El virus es un nuevo muro entre nosotros

Al comienzo de uno de los más importantes cuentos de Borges, El Aleph, el protagonista sale del hospital donde acaba de morir Beatriz, su amada, y nota que en la pared de enfrente ya no luce un gran anuncio de una marca de cigarrillos rubios. Y tiene una corazonada, porque entiende que el mundo está cambiando; ya no es su mundo, ya no es un mundo para encontrarse y comprenderse.

No sólo el espacio, el tiempo también separa. El mundo cambiará, pero yo no cambiaré, se dice el protagonista enamorado de la historia de Borges, que sigue cortejando a su amada perdida; sigue celebrando sus cumpleaños, tratando de ganarse la simpatía de los que pudieron ser sus suegros, para que lo continúen invitando a cenar. Porque el tiempo no siempre logra separar. Seguimos dialogando con nuestras compañeras y compañeros que nos han dejado atrás o que se han quedado en algún lugar. Discutimos con ellos, nos acercamos y nos alejamos de ellos, nos enfadamos con ellos y nos volvemos a acercar.

Hace unos días pensaba en un amigo mío desaparecido desde hace un par de años, cuya historia y visión de la vida se entrelazan con la mía, en un diálogo hecho de afinidades y diferencias, incluso profundas, pero siempre en verdadero diálogo. De repente, sentí que había llegado a un límite, lo que me dificultó encontrarme con mi amigo, aunque sólo fuese en mi mente, como suele suceder casi siempre.

El coronavirus había erigido una pequeña frontera entre nosotros, porque él no lo había conocido ni vivido y no podía imaginar su actitud ante una condición totalmente nueva. De repente, no era su interlocutor, como lo había sido hasta hacía unas semanas. Me preguntaba cuál podría haber sido la relación entre dos amigos, uno de los cuales hubiese sobrevivido a la Shoah y el otro hubiese muerto antes de que pudiera imaginarla. El virus también puede cambiar las relaciones mentales con aquellos que no lo han experimentado, ya que en las novelas de Joseph Roth se puede sentir profundamente la distancia entre los que murieron antes y los que siguieron viviendo después del final del Mundo de ayer cancelado por la Primera Guerra mundial.

Frente a tantas rupturas epocales, que han separado los mundos de unos y otros, la pandemia puede parecer relativamente modesta, aunque para los que mueren y para sus seres queridos que siguen viviendo el resultado sea el mismo. Estos días, con la fase 2 [equivalente a la fase 1 en España], y con el intento de retomar nuestra pequeña libertad errante, experimentamos una sensación de liberación todavía un poco incrédula, casi de felicidad, aunque el viento marino que azota tu cara mientras caminas por sus orillas no disuelve la obsesiva e ininterrumpida fijación de palabras, imágenes y disputas sobre el virus, que también lo convierten en un tirano de nuestros pensamientos.

Un tirano que, como todos los demás, no quiere que pensemos en otra cosa que no sea él y que hablemos de otra cosa que no sea él. Toda amenaza seria, toda angustia es una caricatura perversa que repite palabras que una vez fueron sagradas: «No tendrás más Dios que yo». La relativa –como es lógico– salida de estos días parece tener lugar de una manera responsable, respetando las normas, sabiendo el peligro que todavía se cierne sobre nosotros y con una pizca de ese deseo de hacer novillos de vez en cuando, que es más saludable y más productivo que la fijación de la pandemia.

Incluso antes de esta apertura gradual –con la que las autoridades responsables del Gobierno y de las regiones dan muestras de haber tomado una medida inteligente–, las horas más bellas del día, según me cuentan amigos de Milán y otras ciudades, eran los paseos que se les permitía hacer hasta sus oficinas, agradeciéndolo todavía más, si la distancia era considerable y les permitía redescubrir su propia ciudad.

No podemos saber lo que nos espera y, aunque no seamos propensos a creer en las profecías –que son siempre profecías de desgracia, porque ése es su deber–, no podemos pretender ignorar que lo peor y lo trágico puede que no esté detrás de nosotros, sino por delante. Una pesadilla que se refiere y se referirá más a la supervivencia que a la vida y que tendrá el rostro de la miseria de muchos, porque las necesarias e ineludibles medidas que se han adoptado han favorecido inevitablemente ciertas actividades en detrimento de otras, los supermercados han ganado y los restaurantes y otros negocios han perdido.

Una Italia que renace de sus propias cenizas en una Europa obtusa tendrá que lidiar –tendremos que hacerlo– quizás más con el bolsillo que con la salud, porque al final son lo mismo y una vida humillada en sus necesidades más básicas es una desgracia no menos importante que una enfermedad grave. Y a esta humillante desgracia parecen destinados muchos de nosotros, demasiados.

Pero a pesar de todo, el Evangelio invita, quizás incluso nos ordene, a no pensar demasiado y sólo en el mañana. En cada mañana, incluso en las mejores, siempre hay muerte. Como dicen en mi terruño, ‘morir se debe, morir es sano, enseña el culo, marrano’.

Claudio Magris, escritor, traductor y profesor de la Universidad de Trieste.

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