nos olvidaremos. Leys pasó varios meses, del año 1972, en este país, cuando todavía Mao estaba vivo y la aún reciente Revolución Cultural había cerrado colegios, universidades, y demolido obras de arte y monumentos históricos valiosísimos. Intentó asistir a un curso sobre lengua y literatura china pero, aparte de las dificultades por ser extranjero, se encontró con que el programa de estudios de esta materia era el siguiente: 1)Marxismo, 2)Historia del movimiento comunista internacional, 3)Historia del Partido Comunista Chino, 4)Poemas de Mao Zedong, 5)Lu Xu, un furibundo escritor marxista y defensor del régimen, y 6) Literatura y lengua china. Imaginémonos por unos instantes la transposición a nuestro país cuando ya estemos en manos de nuestro vicepresidente. El programa de Vox ya lo dimos. El caso es que Leys visitó la universidad de Wuhan, llena de animales disecados que ocupaban el departamento de Sociología, así como el gran museo consagrado a la visita que Mao hizo en el año 1958. Al escritor le llamó la atención una camiseta sucia y sudada, conservada tras un cristal protector. Una prenda roída. Este asombroso ejemplar de tela debía su inmortalidad (desconozco si museo y camiseta aún hoy existen) a las manifestaciones que había hecho el presidente en aquella visita. Después de mostrarle todo tipo de cosas, Mao solo reparó en esta camiseta que llevaba puesta un estudiante, mientras trabajaba duramente en el taller de la universidad. «¡Muy bien, he aquí uno con trazas de verdadero trabajador!», exclamo el tirano.

El virus de nuestra democracia¿Qué podrá exhibirse en un futuro museo que muestre el valor, la dignidad, la solidaridad, el sacrificio y la total entrega hasta la muerte de nuestros sanitarios? ¿Sus propias camisetas sudadas, las bolsas de basura con que se protegían, las mascarillas improvisadas con las bufandas, los guantes regalados en fiestas familiares, colonias de cumpleaños en lugar de alcohol desinfectante? Es decir: ¡nada! Y aún, al día de hoy, seguimos casi igual.

Este Gobierno, lastrado de ideología populista viral, entregó a su estado mayor sanitario y a su cuerpo de profesionales al sacrificio, mientras muchos de ellos acudían a clínicas privadas, antes vituperadas, para salvarse. ¿Puede un Gobierno así, sin dignidad, mantenerse a flote? ¿Es honorable un Gobierno que suma a sus espaldas decenas de miles de muertos, todavía muchos de ellos sin contabilizar, y la mayor parte de los mismos en la ciudad de Madrid? Una ciudad que, desde la Guerra Civil, no había vuelto a ser sitiada. Todavía millones de ciudadanos seguimos sin mascarillas, sin guantes, sin geles desinfectantes, después de mes y medio de duro y desconcertante confinamiento. También, sin las pruebas necesarias para saber la situación de cada persona y evitar nuevos contagios. Varias semanas, y las que queden, en arresto domiciliario, con informativos tergiversados, con el Parlamento bajo mínimos y tratando de controlar la libertad de información para ampararse de las críticas que muchas veces no son tales, sino tan solo la conminación y el aviso del mal camino para emprender otro mejor. Sí, en situaciones como esta hay que apoyar al Gobierno, ¿pero cómo hacer tal cosa cuando éste lo ha rechazado permanentemente pues se encuentra más confortable con independentistas, filoterroristas, populistas bolivarianos y toda una recua de gente que nadie acogería en su casa? El ejemplo de Portugal no nos vale, y ya nos gustaría. El presidente del Gobierno portugués, que ya ha salido varias veces en defensa nuestra contra las opiniones xenófobas y genocidas (la condena a los mayores de 80 años) del Gobierno holandés, cosa que hasta el momento no ha llevado a cabo nuestro presidente y ni siquiera la ministra de exteriores, es un gran señor de la política, un socialista clásico, una persona que antes de este cargo ostentó otros importantísimos como la alcaldía de Lisboa. Además el viejo PCP y adláteres, siempre han tenido otro tipo de comportamiento. Por lo tanto allí los pactos vienen de antiguo, son normales dentro de lo que es la normalidad política. De ahí que no sorprenda que la derecha apoye al gobierno.

¿Un pacto de Estado? Claro que sí. Lo llevamos reclamando desde hace muchos meses. Pero un pacto de estado entre los verdaderos partidos constitucionalistas y no toda esa amalgama de insurrectos irreconciliables que, por poner en duda, hasta ponen la legitimidad constitucional de la Jefatura del Estado. Primero para afrontar la alarma sanitaria, segundo para afrontar el desastre económico que se nos viene encima, luego enderezar las relaciones con las autonomías, muchas de las cuales quedaron a su albur. Y también un gran pacto de Estado para investigar todo cuanto pasó y aún está sucediendo, y encontrar los culpables estén donde estén. Porque aquí hay culpables. Evidentemente nadie creó este mal, como cuando aconteció la crisis económica tampoco el gobierno de aquel momento fue culpable de la creación de la misma, pero sí de no estar lo suficientemente informado o de tomar medidas muy retrasadas que hubieran relegado el sufrimiento a cotas más bajas.

