El zar Sánchez y las aldeas Potemkin

El zar Sánchez y las aldeas Potemkin

Es cierto que sobreabundan las jornadas históricas y que éstas tienen más que ver con el periodismo que con la Historia. Por eso, la maestra de la vida es pudorosa con unas efemérides que suele mantener años en secreto. Sólo Goethe atisbó en el momento de la contienda del puente de Valmy el nacimiento de una era nueva, una vez que las tropas revolucionarias francesas derrotaron aquel 1792 al ejército austroprusiano. «Empieza una nueva época en la historia, y ciego será el que no lo vea», observó clarividente. Empero, sabedor de que hasta los dioses luchan en vano contra la estupidez, seguro que habría sido tildado de apocalíptico por los integrados de su tiempo, según la dicotomía establecida por Umberto Eco en el libro de ese título.

En la aurora de Valmy, Goethe vislumbró el mundo por venir. Por contra, en el cambio de régimen que se obra en España, la opinión pública no parece apercibirse. Incluidas sus clases dirigentes. Más inclinadas a buscar un lugar bajo el sol de un gobierno de cohabitación socialcomunista supeditado a los separatistas. Como las élites catalanas con el kafkiano procés hasta que vieron en riesgo su negocio, lo que antaño llevó a sus antecesores a apoyar las dictaduras de Primo de Rivera y Franco.

Es el retorno al mundo de ayer por medio de quienes acarrearon las dos grandes guerras mundiales bajo el subterfugio de un progresismo –malformación del auténtico progreso– que persigue la colectivización del individuo y de su modo de vida. Así, al modo soviético, la ministra Celaá proclama que los hijos no pertenecen a sus progenitores, sino al Estado. Es el retorno de los «ingenieros de almas» con los que Stalin ansiaba construir el hombre nuevo al que aspira todo totalitarismo.

A este fin, se subordina el Parlamento a «escribanía del gobierno», expresión argentina que alude a cómo sus congresistas subscriben en un abrir y cerrar de ojos lo que les manufactura el Ejecutivo, y se menoscaba la independencia judicial como si los jueces fueran escribas ministeriales. En vez de tres poderes independientes, a modo de Santísima Trinidad de la democracia, como propugnaba Montesquieu, se reducen a tres funciones y un único poder verdadero: el del presidente del Gobierno.

De esta guisa, Noverdá Sánchez se erige en una especie de zar a lo Putin con su jefe de gabinete, Iván Redondo, dotado de poderes cuasi de jefe de Gobierno al frente de los ámbitos clave en la gobernación que ambicionaba para sí uno de sus vicepresidentes de hoy como Pablo Iglesias. Redondo ejercerá como valido con la ventaja de estar fuera del escrutinio de la oposición al no ocupar sitio en el banco azul. Sin luz ni taquígrafos en lo que se determine en el Ala Oeste de la Moncloa –primera esfera de poder del nuevo orden–, la opacidad se extenderá al comité de enlace de PSOE y Podemos –segunda esfera– y a las mesas bilaterales con ERC y PNV –tercera y determinante esfera– en las que Sánchez habrá de ganarse los votos que precisa para gobernar.

Todo ello extramuros de un Parlamento reducido a lacrimatorio de la impotencia de una oposición y en el horario que estime un gobierno que venía a hacer de la cámara de representantes el centro de la vida democrática. Entre tanto, el extenso Consejo de Ministros, cual silente politburó, se limitará a formalizar lo que se trate en los tres referidos círculos con el Parlamento como refrendario de lo que se cocine fuera y sin más derecho ejercitable que el de asentimiento o el pataleo, según de qué lado se esté. De momento, no se le impedirá el paso a la oposición, como a Guaidó y los suyos en Venezuela. Pero ya se usarán otras técnicas más sibilinas para su desistimiento, al igual que se hará con cualquier foco crítico con el nuevo orden establecido.

«Si no puedes con tu enemigo, únete con él», reza el refrán, y a fe que así lo cree el doctor Sánchez, ¿supongo?. Así, tras fracasar en su plebiscito del 10-N, en el que perdió dos escaños y más de 700.000 votos, ha dado un volteo de campana podemizándose y asumiendo las reivindicaciones soberanistas –indultos, financiación y consulta– en tres plazos: primero tomó su lenguaje, luego su relato y, finalmente, sus reclamaciones. Anhela una tregua que le permita gozar de La Moncloa y luego el que venga detrás que arree. Una muestra de frivolidad sólo factible cuando lo sólido se evapora tras pasar por una fase líquida.

Sánchez se vale del golpe catalán del 1-O, tras entronizarse con el sufragio de los condenados, para dar su propio hachazo a la legalidad. Para ello, por encima de la farfolla de las mil y una vicepresidencias del gobierno del insomnio, no hay puesto más principal para su supervivencia que la de ministro de Justicia para cumplimentar la exigencia de sus socios de desjudicializar la política, lo que, en román paladino, supone impunidad para los delincuentes políticos amigos. A la par, pone las cosas al revés. Así, quienes han defendido el orden constitucional serán estigmatizados, como jueces y fiscales, y purgados, como la cúpula de la Guardia Civil, sin que se libre ni el Rey tras su patriótico discurso apelando a restablecer la legalidad en Cataluña, mientras el Gobierno legitima a los asaltantes del Estado de Derecho a costa de sus víctimas.

Es lo que ya hace en el País Vasco y Navarra, donde los mártires del terrorismo son acusadas por algunos socialistas de vivir mejor con ETA, siendo la última en proclamarlo la presidenta navarra, María Chivite, quien solo ha podido ocupar ese puesto merced al voto sanguinario del brazo político de la banda terrorista.

