Elecciones a la vista

En agosto hemos conmemorado un siglo del comienzo de la Primera Guerra Mundial y 75 años de la Segunda. Un corto tramo de 25 años entre las dos guerras, al que sigue, si descontamos la descomposición bélica de Yugoslavia, el periodo más largo de paz y progreso que haya vivido Europa en los últimos siglos.

El PIB de Alemania, la locomotora de la economía europea, decrece en un 0,2%, lo mismo que el de Italia, y Francia apenas pasa del 0%. Todo parece indicar que crecimiento y bienestar, sin que se sepa por cuánto tiempo, hubieran llegado al tope. En este contexto, que España crezca un 0,5% pondría de manifiesto no tanto el inicio de una nueva fase como su carácter harto efímero.

Un paro enorme, que entre los más jóvenes llega a descomunal, pero sobre todo el deterioro de las clases medias, han llevado a una buena parte de la población a enfurecerse ante una corrupción generalizada, que en tiempos de bonanza se había tolerado, yo diría hasta con cierta complacencia.

La cada vez más imprevisible crisis de Cataluña, que busca en la ruptura una salida de urgencia, hace la situación aún más angustiosa, si cabe. Aunque haya que evitar todo patetismo, es difícil no percatarse de que tal vez estemos llegando al final del ciclo que se abrió con la Transición.

Ante este pronóstico, se detectan tres reacciones. Una que propone reformas políticas de calado, que incluyen modificaciones sustanciales de la Constitución, por lo menos en lo que se refiere al modelo territorial y la ley electoral. Se es consciente de la gravedad de la situación, pero no se ha perdido la esperanza de una renovación salvadora.

Voces en este sentido no faltan, pero con claridad no se percibe qué fuerzas sociales podrían promover una regeneración exitosa dentro del sistema. Hay que descartar al empresariado, que suele reducir su política a defender puntualmente intereses inmediatos. Además, cuanto mayor una empresa, más depende de una buena relación con el aparato político, dispuesta a pagar las comisiones que exijan y a evitar cualquier opinión que pueda desagradar.

Tampoco los grandes partidos, que se reparten el poder, pueden estar interesados en cambios sustanciales. El empeño en mantener las posiciones adquiridas explica las tragaderas enormes que distingue a la militancia política. Los que tienen puestos, para no perderlos, y los que todavía no los han conseguido, para seguir aspirando a ellos.

En resumen, los sistemas sociopolíticos mueren porque al final no son reformables. No solo falta la capacidad de hacerlo, sino a menudo incluso la conciencia de que sea necesario. Si echamos una mirada al pasado, llaman la atención los muchos ejemplos de élites que, muy poco antes de perecer, estaban absolutamente seguras de su permanencia. Nadie como los políticos en el poder confía tanto en la inercia que los mantiene.

Un segundo grupo, en rápido crecimiento, pretende dar el golpe final a un sistema que considera moribundo. Lo compone un conglomerado de grupúsculos que, esforzándose en marcar las diferencias, divergen en casi todo. Como única excepción cabe señalar el Frente Cívico de Julio Anguita, que propone un gran bloque que reúna a Podemos, Izquierda Unida, ATTAC, Equo, Stop Desahucios, es decir, todas las fuerzas políticas que pretenden cerrar el ciclo.

Conviene recalcar que la propuesta la hace un grupo bastante marginal con un líder ya sin ambiciones políticas. Nadie duda de que la unión hace la fuerza, pero todos saben también que cualquier proceso de unificación implica cambios entre los cabecillas de cada formación. Pese a que desde decenios en nada se diferencia la política que CC OO y UGT llevan a cabo, se mantienen separadas por el mismo afán de supervivencia del que las respectivas direcciones centrales y regionales dan buena muestra.

Al proponer lo obvio, que Ciudadanos y UpyD al menos electoralmente vayan juntos, Francisco Sosa Wagner ha comprobado en su propia carne cuál es el obstáculo principal a cualquier política de fusión, y es que modifica las estructuras consolidadas de poder. Los jefecillos prefieren ser cabeza de ratón que cola de león.

La fuerza en la reserva, Podemos, se mantiene en silencio sin ofrecer políticas concretas, ni mucho menos plantear coaliciones, que fueren las que fueren, le perjudicarían. Su presencia social está asegurada por el miedo que levanta entre los que temen salir perjudicados si triunfase. El pavor que los medios expanden basta para seguir creciendo.

El tercer grupo lo forman el Gobierno y sus aliados sociales. Aparentemente permanecen imperturbables, sin tomar iniciativa alguna y agarrándose a cualquier clavo ardiendo: la crisis económica estaría finalizando, Europa no permitiría la descomposición de la cuarta potencia de la eurozona, al final se impondría la fuerza de la inercia. En fin, lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. La secesión de Cataluña no cabe en la Constitución, luego no tendrá lugar.

Pero, a menos de nueve meses de las elecciones autonómicas y municipales, por mucho que disimule el Gobierno, no puede confiar ya en que el débil remonte de la economía sea suficiente para impedir el desplome del bipartidismo. Identifica la mayor amenaza en Podemos, que ha logrado centrar a su favor la comprensible indignación que produce una corrupción generalizada en una crisis que se muestra interminable.

Nadie duda de que el Gobierno echará mano de la mayoría absoluta para cambiar a su favor las reglas del juego con una ley electoral que con el 40% de los votos, si es necesario con menos, aumentando en la misma proporción el número de concejales del partido ganador, lleve al poder al alcalde más votado. Cambiar el sistema proporcional, aunque el nuestro sea uno con grandes recortes, por otro prácticamente mayoritario, no solo no encaja en la Constitución, sino que deja sin opción a las minorías que en su conjunto podrían sobrepasar el 50%.

En suma, la evidencia se impone: nadie en el Gobierno, ni en los círculos directos en los que influye, han tomado en serio el discurso de la regeneración. Bajo una retórica de lucha contra la corrupción lo prioritario sigue siendo mantener oculta la que hasta ahora no haya saltado a la superficie, sin cambiar nada en la estructura vertical de los partidos, ni en una ley electoral que mucho beneficia el bipartidismo, aunque también al nacionalismo periférico, todo tiene su precio. En vez de democratización de la sociedad, factor decisivo de cualquier regeneración, medidas cada vez más represivas para impedir que la movilización social siga creciendo.

El PSOE, lejos de haber elegido con Pérez Tapias una alternativa de izquierdas bien razonada, aunque no sé si a estas alturas hubiera servido de algo, ha preferido seguir por la vía de la ambigüedad en defensa de un sistema que hace agua por todos los costados. El PP podrá sobrevivir, al contar con el apoyo de todo el establishment; en cambio, la llamada socialdemocracia española, que nunca ha sido tal, al haber pasado de una mera retórica revolucionaria a una política abiertamente neoliberal, está condenada a despeñarse en el precipicio.

Pero, por favor, seamos realistas. Las elecciones autonómicas y municipales están todavía a una distancia galáctica, porque nadie sabe lo que ocurrirá el 9 de noviembre, pero algunas de sus posibles consecuencias podrían trasladarlas a las calendas griegas.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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