El voto catalán, Goethe y los Teletubbies

Un hombre lee en el periódico los resultados de las elecciones catalanas mientras toma el desayuno el viernes 22 de diciembre, en Pamplona, al norte de España. Las elecciones han fallado en ofrecer más claridad sobre el destino del conflicto independentista catalán. Credit Alvaro Barrientos/Associated Press
Un hombre lee en el periódico los resultados de las elecciones catalanas mientras toma el desayuno el viernes 22 de diciembre, en Pamplona, al norte de España. Las elecciones han fallado en ofrecer más claridad sobre el destino del conflicto independentista catalán. Credit Alvaro Barrientos/Associated Press

El café se llama La Tornada y está a treinta pasos de la Escola Bogatell, donde el 21 de diciembre, y como en tantas otras escuelas, miles de catalanes votaron para elegir nuevo gobierno. El bar es apenas una fachada de vidrio con terraza en la acera adonde se amontonan los catalanes que buscan el sol amoroso de un invierno que empezó meteorológicamente con las elecciones del jueves pero que, políticamente, ha sido una paradójica tundra infernal desde hace meses por las tensiones con el gobierno de España. En esa terraza sucede lo que sucede en todos los cafés del planeta en días livianos y en días grandiosos: un grupo de parroquianos conspira, arregla el mundo, declara una revolución, mete goles que ganan campeonatos, piropea chicas, cambia reyes.

Estos parroquianos —en sus sesenta, jubilados o casi, clasemedieros juiciosos y bien vestidos— discutían un día después de la elección el tiovivo político catalán que, vuelta tras vuelta, intenta arrebatarle al dueño de la calesita —Mariano Rajoy y el Partido Popular, al decir de la vicepresidenta del gobierno— el anillo de la independencia. ¿Los temas? Si el bloque independentista formará gobierno pronto, si serán liberados los presos catalanes, si Rajoy levantará la intervención y si habrá canto independentista pronto o un rondó prolongado entre Madrid y Barcelona, como desde que el tiovivo del separatismo echó a correr con fuerza.

Los parroquianos no tenían muy claro qué sucederá —no están solos: nadie sabe—, pero aunque los intriga, ya han bebido de esta fuente así que regresaron a su tercer café con calma. Solo volvieron a encenderse cuando alguien preguntó si el Barça de Messi le ganaría el clásico en el Bernabéu al Real Madrid de Cristiano. De eso tampoco estaban seguros, pero entonces sí perdieron los nervios. Nadie quería que Madrid derrotara a més que un club.

A Cataluña no la inventó Goethe, pero debió haberlo hecho. Como en Fausto, los catalanes hoy viven la angustia de no saber el sentido de su existencia. Ayer los centros de votación se convirtieron en el escenario de un acto del melodrama germánico que corre por las venas catalanas. En la Escola Bogatell, a metros del café La Tornada, una multitud de urbanitas pacíficos de izquierda, centro y derecha, hinchó tanto las urnas de votos que los fiscales debieron apretar los sobres para hacer lugar a tanto entusiasta. Hay que concederle a Cataluña ese apasionamiento colectivo, como si fueran una república de Weimar, en las cuestiones de Estado. Más de 4,5 millones de ciudadanos —casi el 82 por ciento del padrón— dejaron sus trabajos un jueves para decidir si elegían una coalición para irse de España a un destino incierto o permanecían en una vetusta monarquía parlamentaria más o menos conocida.

He estado en asambleas similares en Argentina, Venezuela, Brasil y México donde la política suele ser barbarie tanática, pero el clima de la Escola Bogadell —y de otras escuelas y de las calles y del 21 y 22 de diciembre en el café La Tornada— fue un acto de romanticismo goethiano, vivido por dentro, como se consumen aquellos marcados por destinos fatalistas. Votaron, se sonrieron entre adversarios y se fueron a casa a esperar la guillotina del conteo.

A la noche, el destino fatalista fue aceptado por todos. Los que perdieron, a bajar el tono y saludar al ganador. Los ganadores, a ver cómo arman gobierno. Hasta la izquierda independentista se portó como un existencialista educado. En su comando de campaña, los dirigentes de Esquerra Republicana —cuyo líder, el depuesto vicepresidente Oriol Junqueras, fue llevado a prisión por Rajoy como dirigente del procès—, subieron al estrado para felicitarse aplaudiendo con el entusiasmo de papás en un acto escolar de fin de año. Un poco de maltrato —elegante y breve— a Rajoy, reclamo de libertad a los presos, negociación y ya. Nada de puños en alto, arengas de fin del mundo. Ni la independencia de la gloriosa nación català parecía ya tan urgente ni tan unilateral.

