El vodevil berlanguiano de los derechos animales

Las noticias se solapan vertiginosamente, pero no hay que extraviarse en la vorágine. Y aunque un tenista díscolo (tan díscolo en la pista como fuera de ella) o Paz Padilla (nueva autoridad en materia virológica) ocupen de pronto toda la atención planetaria o española, hay asuntos más importantes.

Me estoy refiriendo a algo que promete subvertir el mundo animal, en especial el del homo sapiens sapiens. Los políticos, siempre ejemplares y sensibles, quieren poner coto a la desigualdad entre humanos y mascotas. Así, y como preludio de una nueva norma, han sido reformados Código Civil, Ley Hipotecaria y Ley de Enjuiciamiento Civil a bien de considerar a nuestros animalitos de compañía no cosas, como hasta ahora, sino seres vivos “sintientes”. El calado del asunto me lleva a varias cuestiones trascendentales.

La primera de ellas se refiere a los derechos. No recuerdo si hubo alguna vez en España un presidente del Gobierno, ministro, secretario de Estado, autoridad autonómica, alcalde o presidente de escalera que no empapara su retórica de derechos. Derechos por aquí, derechos por allá, el nuevo español es ya un ciudadano en perpetuo estado de gracia. Tan larga e íntimamente mimado por sus gobernantes, vive emocionado en un idealismo de cartón piedra o, mejor, de pantalla táctil. Y si en el fondo nada cambia le da lo mismo: él, príncipe lampedusiano, lo que exige es que parezca que cambia.

Sin embargo, la reforma legal animalista tiene mucha enjundia, quizás demasiada para esta generación de onanistas nunca saciados. Fíjense que en caso de separación o divorcio conyugal el juez decidirá la custodia de la mascota y el régimen de visitas. Aquí me asalta una duda: ¿cómo va el magistrado a conocer los deseos del animal sintiente, y si prefiere irse con doña o con don o quizás no volver a verlos jamás a los dos, después de tanta bronca doméstica? Luego está el tema de la herencia, que la tía aquella de Zamora (por decir) ha fallecido y le deja a usted tres gatos obesos, dos caniches con malas pulgas y un periquito que no calla en cuanto se enciende la televisión. Proverbial e inagotable gracia de los españoles para componer vodeviles berlanguianos.

Otra cuestión es que las cosas, como casi siempre, no están bien repartidas. Estos legisladores, que conceden derechos (inhumanos, claro) a los cuadrúpedos domésticos, podrían poner atención en otros seres vivos que, de momento y a la espera de mayor reconocimiento legal, llamaremos sufrientes. Como los rosados cochinillos y los lechones, que tanto nos gustan. O como las plantas comestibles. Víctimas del genocidio vegano, resulta extraño que la mesnada woke no haya reaccionado todavía a tamaña falta de sensibilidad horticultural.

Que ningún ser vivo se quede sin derechos (bueno, los varones están en régimen de evaluación hasta que abjuren de tantos siglos de oscuro dominio) y los deberes sean definitivamente desterrados de este mundo feliz. No quisiera parecer agorero, mas la creatividad de la corrección política podría engendrar en un futuro una campaña del estilo “España, Europa, no pueden cerrar los ojos” respecto a esos sujetos pre-jurídicos con los que se practican pavorosas formas de exterminio, desde el despedazamiento a dentelladas de las ostras (¡están todavía vivas!) al infierno de una olla con agua hirviendo para el bogavante (¡está también vivo!).

Por último, la transposición de un tipo de justicia biorrevolucionaria habría de llegar hasta el teatro de la soberanía nacional. Así, nacería un Congreso de las Cortes paritario (o paritorio) en que los órdenes humano, bestial y vegetal tuvieran misma representación. La política ganaría en biodiversidad y, desde luego, en poética.

Imaginemos a un diputado humano citar a Churchill desde la tribuna, mientras clava sus ojos en los de un miembro del Partido Nacional Vacuno: “La política es casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa. En la guerra podemos morir una vez; en política, muchas veces”. Probablemente se producirían feroces lides a la luz de las proteínas animales (en la bancada verde, la proteica soja gozaría de un cupo parecido al vasco actual) y su espinosa regulación.

La coalición Porcinos Unidos insistiría siempre en que “todos los animales son iguales”, si bien las yeguas derechistas sospecharían de un programa gorrino oculto según el cual, en realidad, “algunos animales son más iguales que otros”.

Y el grupo Ensalada Mixta, temeroso de cualquier mayoría rumiante, obtendría prebendas con un soso y calculado parlamentarismo (similar a aquel de la vieja CiU). Tampoco la actual oratoria parlamentaria sufriría grandes males por el discurso ronroneante de un gatito dedicado al primer ministro, mientras la presidenta de turno del Congreso, una lechuga romana ya algo mustia, dormita en su sillón.

En suma, y en consideración a la insaciable afectación woke, no descartemos un fin de viaje hasta ese mundo feliz à la mode, fervorosamente igualitario, depositario del último y definitivo sentimentalismo. Satisfaría, además, a la floreciente antipolítica, nutrida con esmero por ciertos profesionales de todos conocidos. Confesaba De Gaulle que “la política es demasiado seria para dejarla en manos de los políticos”. Estamos, quizás, muy cerca de esculpir estas palabras en los gloriosos mármoles de la Historia nacional. ¡Guau!

Carlos García-Mateo es escritor.

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