Elecciones anticipadas e interés general

El artículo 115 de la Constitución de 1978, todavía vigente, expone que «el presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros, y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales, que será decretada por el Rey. El decreto de disolución fijará la fecha de las elecciones».

Por consiguiente, es prerrogativa personal y exclusiva del presidente acortar la legislatura de cuatro años que prevé la propia Constitución. La deliberación del Consejo de Ministros no es, por tanto, vinculante, y la intervención del Rey, con su firma, es un acto reglado y obligado. En consecuencia, este derecho del presidente se ha acabado imponiendo en casi todos los regímenes parlamentarios, como un plus que se le concede, dada su preeminencia en el sistema político.

Las razones de la disolución, aunque no las explicita el citado artículo, se pueden deducir implícitamente gracias a la práctica que nos enseña la vida parlamentaria de muchos países, comenzando por la del Parlamento del Reino Unido, el padre de todos los parlamentos. En suma, podríamos enumerar cuatro razones importantes, que son las que se han podido ver a lo largo de la historia parlamentaria de muchos países para comprender mejor esta prerrogativa.

En primer lugar, este arma del presidente, en su origen, se usaba sobre todo para dirimir un conflicto entre el Parlamento y el Gobierno, pues ante el acoso parlamentario al Ejecutivo, éste podía recurrir al electorado para que zanjase la cuestión con una nueva mayoría. Pero con el paso del tiempo, la disciplina partidaria de las mayorías gubernamentales y, por consiguiente, la falta de operatividad de las mociones de censura, que son cada vez más raras, han provocado que esta primera explicación haya perdido ya su vigencia.

En segundo lugar, la causa más común para recurrir a la disolución es la de conceder al presidente del Gobierno la posibilidad de revalidar su mayoría aprovechando que los vientos le son favorables, a fin de eludir que éstos puedan cambiar en el momento en que la legislatura conozca su muerte natural. Pero, evidentemente, como nada está escrito en el viento, a veces los presidentes de Gobierno, representado el papel de arúspices, leen mal los mensajes que emiten las entrañas del animal sacrificado y les sale el tiro por la culata, perdiendo clamorosamente las elecciones. Lo normal, a la luz de la experiencia, es, sin embargo, que les salga bien la operación y continúen gobernando tras las elecciones anticipadas.

Ejemplos de esta modalidad los hemos tenido ya en España, pues casi todas las elecciones celebradas hasta ahora han sido anticipadas, si bien es cierto que la mayoría de ellas sólo por muy poco tiempo, por lo que podría considerarse como si se hubieran agotado las legislaturas. En puridad, las que realmente se disolvieron con un año o varios meses de antelación, fueron sólo tres: la de 1979-1982, la de 1982-1986 y la de 1989-1993, pero salvo la primera, de la que me ocuparé más abajo, las otras dos se disolvieron para aprovechar la ola favorable al Gobierno y a su mayoría, que, de hecho, consolidaron su preeminente posición.

Una tercera modalidad, parecida a la anterior, es la que consiste en que un presidente del Gobierno acuda a las elecciones anticipadas para frenar la hemorragia de votos que se adivinan por razones de una política poco popular o poco acertada. Ese presidente piensa entonces que no volverá a ganar las elecciones, pero las adelanta para intentar conseguir una derrota menos radical, que evite, al menos, que el partido contricante obtenga la mayoría absoluta y, de ese modo, conseguir una oposición más fuerte frente al nuevo Gobierno. Por supuesto, esta motivación no está al alcance de cualquiera, sino que sólo la pueden practicar los políticos más sagaces y realistas que eligen de entre dos males existentes el menor, es decir, un adelanto electoral para así no perder más votos.

Lo curioso de la situación española actual es que este planteamiento no lo asume Zapatero, pues él quiere aguantar hasta el final en su búnkerde La Moncloa, ya que después presumiblemente acabará retirándose de la política activa. Y, en cambio, quien lo desea es el candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, pues, resignado ya a no ganar las elecciones, salvo que se produjese un cataclismo, aspira al menos a que su partido consiga el mayor número de diputados en las generales. Así, intentaría que el PP no obtuviese la mayoría absoluta para poder hacer una oposición más fuerte, puesto que sabe perfectamente que cuanto más se retrasen las elecciones, hasta llegar incluso a su término natural, más se seguirán evaporándo los votos socialistas.

