El voto de las mujeres

La ortodoxia clásica de la ciencia política situaba a las mujeres a la derecha de los hombres en cuanto a su posicionamiento ideológico y con un menor interés, en general, por la política. Esta brecha de género en el comportamiento electoral empieza a desdibujarse al tiempo que las preferencias electorales se vuelven más instrumentales. El voto seguía recorriendo divisiones sociales como la pertenencia de clase o de raza, pero el sexo ya no parecía explicar el comportamiento en las urnas. Esto ha sido así hasta que a partir de la década de los ochenta emerge lo que Ronald Inglehart y Pippa Norris llamaron la brecha moderna de género. Hombres y mujeres vuelven a votar distinto, pero esta vez al revés: las mujeres muestran preferencia por las opciones más progresistas. La diferencia no es trascendental en la mayoría de los casos, pero sí consistente. Las razones tienen que ver con factores estructurales como el acceso de las mujeres a la educación superior y al empleo remunerado, y cambios de carácter más cultural que legitiman y reivindican la igualdad. En el mundo entero, el movimiento feminista ha actuado de catalizador de estas transformaciones.

¿Cómo afecta esta alineación de las mujeres hacia opciones progresistas a la competencia entre partidos? La respuesta es compleja y depende en gran medida de las reglas de juego en cada sistema político y electoral, pero cabe destacar dos grandes tendencias. En primer lugar, los partidos de izquierda se han consolidado como valedores de los intereses de las mujeres. Han sido las agrupaciones más dispuestas a consolidar políticas de igualdad de género, introducir medidas de acción positiva, y arriesgar con nuevos ámbitos de intervención, como el tráfico y la explotación sexual o la violencia de género. En segundo lugar, y no menos significativo, en su interés por atraer el voto de las mujeres, y particularmente el de las más formadas, los partidos de centroderecha han ido abandonando posiciones más conservadoras y asimilando en paralelo discursos y estrategias que en un principio eran hegemónicas de la socialdemocracia. En toda Europa, los partidos de centroderecha han sustituido las políticas fiscales y de renta destinadas a mantener a las madres en casa por otras que invierten en servicios de atención a la infancia y apoyan el trabajo de las mujeres.

Todos han asumido la reivindicación de paridad en la representación política, aunque los impulsos hayan sido menos decididos. Con intensidad variable, el centroderecha ha terminado por asimilar agendas feministas. El propio modelo social europeo adoptó sin ambages las principales líneas de intervención de la lucha contra la discriminación por razón de género impulsadas tiempo atrás por la socialdemocracia escandinava. Por fortuna para todos, y en especial para todas, opciones conservadoras en lo económico son hoy perfectamente compatibles con posturas socialmente progresistas.

En España, el paso de la brecha de género tradicional a la moderna se produjo con retraso por nuestra tardía democratización, aunque luego, eso sí, corrimos más que nadie. La convergencia entre los dos grandes partidos en torno a la igualdad de género es contrastable ya desde la refundación del Partido Popular hace ahora treinta años. El nivel de compromiso no es equiparable al que ha tenido siempre el PSOE, con una discrepancia importante en torno a la necesidad de acciones positivas, pero la convergencia es, desde todos los puntos de vista, indiscutible. A mediados de los noventa, España ya doblaba la representación femenina de muchos otros Parlamentos europeos. El primer Gobierno de Aznar contaba con un 20% de mujeres, el primero de Rajoy superaba el 30%. Incluso renegando de las cuotas, el PP se ha ido acercando a la paridad en política. Salvo contadas excepciones (el ministro Gallardón), al PP nunca le ha salido a cuenta hacer otra cosa que no fuera aceptar el compromiso de la lucha por la igualdad.

La pregunta ahora es si todo este esfuerzo sostenido saltará por los aires al entrar en escena un nuevo actor político con potentes altavoces mediáticos y una notable capacidad de arrastre hacia posiciones extremas sobre todos los grandes consensos construidos en democracia. Está por ver si dentro del bloque de la derecha se abrirá una pugna por atraer al votante enfadado, aquel que opina que en cuestión de derechos se ha ido demasiado lejos, se han invertido demasiados recursos, se ha ofrecido excesiva protección. Tan preocupados estamos por la posibilidad de este contagio malo que nos olvidamos de ese otro contagio bueno, el que permitió convertir la causa feminista en universal en cuanto a sus reivindicaciones, y transversal en cuanto al espacio político que ocupa. Aquel que contribuyó a consolidar en la sociedad el respeto a la diversidad y el rechazo a los abusos de poder, en todas sus formas. Que la derecha abandone ese lugar sería tan dañino como que la izquierda calcule ahora los réditos electorales de una polarización que creíamos superada.

Margarita León es profesora de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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