El volcán de Oriente Próximo

«Temo por la región más que en ningún otro momento de mis ocho años aquí», escribía el corresponsal de The Guardian en el Cercano y Medio Oriente, Martin Chulov, en junio en The World Today.

El golpe militar en Egipto del 3 de julio, la creciente desestabilización en Libia y Túnez, el túnel bélico de Siria sin luz de salida, la movilización de los kurdos de cuatro países, la multiplicación de atentados en Líbano y en Irak, el limbo palestino a pesar de tres encuentros con Israel en un mes, los tímidos pasos del nuevo presidente de Irán y la dificultad de las democracias para elegir entre intereses y principios en la región justifica con creces sus temores.

Walid Jumblatt, uno de los principales supervivientes de las guerras libanesas del último medio siglo, lo adelantaba hace meses, reflexionando sobre los avances rebeldes en Siria: «Es el fin del acuerdo de Sykes-Picot», el pacto entre Gran Bretaña y Francia de 1916 para repartirse los territorios del imperio otomano.

Hace 20 años me dijo el vicepresidente, que sigue siéndolo, de Siria, Faruk al Shara, en su despacho de Damasco: «Si la minoría kurda, en cualquiera de los países de la región, consigue la independencia, todas las fronteras en la zona saltarán por los aires y será el caos». Esta semana se anunciaba una reunión de unos 600 delegados kurdos de unos 40 partidos de cuatro países de la región.

La guerra civil libanesa, cerrada en falso a finales de 1990, y el protectorado kurdo facilitado por Estados Unidos en el norte de Irak tras la guerra por Kuwait de 1991 y el desafío de Al Qaeda abrieron la caja de Pandora.

La invasión estadounidense de Irak en 2003, que despedazó el país en tres partes (la chií, la suní y la kurda), aceleró el proceso. La separación de los territorios palestinos de Cisjordania y Gaza tras el triunfo de Hamas en la guerra civil del verano de 2007 y, sobre todo, los conflictos de Libia y Siria desde 2011 lo han intensificado.

La irrelevancia creciente de las fronteras, el debilitamiento y la confusión de las identidades nacionales, el retorno con fuerza de las sectas y de las religiones, y la consolidación de señores de la guerra en los Estados más frágiles (Líbano, Irak, Siria, Libia, Yemen…) ponen en peligro lo que queda del mapa del último siglo en la zona.

Si es improbable un acuerdo entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad sobre la guerra en Siria por los vetos de Rusia y China, la simple mención de un nuevo pacto estratégico, tan necesario o más que hace un siglo, sobre la región parece una quimera. Esa fragilidad es una fuente permanente de incertidumbre, que se ve reforzada por –y, a la vez, agrava– las tensiones políticas, demográficas, sociales, económicas y religiosas, y los cinco desafíos estratégicos que amenazan con desencadenar guerras más destructivas.

Esos desafíos son la nuclearización de Irán; la regresión violenta en las mal llamadas primaveras de 2011, sobre todo en Egipto; el terrorismo yihadista, que encuentra en los nuevos conflictos caldos excelentes de cultivo; la guerra de Siria, cada día más entreverada con la iraquí; y el eterno conflicto palestino-israelí.

Como señalaba el profesor de la universidad neoyorquina de Columbia Jean-Marie Guéhenno el 1 de agosto en The New York Times, con su complicidad o pasividad ante el golpe y las matanzas posteriores en Egipto, «Occidente, que nunca ha tenido buena imagen en la región, está confirmando las sospechas de muchos, perdiendo influencia y apostando por una alianza estratégica… que posiblemente no durará».

La lección principal, para la mayor parte de los musulmanes (árabes y no árabes, basta con escuchar los mensajes de Jamenei, Asad o Al Zawahiri), es que Occidente «sigue más interesado en el acceso seguro a la energía de la región, en la lucha contra el terrorismo y en la seguridad de Israel que en la democracia o la justicia».

Con el paso de los días cobra fuerza la hipótesis de que la acción de los militares egipcios ha sido una decisión planificada durante semanas, consultada con Riad y Washington, y motivada, por encima de todo, por la desastrosa gestión de Mursi y por el temor a que la Hermandad acabase con sus privilegios y con el acuerdo de paz con Israel.