Pero este argumento no lo comparten en absoluto los que tienen actualmente un jugoso cargo, como, por ejemplo, el ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, que no está dispuesto a dejar su confortable sillón hasta que venza el plazo de la legislatura. Aunque, obviamente, para disimular su evidente interés personal, se envuelve en la bandera del patriotismo, diciendo que lo mejor para España es que se agote la legislatura, a fin de poder acabar las «reformas», cuando la realidad es que la economía continúa desplomándose cada día más, y más fuertes se oyen también los cantos de sirena que nos acercan a los peñascales griegos.

Pero, sea lo que fuere, el presidente del Gobierno puede equivocarse y tiene, obviamente, el derecho de disolver o no anticipadamente el Parlamento cuando quiera. Ahora bien, ese derecho que le reconoce la Constitución se convierte en deber cuando se da una cuarta posibilidad. Esto es, cuando es ya un clamor clamoroso en todos los ámbitos, en todos los estamentos, en casi todos los ciudadanos, incluso en muchos socialistas... Cuando incluso un periódico tan influyente como El País -estén detrás o no Felipe González, Javier Solana o el candidato Rubalcaba- trata de explicar al presidente Zapatero que la única forma de evitar que nos despeñemos es adelantando las elecciones y dejando, mediante un Congreso extraordinario, la secretaría del PSOE a su sucesor es porque han sonado todos los timbres de alarma y no podemos esperar más.

Por encima de los interes personales que existan, está el interés general que no es otro que el de tener cuanto antes un Gobierno sólido y con ideas sobre lo que hay que hacer en una situación de crisis generalizada como la que nos afecta cada día más. Y si quiere tener un ejemplo en que inspirarse para este adelanto de las elecciones por razones de interés general, que examine lo que hizo Calvo-Sotelo, a quien le quedaban un año y varios meses para agotar la legislatura, pero prefirió convocar elecciones y perder su sillón -y hasta el acta de diputado- porque consideró que antes estaba el interés general que sus propias conveniencias. Creía firmemente que tras el fallido golpe frustrado de Milan, Armada, Tejero y sus mariachis, España necesitaba un Gobierno sólido y un presidente con ideas, y eso sólo lo podían aportar, en ese momento, Felipe González y el PSOE, que ganaron las elecciones anticipadas con 202 diputados, dejando a la UCD con apenas una veintena. Ese es el verdadero patriotismo, el que encarnó a la sazón un auténtico hombre de Estado, como fue Leopoldo Calvo-Sotelo.

Por otra parte, el decreto de disolución debe fijar la fecha de las próximas elecciones, que deben celebrarse, según el artículo 68.6 de la Constitución, entre los 30 y los 60 días de la terminación de la legislatura. Plazo que predetermina aún más el artículo 42.1 de la LOREG, que ha sufrido varias reformas, al establecer que «los decretos de convocatoria señalan la fecha de las elecciones que habrán de celebrarse el día quincuagésimo cuarto posterior a la convocatoria». Ni antes, ni después.

Pues bien, si la gran mayoría de españoles desea que se celebren las elecciones cuanto antes, hay que decir que teniendo en cuenta los plazos fijados, el día más temprano en que se pueden celebrar las elecciones, que deben realizarse siempre en domingo, es el dia 23 de septiembre, fecha en que ya están prácticamente acabadas las vacaciones de verano. O sea, que el presidente tiene que disolver el Parlamento y convocar las elecciones el día 2 de agosto para que la campaña electoral, según el artículo 51.1 de la LOREG, pueda comenzar 38 días después, es decir, el 8 de septiembre. A partir de ahí, cabe la posibilidad de ir corriendo los domingos para convocar las elecciones otro día, siempre de acuerdo con los citados plazos.

En definitiva, el todavía presidente del Gobierno, si quiere rendir un servicio a su país, si quiere seguir los principios democráticos de ese autor tan obscuro y mediocre como es su admirado Philip Pettit, cuando afirma que «las decisiones tienen que basarse en consideraciones de un supuesto interés común», debe escuchar, por encima de todo, el clamor que resuena en toda España y convocar en agosto las elecciones generales.

De no hacerlo así, seguiría entonces el ejemplo de un casi homónimo de su maître á penser, esto es, del francés Philippe Petit, que era funambulista entre cuyas más destacadas hazañas se recuerda cómo recorrió en la cuerda floja el vacío entre las dos torres gemelas de Nueva York, que se llevaría más tarde por delante el terrorismo islámico.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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