Elecciones constituyentes

En democracia, todas las elecciones son importantes. Pero algunas veces está en juego algo más que la atribución transitoria del poder al ganador en las urnas o al más hábil en la negociación parlamentaria. Hay circunstancias, dice la modélica declaración de Filadelfia (4 de julio de 1776), que exigen una explicación de sus causas y consecuencias «por respeto al juicio de la Humanidad». ¿Qué nos jugamos el próximo 28 de abril? La respuesta es sencilla: el futuro de la España constitucional tal y como fue diseñada por aquel «proyecto sugestivo» de raíz orteguiana que consiguió unir a una gran mayoría de los españoles. Es decir, el Estado social y democrático de Derecho; la Monarquía parlamentaria, y -muy especialmente- la soberanía nacional que reside en el pueblo español y establece un Estado autonómico con sus principios de unidad, autonomía y solidaridad. No se trata de dramatizar, sino de clarificar, un deber ético de todo intelectual, más allá de sus legítimas preferencias subjetivas. Todos nos entendemos: si se repite la fórmula derivada de la moción de censura veremos una España diferente a la gestionada entre 1978 y 2018 por el «viejo» socialismo y el «eterno» centro-derecha. Lejos de mi ánimo, insisto, crear alarma o repartir descalificaciones. Sin embargo, debemos exigir a quienes promueven ese cambio que lo digan en voz alta en lugar de disfrazarlo de retórica centrista o incluso de (cuasi) nacionalismo español. Dicho de otra manera: el PSOE de Pedro Sánchez tendrá que explicar a los votantes hasta donde pretende llegar con sus previsibles socios y aliados a cambio de seguir unos años más en La Moncloa. Atención a las secuelas: el pacto con los enemigos de la Constitución produce daños irreversibles.

Elecciones constituyentesPor eso mismo, las elecciones generales de abril (no tanto las municipales, autonómicas y europeas de mayo) son elecciones materialmente constituyentes. Antes de depositar su voto deben reflexionar al respecto los socialistas a la antigua usanza, ahora despreciados como referentes de una «sociedad que ya no existe». También los desengañados de la práctica política del Partido Popular, que no de sus principios, inequívocos en la defensa del texto constitucional de la cruz a la fecha. No dudo de la sinceridad de unos y de otros. Sobre los sentimientos no cabe discusión racional. Me refiero aquí a la lógica implacable de las consecuencias: entregada la papeleta y satisfecho el desahogo personal de pasar factura (ya saben: la política es el espejo de la vida) muchos caerán en la cuenta esa misma noche de su contribución al triunfo de una causa que no es la suya. Demasiado tarde para arrepentirse, aunque hayan pasado unas pocas horas. Si se reproduce el Gobierno actual con los mismos apoyos, España será políticamente distinta respecto de la que celebró en 2018, todavía con un poco de ilusión, los cuarenta años de la mejor Constitución de nuestra historia. Los amigos de las últimas modas pueden consolarse citando a Homero: «Los hombres alaban con preferencia el canto más nuevo que llega a sus oídos». Los guardianes de esencias imaginarias habrán contribuido a dejar vacía la caja de Pandora. Enhorabuena a unos y a otros por su tozuda resistencia al sentido común, pero después no se admiten quejas sobre el señor D´Hondt que -como los árbitros de fútbol- unas veces perjudica y otras beneficia.

Una autocrítica, acaso indulgente, al gremio de juristas, politólogos y científicos sociales del que formo parte. Nos puede el amor (más que el temor) al folio en blanco: todo estudioso del constitucionalismo sueña con dejar huella… Vista desde un laboratorio aséptico o, si se prefiere, desde el mundo platónico de las Ideas, es obvio que la Constitución admite muchas reformas. En particular, el título VIII: competencias confusas; coordinación insuficiente; financiación injusta… Si razonamos cubiertos por el velo de la ignorancia de John Rawls (no sabemos quiénes somos, ni dónde estamos) haremos sin duda una Constitución mejor. El problema reside en que sí sabemos quiénes somos, gentes de buena fe que creemos en la España constitucional, y -salvo los ciegos voluntarios- también somos conscientes de dónde estamos: en una vieja nación, cuyos enemigos internos (externos no tenemos ahora) están dispuestos a destruirla en nombre de un localismo rancio y premoderno, aunque se oculte bajo una sedicente democracia radical. A día de hoy la prioridad es cumplir y hacer cumplir la Constitución. La deslealtad de unos cuantos destruye, espero que no para siempre, el pacto que muchos respetamos con la creencia (no sé si ingenua o resignada, tal vez puramente utilitaria) de que la baraja no se rompería nunca. Ahora toca aplicar las leyes: el Derecho de excepción y el Código Penal nunca son motivo de alegría, pero resultan ineludibles para la defensa del Estado y la nación en casos de manifiesta gravedad. Si sale gratis vulnerar la Constitución, sus enemigos sí que van a estar de fiesta. Por eso, los líderes políticos deben decir sin eufemismos qué pretenden hacer a partir del 28-A en esta materia decisiva.

Por ejemplo: ¿habrá un nuevo modelo territorial con autonomías Premium, cercanas incluso al derecho de autodeterminación? Aunque el tópico dice lo contrario, las comunidades autónomas no son iguales; pero Sánchez podría completar su mayoría insuficiente a base de privilegios inasumibles para una democracia de ciudadanos y no de territorios yuxtapuestos. Lo mismo en otros ámbitos: ¿Monarquía con guiños republicanos?; ¿fin de la educación concertada?; ¿cuotas contrarias al principio de mérito y capacidad? No vale disimular con derechos perfectamente asumibles: entre ellos, sobre nuevas tecnologías. Los actores secundarios no deben ocultar la primacía del protagonista. Y aquí sitúe lo que prefiera el lector prudente (no me dirijo a los exaltados ni a los irreductibles): «naciones», referéndum, indultos…

La sociedad española es más madura de lo que muchos piensan. No quiere volver atrás ni dar saltos en el vacío. Nuestra democracia es igual de buena y de mala que la de nuestros socios y amigos en la Unión Europea. Algunos cuentan con manuales de resistencia, pero la gran mayoría ha dado pruebas de perseverancia y buen sentido. Adviertan ustedes, repito, las perspectivas que aguardan a esa España que, entre todos, hemos situado «a la altura de los tiempos» (Ortega, una vez más). La Constitución de 1978 no era ni mucho menos una «disposición transitoria», como dijo un socialista catalán a lo mejor no tan obsoleto... Transitorio es (casi) todo en esta vida, bien lo sabemos cuando empiezan a caer las páginas. Pero, seamos justos, aquella aventura que emprendimos juntos ha sido, es y espero que seguirá siendo muy exitosa. Tiempo de encrucijadas y no de ínsulas, le dijo Don Quijote a Sancho. Un buen consejo: piensen ustedes con rigor y voten en consecuencia.

Benigno Pendás es Vicepresidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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