Tal vez el cambio de marcha se deba a que los catalanes bajan la euforia ante el riesgo de los cachetazos. Gustan de verse como una sociedad cultivada, disciplinada y práctica y, aunque no lo dicen mucho porque les caerían encima mil burlas, deslizan que cultivan un germanismo idealizado. Tan idealistas —Goethe— como racionalistas —Kant— actúan enamorados de la noción de que habrá recompensa haciendo las cosas correctas, porque el mundo es bueno.

En esa especie de construcción mítica que es la idea del ser nacional, los catalanes se saben capaces de tensar la cuerda hasta el extremo, pero —fenicios al fin, comerciantes de corazón— aplazan la sangre para acordar un camino razonable. En alguna medida, Carles Puigdemont, depuesto presidente de Cataluña, sintetiza este momento: empujar un proceso independentista al extremo de torear sin capa ni plan al Estado español para, cuando la Historia le reclamaba matar al toro, declarar la independencia, y suspenderla. Luego, huir —él dirá exiliarse— ante la avanzada del mal.

Puigdemont es un gran símbolo: un hombre que parece vestir el mismo traje desde la adolescencia —Angus Young vuelto el quinto Beatle— provoca incesantemente a Papá Estado Rajoy hasta enfurecerlo, escapa de casa y, desde el departamento de un amigo en Bruselas, mantiene enhiesta la rebeldía familiar hasta que le dejen volver al hogar, con el perdón de su madre, doña Justicia Dolorosa de España. Puigdemont es de derecha, pero se ha enfrentado tanto a un gobierno de monarquistas inquisitoriales que parece progre. Goethe estaría feliz.

El 22 de diciembre Barcelona amaneció igual que siempre. Fresco invierno, dulce sol, mar calmo. En la terraza del café La Tornada, los mismos parroquianos. En la Escola Bogatell, niños en el patio de juegos. No hubo muertos y la policía no reportó ni borrachos díscolos. Revoluciones de clases medias, calma chicha.

¿Cómo sigue esta serie de televisión en que se ha convertido el melodrama Cataluña-España? En el teatro alemán sugieren que en Berlín suceden cosas que solo son verdaderas allí y no en el resto del mundo. En el teatro político goethiano de Cataluña, la realpolitik parece empeñada en tener leyes de gravedad propias. Uno vive con la sensación de que el tiovivo de la irresolución podría ser permanente.

Este remanido cul-de-sac alimenta el costado dramático del romanticismo catalán. Todos esperan por una buena noticia, pero nada se mueve hasta que revienta en un sacudón. Y ahí van. A un lado, el pastiche de nacionalistas de derecha, izquierdistas independentistas y antisistema enfrentados por liderar el gobierno del país català, antes separatistas con prisa, hoy más dialoguistas. Por el otro, la derecha tosca de Rajoy y el Partido Popular, inquebrantable tras la idea de que España, esa reunión de diferentes, es una nación de la que nadie puede sacar los pies del plato. En medio de todos, románticamente germánicos y dramáticamente confiados en la bondad humana, els catalans, tiernos como Teletubbies, poniendo el cuerpo a la carnicería retórica.

Diego Fonseca es un escritor argentino que actualmente vive en Phoenix. Es autor de Hamsters y editor de Sam no es mi tío y Crecer a golpes.

2 comentarios


  1. Escribe "el depuesto vicepresidente Oriol Junqueras, fue llevado a prisión por Rajoy como dirigente del procès" ¿De verdad cree que el presidente del Gobierno de España -sea quien sea- puede llevar o hacer llevar a prisión a alguien? España es otra cosa, no es Las Varillas, de mi amada Córdoba, amigo.

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    1. me ha sorprendido. Me he parado a leer el artículo de un escritor que da a entender que conoce España -el tono íntimo, la abstracción goethiana- y por lo tanto he pensado que me aportaría algo más que el frú-frú insustancial que deja su lectura.

      Porque no dice nada de la mayoría emergente, ni la fractura entre el voto urbano y el rural. De la escisión, una vez más en España, de lo simbólico (fuertemente incentivado desde el presupuesto público) y lo real. De las insuficiencias también de los Partidos Centrales (no solo del PP).

      Conozco Argentina, algo, y estoy convencido (y orgulloso) de que mi conocimiento del hermoso y complejo País no cae en la tremenda superficialidad de Fonseca. Y sin perdonarles la vida.

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