El voto de los católicos

Llegan a España tiempos de urnas, que mientras las haya, siempre podremos decir que son mejores que aquellos en los que brillan por su ausencia, permitiendo que otros decidan por nosotros. Son muy diversos los motivos que inducen a los ciudadanos a elegir entre la amplia oferta de candidaturas que se presentan en cada convocatoria electoral. Parece lógico que las razones ideológicas o las de adscripción partidaria sean las determinantes a la hora de emitir el voto, pero lo cierto es que ni son las únicas, ni siquiera las más frecuentes.

En el elector pesan muchas otras motivaciones, tales como la confianza que le inspire un candidato, la aprobación o repulsa de la acción del gobierno, su personal apreciación de si la situación general ha mejorado o empeorado, e incluso la valoración de su propia coyuntura, votando a quien considere mejor atienda sus necesidades o defienda sus intereses.

La experiencia incluso nos enseña que el sufragio puede variar según sea la naturaleza de los comicios: local, autonómica, generales o europeas, llegando al extremo de ser distinto el resultado obtenido por el mismo partido en el escrutinio final de dos citas electorales celebradas el mismo día, como sucedió en La Coruña con ocasión de unas elecciones municipales y europeas, realizadas simultáneamente y que prácticamente con los mismos votos uno y otro, ganó Manuel Fraga para el PP en las europeas y yo para el PSOE en las municipales.

Parafraseando a un insigne dirigente socialista, el histórico Indalecio Prieto, podíamos resumir el sentido último del voto diciendo que el común de los mortales selecciona su papeleta o bien con la cabeza, o bien con el corazón, o bien con el estómago, pues muchas y muy distintas son las causas de nuestra opción, siempre legítima y democrática, porque es la expresión de un acto de libertad. En la obligada recapacitación que nos sirve para decidir nuestro voto, me gustaría introducir un elemento más para la reflexión, que no es otro que cuál debe ser el sentido del voto de los católicos españoles y ello por diversas razones.

La primera y nada baladí por cierto es que si entendemos por católicos, no el número de bautizados, sino solamente el de practicantes nos encontramos ante una minoría significativa de la población, ya que su número supera los diez millones de personas. La segunda y muy novedosa, es que por vez primera desde la instauración de la democracia, los católicos españoles inexplicablemente no cuentan con la orientación pastoral de sus obispos, que han hecho mutis por el foro, como si todo el monte electoral fuera orégano y el resultado final, fuese cual fuese la opción ganadora, en nada afectase al futuro de la Iglesia.

Cierto es que gracias a una sabia decisión de la Conferencia Episcopal que encabezaba el llorado cardenal Tarancón, en nuestro país afortunadamente no han ningún partido confesional. Cierto es también que conforme a las resoluciones del Concilio Vaticano II y a lo establecido en la vigente Constitución, en España existe una total separación y autonomía entre la Iglesia y el Estado, estando consagrado en nuestro ordenamiento jurídico el principio de libertad religiosa.

Y cierto es que la propia doctrina de la Iglesia en materia social y política tiene una lectura tan amplia que permite acogerse bajo su ideario a múltiples ideologías, incluso contradictorias entre sí, siempre que cumplan un denominador común mínimo en cuestiones de ética, moral, libertad y democracia. Todo ello nos lleva a los católicos, e incluso a los no católicos respetuosos con el principio de libertad religiosa, a examinar con atención los programas electorales y los mensajes políticos lanzados por los diferentes partidos, compromisos que en muchos casos son ya realidad, vistas las conductas y decisiones tomadas en relación con el hecho religioso, por muchos de los responsables de gobiernos municipales y autonómicos, que en este caso sí han cumplido a rajatabla sus previos anuncios electorales.

En estos años últimos, los católicos nos hemos visto engañados por unos y amenazados por otros, y siempre ninguneados por todos, carentes del más mínimo gesto de atención o de cariño, como el que reciben otras minorías (más minoritarias) por razones de género, inclinación sexual, confesión religiosa o sencillamente por presuntos derechos históricos. Se ha llegado incluso a expulsar o marginar a los parlamentarios que en ejercicio de la libertad de conciencia han defendido el derecho a la vida, mientras que «a sensu contrario» la indisciplina en favor de la muerte del nasciturus se ha saldado simplemente con una sanción económica. Los programas de gobierno nos anuncian como «prioridad generacional» la laicización de la sociedad española, a través de una batería de propuestas que rompiendo el espíritu conciliador de la Transición, busca seducir el hecho religioso al ámbito exclusivo de lo privado, atentando contra el derecho de libertad religiosa y teniendo como enemigo a batir a la Iglesia Católica. Para ello se anuncia en la pretendida reforma de la Constitución, la derogación en el artículo 16 de toda referencia a la Iglesia y la sustitución del término aconfesional para definir al Estado, por el más agresivo de laico. Se establece la derogación de los Acuerdos con la Santa Sede, suprimiendo así los derechos jurídicos, económicos, institucionales y educativos que regulan el estatus de la Iglesia española y sus instituciones.

Se propone derogar la vigente ley de Libertad Religiosa para así suprimir la presencia pública de símbolos religiosos y prohibir cualquier manifestación religiosa por parte de las autoridades e instituciones del Estado.

Se denuncia la financiación de la enseñanza pública concertada, fundamentalmente religiosa, dejando sin amparo a dos millones de alumnos, y olvidando que este sistema fue una creación del PSOE de Felipe González. Se considera como un privilegio las exenciones fiscales que en materia de IBI goza la Iglesia, al igual por cierto que todas las instituciones de igual naturaleza, anunciando su modificación, así como en lo referido a las inmatriculaciones patrimoniales de la Iglesia. Nada queda salvo proponer quemar conventos. Pero no nos confundamos, lo propuesto no es una improvisación anticlericalista para arañar unos votos. Es un capítulo más de un planificado y coordinado ataque contra la Iglesia y los valores que representa.

Cuando en estas fiestas de Navidad los ayuntamientos boicotean la condición cristiana de estos días, no prohíben las fiestas, simplemente sustituyen los símbolos y referencias cristianas por un modelo festivo que responde a sus criterios ideológicos, imponiendo un prototipo paganizado en adornos y celebraciones, convirtiendo la Navidad en un remedo de los arcanos solsticios de invierno. Abetos y no belenes.

Hoy los católicos de España ni debemos guardar silencio ni mucho menos experimentar un temor vergonzante. ¡Cuánto damos, sin decir ni pedir! Quienes tienen a gala para nada relacionarse con la Iglesia, en justa reciprocidad reciban en las urnas su mismo trato por parte de los católicos.

Francisco Vázquez, embajador de España y exalcalde de La Coruña.

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