Elecciones en España: ¿Cómo llegamos a este Frankenstein?

España acaba de pasar este domingo por su cuarto proceso electoral en cuatro años y las explicaciones para los resultados, que incluyen el alarmante crecimiento de la extrema derecha, encarnada en el partido Vox, vienen de tiempo atrás.

Hasta hace unos años, la estabilidad española se basaba en un bipartidismo asimétrico. El Partido Popular (PP) —centro derecha— y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —centro izquierda— se disputaban el voto y se alternaban en el poder.

El PP lograba hacer confluir en torno suyo al liberalismo económico, el conservadurismo católico y un velado chovinismo que en otros países es bandera de la ultraderecha. El PSOE agrupaba a la mayoría social: tolerante en lo moral y defensora de la doctrina del estado de bienestar.

A la izquierda del PSOE se atrincheraba el viejo partido comunista en sus múltiples reencarnaciones, agrupando en torno suyo el poder artístico y una pequeña, pero fiel, base obrera. Las razones por las que una ideología tóxica como el comunismo ha sido percibida como una alternativa por las élites es un misterio laico que se me escapa. Valga en su defensa que el comunismo tenía la legitimidad de haber sido la única fuerza que luchó activamente contra el franquismo, a un alto costo humano. Del caldo de cultivo universitario nació en 2014 el partido Podemos, que supo disfrazar las viejas consignas bolcheviques para ser el referente de la indignación ante la crisis del 2008 y con ello mejorar los resultados históricos de la izquierda radical.

Sobre este bipartidismo operaba el poder del nacionalismo regional —valga el oxímoron— del País Vasco y de Cataluña, que buscan independizarse de España. Para entender su fuerza conviene recordar que en España no se elige presidente de manera directa: se vota por un Congreso de 350 diputados. Para formar gobierno, se necesitan 176 votos a favor (mayoría absoluta) en una primera votación, o más votos positivos que negativos en una segunda. Para ser diputado hay que ser elegido en alguna de las circunscripciones en que está dividido el país. El sistema compensa el número de habitantes con la representación regional. Así, Madrid obtiene el mayor número de escaños por ser la ciudad más poblada, pero la provincia de Soria tiene garantizados dos escaños pese a ser la menos poblada. Eso hace que se necesiten más votos para ser diputado por Madrid que por Soria. Un método complicado, no perfecto, pero que tiende a la justicia y el equilibrio llamado Ley D’Hont.

También conviene recordar que el poder Ejecutivo en España está repartido entre un gobierno central y 17 gobiernos autonómicos. Así, el poder central quedaba conformado por gobiernos del PP o del PSOE, ya fuera por mayorías absolutas o por alianzas con los partidos regionalistas, quienes lógicamente exigían por su voto un traslado efectivo de poder y más inversiones.

Este arreglo tenía fecha de caducidad. Por un lado, las competencias que obtenían las regiones no son infinitas y algunas son intransferibles. Y por otro, en el País Vasco y Cataluña el poder autonómico no se percibe como una rama que nace del poder ejecutivo central, sino como el símbolo de la soberanía absoluta que han peleado por décadas.

Los gobiernos autonómicos fueron adquiriendo competencias a la vez que educaban a las nuevas generaciones en sus mitos tribales para independizarse de España. Esto también tenía un límite: no se puede vivir del futuro siempre. Para luchar contra esta disfuncionalidad, un grupo de intelectuales de Barcelona promovió en 2005 la creación del partido Ciudadanos, que acabó encajado en el bloque de la derecha pero que pretendía ser un partido transversal y que, para sorpresa de todos, logró colocarse como una suerte de partido bisagra a nivel español.

Todo este contexto es para poder responder el porqué de los cuatro procesos electorales seguidos y sus resultados.

Primero, por el enfrentamiento fariseo entre el PP y el PSOE. Este último está actualmente al frente del Gobierno, pero no ha logrado obtener una mayoría en el Congreso. Ambos defienden cosas más parecidas de las que sus militantes creen (europeísmo, economía de mercado, estado de bienestar), pero se descalifican sistemáticamente, señalando en el oponente las miserias que tapan en casa por necesidad mediática y péndulo político.

Segundo, la deriva del gobierno catalán que lo llevó a infringir la ley con la convocatoria de un plebiscito de independencia en 2017. El plebiscito fue prohibido por los tribunales, pero el gobierno catalán no sólo decidió llevarlo a cabo sino asumir que sus resultados lo habilitaban para una declaración de independencia, con una contradicción insalvable: al ser ilegal, el plebiscito no pudo organizarse con garantías como el censo electoral, campañas y debates pactados, y la neutralidad del convocante. Y como no tuvo esas garantías, la mitad de la población catalana, que está contra la independencia, se abstuvo.

El resultado de esta mascarada fue la suspensión de la autonomía hasta nuevas elecciones, y la encarcelación de los organizadores. La sentencia condenatoria del Tribunal Supremo ha otorgado de manera inevitable unos héroes al secesionismo y ha profundizado el discurso victimista del que abreva.

Pero además, esta situación ha encendido la tea del nacionalismo español de corte fascista que representa Vox, convirtiéndola en estas elecciones en la tercera fuerza política. Vox propone no sólo abolir el sistema autonómico e ilegalizar los partidos independentistas, sino toda una batería de medidas populistas copiadas del ideario del presidente estadounidense, Donald Trump.

Por su parte, Ciudadanos paga con creces el error estratégico de su líder, Albert Rivera, al no pactar con el actual presidente, Pedro Sánchez, la formación de un gobierno de consenso. El partido de Rivera solo obtuvo 10 diputados en esta elección de los 57 que tenía, catástrofe que ha obligado a su líder a renunciar.

Los resultados, entonces, son que a la derecha le ha nacido un Frankenstein, la izquierda no suma para gobernar sin pactar al menos con el nacionalismo vasco, el independentismo se consolida en Cataluña y el esfuerzo de regeneración de Ciudadanos es agua pasada. La única salida de estabilidad sería que PP y PSOE se quitasen las máscaras y pactasen un gobierno de unidad a la alemana.

Lamentablemente, no hay visos de que algo así suceda, por la personalidad inmadura del líder del PSOE y porque el líder del PP, Pablo Casado, sabe que esto le otorgaría el liderazgo opositor a Santiago Abascal, de Vox. Lo más probable es que se logre un gobierno de izquierda, inestable y frágil, hasta que esta fragilidad lo obligue a convocar nuevas elecciones.

En España los rituales se respetan. Una vez al año los españoles salen a las calles disfrazados de cofrades de Semana Santa, encienden el fuego en la noche de San Juan, cabalgan con los Reyes Magos, y salen a votar.

Ricardo Cayuela Gally es editor y ensayista. Ha sido jefe de redacción de Letras Libres en México y en España, director general de Publicaciones del Conaculta y director editorial de Penguin Random House.

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