«Los Hermanos Musulmanes pretendían restablecer el imperio religioso islámico», declaraba Al Sisi a The Washington Post el 1 de agosto. «Sólo saben trabajar en la clandestinidad y no escucharon nuestros llamamientos a la reconciliación». Con su solución, Al Sisi ha conseguido convertir en realidad (clandestinidad y resistencia civil) su profecía en mes y medio.

Como recordaba el 14 de julio en el diario Aydinlik el teniente general turco Ismail Hakki Pekin, ex jefe de los servicios secretos militares de su país, Israel es el único actor de Oriente Próximo y Medio que, hasta ahora, ha salido ileso del vendaval que azota la región desde 2010.

La debilidad de sus enemigos históricos refuerza su posición comparativa y explica en buena medida el retorno de los palestinos a la mesa de negociaciones sin compromiso alguno de sus dirigentes.

Israel da por hecho que la caótica transformación abierta en Oriente Próximo y Medio durará muchos años, y, sin tradición de pluralismo en los países árabes, considera inevitable fuertes tensiones, mientras todos los actores, internos y externos, luchan por ocupar el vacío de poder.

La esperanza de contar con Turquía y Arabia Saudí como fuerzas de moderación en una transición tan delicada ha resultado un espejismo.

La primera se ha convertido en pocos meses en parte del problema más que en vehículo para su solución y la segunda, decisiva en la actual crisis de Egipto y en vísperas de otra transición en la cúpula del régimen, está sometida a las mismas fuerzas disgregadoras internas que sus vecinos árabes.

Prueba de ello es el éxito fulgurante de la campaña lanzada a mediados de julio en Facebook, Twitter y Whatsapp a favor de un aumento de salarios en Arabia Saudí. Es una protesta en toda regla, bajo el lema «El salario no cubre mis necesidades», iniciada desde abajo y desde fuera del Palacio Real y de la mezquita, a la que se han sumado millones de jóvenes con más de un millón de tuits diarios poniendo en evidencia los pies de barro del régimen saudí.

En cuanto a Turquía, su veto de la invasión de Irak por el norte en 2003, su apoyo al programa nuclear de Irán, su acusación a Israel de «practicar una política genocida en Gaza» tras el asalto a la flotilla, sus bombardeos de objetivos kurdos en Irak, sus coqueteos económicos y militares con Rusia, y su negativa categórica a apoyar a los aliados de la OTAN en la coalición contra Gadafi deterioraron gravemente sus relaciones con Estados Unidos y con sus socios europeos en el último decenio.

Aunque la desestabilización en Siria y la avalancha de refugiados en sus fronteras suavizó las diferencias desde 2011, el neo-otomanismo islamista de Recep Tayyip Erdogan está arruinando su prestigio internacional.

La represión de los manifestantes que en junio llenaron la plaza Taksim en protesta contra el proyecto de reconstrucción del parque Gezi de Estambul y las durísimas condenas, el 5 de agosto, tras un proceso politizado de cinco años han resquebrajado el modelo turco en la región y han desprestigiado aún más a Erdogan.

De los 275 sospechosos juzgados en el caso Ergenekon por supuesto golpismo, 258 fueron declarados culpables y condenados a penas durísimas: 19 de ellos, incluido el ex jefe del ejército, Ilker Basbug, a cadena perpetua.

Su inmediata condena del golpe del 3 de julio ha colocado a Erdogan al lado de los perdedores (por ahora, mañana quién sabe) en Egipto, sin credibilidad alguna como mediador para más de la mitad de los egipcios.

En un año el primer ministro turco ha pasado de modelo carismático a otro líder musulmán obsesionado en evitar que el ejército y la oposición turcos sigan los pasos de los egipcios, como ya han hecho en cuatro ocasiones desde 1960.

El vínculo que Erdogan había empezado a formar con los Hermanos Musulmanes de Egipto desde la elección de Mursi sirve de poco con el ex presidente egipcio en la cárcel, su influencia en los palestinos se ha diluido y su capacidad para influir en la guerra civil de Siria se ha debilitado.

Esa debilidad, al mismo tiempo, hace mucho más difícil una intervención exterior contra el régimen de Asad en defensa de la población o la imposición de zonas de exclusión aérea, enclaves protegidos y pasillos humanitarios para los civiles dentro de Siria.

Felipe Sahagún es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Computense y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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