Elecciones 2008: jugando a las siete y media

Quedan algo menos de tres meses para las elecciones generales. Las encuestas -con alguna llamativa excepción- muestran bastante igualdad entre los dos principales competidores, aunque invariablemente apuntan también a una ligera primacía del PSOE. En este trabajo me gustaría dibujar un cuadro de los elementos que operan sobre la estrategia de los dos grandes partidos y las paradojas en las que ambos se mueven.

Los analistas que se afanan en anticipar la clave del desenlace apuntan dos direcciones determinantes (y opuestas) en ese sentido. Una es la conquista del voto en el centro y entre los votantes «sin ideología», que se define como el territorio de disputa preferente entre PSOE y PP; esta es la tesis recientemente expuesta por Belén Barreiro en El País. La otra es la movilización de lo que César Molina ha definido gráficamente en ese mismo diario como la «izquierda volátil», susceptible de votar al PSOE, a IU o de abstenerse. Ambos autores presentan un argumento razonable, pero, a mi juicio, ambos pierden de vista otras dimensiones de la contienda, sin las cuales el cuadro no está completo.

En efecto, una mayoría de quienes van a votar tienen ya claro por quién lo harán. Son los ciudadanos más consistentes políticamente, bien porque tienen una identidad política fuerte (los más ideologizados), bien porque tienen una conciencia subjetiva de sus intereses que se corresponde claramente con un partido determinado (los más pragmáticos). Unos y otros definen el suelo electoral de las principales formaciones, suelo que, en este caso, arroja como mínimo cerca de 20 millones de votos, de los que 16 se los repartirán prácticamente por igual el PSOE y el PP.

Pero quedan entre 6 millones (si la participación alcanza el 75 por ciento, que considero el techo previsible de participación) y 4.5 millones (si la participación se queda en el suelo previsible, el 70 por ciento) cuya decisión de votar o abstenerse y, si optan por lo primero, el sentido de cuyo voto, están aun abiertos. Es sobre esta amplia franja de votantes sobre la que se decide la elección.

Sucede que esos contingentes de electores que convenimos -de forma no siempre precisa- en llamar indecisos son muy heterogéneos entre sí. Efectivamente hay entre ellos tanto electores que convencionalmente llamamos de centro (la mayor parte de los cuales están muy débilmente ideologizados), como electores de izquierdas (mucho más ideologizados). Las palancas que activan a unos y otros son distintas, pero ambos son muy tributarios de la definición social de la elección y el que prospere socialmente un relato determinado de aquella puede provocar tanto la movilización de unos como el retraimiento de otros.

Si aceptamos la noción minimalista de la democracia, a lo Popper, según la cual las elecciones no las gana la oposición, sino que las pierde el Gobierno, está claro el relato que en teoría conviene a cada cual. Para el PP se trataría de visibilizar el riesgo de una legislatura Zapatero II en torno a los ejes con los que ha desgastado al Gobierno en la actual: básicamente, la negociación política con ETA y el nuevo diseño territorial, con el añadido -no menor precisamente- de una situación económica mucho menos favorable que la de estos últimos años. El riesgo de esa estrategia no es menos claro: plantea la disputa electoral en base a argumentos negativos y, por así decirlo, le da la razón a quienes le acusan de haber practicado una política «noísta», de tierra quemada, restringiendo así las posibilidades de captar votos en la franja del centro. Esos votos sólo podría aspirar a conquistarlos con un mensaje más claramente propositivo, difícil de instalar a estas alturas, entre otras cosas porque su «raccord» con la imagen dominante -y la instalación de esa imagen es sin duda el mejor logro político del PSOE en la legislatura- es muy problemático.

Para el PSOE, en cambio, se trataría de poner en valor los aspectos menos polémicos de su gestión (esencialmente las cuestiones sociales), presentándolos como el fruto de una acción y una visión positivas (apalancándose en las fortalezas de la imagen de Zapatero) y descalificando implícitamente al PP. No son menos obvios los inconvenientes de este relato: en un cuadro de deterioro de las expectativas económicas, la credibilidad de la dadivosidad social -por cierto, escandalosamente publicitada con el dinero de todos en las últimas semanas- baja muchos enteros.

Pero, además, ese es un relato incompleto, desde el punto de vista de las necesidades del PSOE. Porque si bien puede ser funcional para el electorado más tradicional y consolidado así como para el más deferente (y menos ideologizado) no está claro que sea un mensaje suficientemente movilizador para una franja crítica de electores de izquierda, aquellos que fluctúan esencialmente entre IU, el PSOE y la abstención, pero sobre todo entre los dos últimos. Una parte de la incógnita sobre cómo se van a comportar estos electores es relativamente fácil de despejar: no creo en absoluto que IU pueda regresar a cotas como las que logró entre 1989 y 1996, bajo el liderazgo de Julio Anguita, en torno al 10 por ciento del voto. Mi hipótesis es que, en el mejor de los casos, retendrá el 5 por ciento de 2004. En cambio, la otra parte de esa incógnita, si habrá o no una movilización suficiente a la izquierda del PSOE como para proporcionarle el aporte crítico para la victoria, va a permanecer abierta hasta muy poco antes de la elección.

Pareciera por tanto que en el interés del PSOE está provocar más movilización, pero el riesgo de esa estrategia, esencialmente orientada hacia la izquierda, puede ser suscitar la desmovilización o el voto al PP de la franja centrista y/o desideologizada. El PP, a su vez, tiene a su vez que evitar la movilización reactiva de la franja más izquierdista que puede votar al PSOE «tapándose la nariz», para lo que debería suavizar los perfiles más ásperos de su propuesta, pero con ello corre el riesgo de desmovilizar a los «suyos» que no encuentren suficiente convicción y compromiso en sus propuestas.

Añádase a ello el factor verosimilitud para complicar aun más el panorama. Si se visualiza el triunfo del PSOE como una certeza, ello puede provocar un cierto retraimiento de la izquierda crítica, que no considerará necesario acudir a las urnas no tanto a salvar a Zapatero como a condenar a Rajoy. Pero también el PP puede verse perjudicado por esa certeza social, que desincentivaría el voto de la franja central. Sin embargo, paradójicamente, para el PP podría incluso ser más perjudicial la creencia mayoritaria de la verosimilitud de su triunfo. Hoy no cabe duda de que la clave esencial de la movilización electoral en 1993, que permitió al PSOE retener el Gobierno in extremis, no fue otra que la «pre-visualización» por parte de la izquierda de un posible triunfo del PP, tras el éxito de Aznar en su primer debate con González.

Nos encontramos por tanto ante un dibujo estratégico que, ahora que está tan en boga la teoría de juegos para explicar el comportamiento de los actores políticos, evoca a uno de los más castizos juegos de naipes de nuestra cultura: las siete y media. El PSOE no puede pasarse, ni por el centro ni por la izquierda, so pena de alienar más de lo que conquiste, pero al tiempo debe mantener encendida la llama de la esperanza (o la del temor) para que no se queden en casa sus potenciales votantes en ambos márgenes. El PP no puede repetir el perfil plano de 2004, pero tampoco le conviene convertirse a los ojos de la izquierda más o menos volátil en una amenaza creíble. Entre las respectivas Scillas y Caribdis de la desmesura y la escasez, ambos se ven obligados a recordar los jocundos versos de Muñoz Seca: «Y el no llegar da dolor/Pues indica que mal tasas/Y eres del otro deudor/Mas ¡ay de ti si te pasas!/¡Si te pasas es peor!».

José Ignacio Wert, sociólogo.