Aprovechando el remozamiento de las fachadas ministeriales para colgar sus supercalifragilísticas nuevas denominaciones, Sánchez debiera haber añadido la condición de Ministerio de Gracia al de Justicia, como figuró hasta 1931. Para este fin, Sánchez ha escogido al ministro idóneo, Juan Carlos Campo, tras el desastre sin paliativos que ha sido Dolores Delgado, con cuyo nombramiento el presidente de carambola quiso agradecer los servicios prestados por el ex juez Garzón, al no poder hacerlo ministro al estar inhabilitado. El ministro a la sombra de Lola, espejo oscuro ha sido clave en el encaje de bolillos judicial que propició que Rajoy entrara, en una pieza del caso Gürtel, por la puerta del juzgado como testigo y saliera defenestrado por la ventana de su despacho de la Moncloa tras la confabulada moción de censura Frankenstein entre jueces partisanos y formaciones conectadas con los mismos.

A diferencia de una fiscal desprestigiada hasta el vómito, tras conocerse las ominosas grabaciones del comisario Villarejo en que festejaba la red de «información vaginal» del policía contra políticos y hombres de negocio, así como situaba como chantajeables a fiscales y jueces de los que comentó que habrían mantenido relaciones sexuales con menores en Colombia, Campo goza la ventaja de ser visto por la cúpula judicial, de la que fue vocal del Consejo General, como uno de los suyos.

Con tales aldabas, se constituye en ministro dragaminas que limpie de cargas explosivas las aguas que ha de surcar Sánchez y evite que la legislatura salte por los aires. Como le advirtió el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, y tiene comprometido por escrito con los soberanistas. No cabe duda de que «el lecho adeudado para dormir trae buen recado». Sánchez confía en que Campo no embarranque como el comandante del cazaminas Turia en septiembre al ir a rescatar el avión en el que perdió la vida un comandante.

De la misma manera que Zapatero condujo el proceso de paz con ETA por medio del otrora fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, hoy comisionado en el Tribunal Constitucional, Sánchez dispondrá al frente del ministerio de alguien dispuesto también a que el vuelo de las togas no eluda el contacto con el polvo del camino. Si, para aquel, la Justicia no estaba para obstaculizar procesos políticos, otro tanto cabe argüir para quien ha servido más tiempo al PSOE que a la Justicia, habiendo dispuesto de cargo socialista desde 1997 con Chaves. Más comedido, sin embargo, Campo prefiere hablar de Justicia «entendible» (sobre todo para el secesionismo). A la Justicia, en cuanto se la apellida se la deforma y adultera.

Campo contará con la contribución de su antecesora. Como fiscal general, volverá a ser esa «fiscal de trinchera» que presume, pese al varapalo del CGPJ a una ministra triplemente reprobada. En su posición, Delgado devaluará la condición de la Fiscalía del Estado a la de Gobierno, como hizo con la Abogacía del Estado, al tiempo que desprotegía al instructor del 1-O, el juez Llarena, mientras saboteará leyes y penas en lo que hace a los socios de Sánchez. No sería de extrañar que, como amenaza Junqueras, quien termine condenado (y sin medidas de gracia) sea el juez Marchena, presidente del tribunal que lo sentenció por sedición, en vez de rebelión, al entender que el golpe del l-O fue una ensoñación.

Dado su desprestigio, muchos han querido ver en la designación de Lola, espejo oscuro un gesto de egolatría y soberbia de Sánchez como el que le llevó a Calígula a hacer senador a su caballo, así como un aviso de navegantes a jueces y fiscales que se desencaminen. Parece tan cierto eso como que no quiere incurrir en el fallo de González con Garzón al desairarle con un cargo menor cuando apetecía el ministerio que otorgó al juez Belloch y se revolvió contra él como un escorpión.

Quiere cubrirse las espaldas con quien goza de vinculaciones directas con el populismo latinoamericano corrupto que se mueve entre Cristina Kirchner y Evo Morales, pasando por gerifaltes del régimen venezolano con episodios como la huida de Hugo Carvajal o la extraña muerte de un testigo clave en el caso de corrupción del embajador de Zapatero en Caracas, Raúl Morodo. Qué mejor seguro que tener en posición tan preferente a una amiga íntima del ex juez, quien ya se vio salpicada al bloquear la extradición del naviero Maura, cuya defensa tenía el ex juez.

En cien horas, mientras se le exige a la oposición que guarde cien días de reglamento hasta que la situación sea irreversible, Sánchez ha puesto las bases para convertirse en un nuevo Putin tras investirse con el menor número de escaños propios de lo que lo hizo jamás ningún otro presidente desde la Transición. Para tapar su asalto a la Constitución, el zar Sánchez se vale de los manejos de su protector Redondo, quien reconstruye las «aldeas Potemkin» con las que, según la leyenda, el amante y valido de Catalina la Grande se sirvió para ocultar la realidad de la Crimea recién conquistada. Si ese escamoteo de la verdad es una tradición rusa, desde los zares a Putin, pasando por el comunismo soviético, ahora resulta una necesidad acuciante para que los españoles no se percaten de la mudanza de régimen que se perpetra por quienes prometieron guardar y hacer guardar la Constitución hace unas horas como quien dice.

A fin de evitar que esta realidad sea insoslayable, la oposición no debiera preguntarse tanto si están de acuerdo en todo como si marchan por la misma senda para frenar el doble proceso en marcha en Cataluña y en el conjunto de España. No sea cosa de que, llegado el momento, y si España aguanta todavía, Sánchez se erija en el mal menor tras romper tácticamente con sus socios para ir a las urnas en mejores condiciones. Propósitos de zar y estrategia redonda de su mariscal «Potemkin».

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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