Supongo que miles de familias que han perdido a seres queridos interpondrán demandas y los fines de las mismas no serán el cobrar indemnizaciones sino el saber los motivos y las razones que justifiquen ese despojamiento. Aquí hay muchos culpables y no solo el Gobierno de la nación. ¿De quién depende la sanidad en un estado descentralizado como este? ¿De quién dependen las residencias de ancianos? ¿Cómo todo esto no estaba vigilado? Sí, un pacto de Estado pero no para repartir las culpas sino para investigarlas. Semejante cantidad de muertos nos lo demandan, también ellos reclaman su memoria histórica, su homenaje, y no lo hay mejor que sacar a la luz y juzgar estos acontecimientos. ¿Cómo es que ni siquiera había material de protección, no solo para los s anitarios, sino también para las Fuerzas de Seguridad y el Ejército? De la misma manera que hay fábricas de armas, ¿cómo no hay empresas militares para la fabricación de estas otras armas de defensa? ¿Es que en caso de una guerra bacteriológica nuestro ejército combatiría con bolsas de basura? ¿Es que a nadie bien pagado se le ha ocurrido esto? ¿Es que el CNI, como el Mossad u otros servicios de inteligencia, no estaba al tanto? ¿Cuántos ciudadanos, en proporción a los nuestros, han muerto en Israel? Sí, pacto de Estado sanitario, económico, autonómico y de investigación de estos sucesos y, de ahí, extraer conclusiones y experiencias para que esto no se vuelva a producir. Porque llevamos años ya amenazados por las pandemias globalizadoras a las que no queremos hacer caso pero están ahí. ¡Ah! y un pacto de Estado por escrito, y en el Parlamento.

La gente bien intencionada dice que de esta horrible experiencia los españoles saldremos más tolerantes y solidarios. Que se lo digan a Torra, que no ha parado de seguir conspirando contra su país, que ha preferido que muchos de sus conciudadanos mueran antes de dejar entrar al Ejército para ayudar, y que, como los neonazis holandeses, ha expuesto a la muerte a los mayores de 80 años. Supongo que él no tendrá familiares de estas edades. Porque esto no es una eutanasia. Porque la eutanasia es un acuerdo entre el paciente, su familia más directa y la opinión de los médicos. ¿Quién juzgará a Torra por sus decisiones que, supongo, no se han llevado a cabo? ¿Son conscientes los catalanes de qué presidente tienen? ¿Saldremos los españoles mejor de todo esto? ¿Saldremos mejor los europeos de todo esto? Ojalá así fuera, pero no lo creo. «Mi vida consiste ahora en el deseo de que todas las cosas se desarrollen distintamente de mi manera de entenderlas, y de que alguien me haga increíbles mis verdades», le escribió Nietzsche a su amigo Overbeck. Pero, desgraciadamente, la realidad no lo refutó.

Esta pandemia ha arrasado con los mayores, con los ancianos y, de paso, con la auctoritas maiorum: la sabiduría, la experiencia, y ese vínculo con los antepasados que, de repente, se rompe ya para siempre. Esos mayores que nos trajeron la libertad y la democracia, que sufrieron por ello, y que ahora hemos dejado en la soledad y el abandono. Esos patres que en la antigua Roma habían obtenido la autoridad por su ascendencia y por transmisión (la tradición) de quienes habían fundado todas las cosas posteriores. A esos antepasados, por eso, se les llamaban maiores. La autoridad de los vivos era derivada de la autoridad de los fundadores (Plinio), que ya no estaban entre los vivos. La autoridad diferenciada del poder. Una democracia que deja morir de esta manera a su memoria es indigna de sí misma. ¿Cómo se le pueden retirar todos los derechos a un grupo de ciudadanos por el simple motivo de la edad? La democracia se suicida a sí misma. También ha sido contagiada. Tiene que ponerse en cuarentena. ¿Qué médico vendrá a salvarla? Ya sabemos que a veces, o a menudo, es peor la cura que la enfermedad.

«Ay, sierva España (permítanme la licencia), albergue de dolor, / nave sin timonel en la tormenta, / y hoy no saben vivir sin darse guerra / tus habitantes, que entre sí pelean, / dime si hay un lugar en ti que de paz goce…» (Dante, Comedia, Purgatorio, canto VI)

César Antonio Molina, ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura, es autor de La caza de los intelectuales (Destino), Las democracias suicidas (Fórcola) o Para el tiempo que reste (Vandalia).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *