Elecciones en Israel: o ‘bibicracia’ o quintas elecciones

Israel ha vivido su cuarta cita electoral en dos años y, con el 90% del voto escrutado, todo está abierto. O Benjamín ‘Bibi’ Netanyahu vuelve a liderar el Gobierno como primer ministro, o se forma una coalición alternativa que incluya antiguos miembros del Likud (el partido de Netanyahu) y los partidos árabes, o habrá quintas elecciones.

Todo se ha centrado en la continuidad, o no, de Netanyahu como primer ministro. Sus enemigos políticos han llegado enfrentados a estas elecciones. Bibi, en cambio, ha estado arropado por ese exitoso plan de vacunación que ha asombrado al mundo y por el establecimiento de relaciones diplomáticas con distintos países árabes bajo los acuerdos Abraham, patrocinados por la administración Trump.

La democracia israelí es muy parecida a la española. Ambas son sistemas representativos en los que el Poder Legislativo elige al Ejecutivo. Sin embargo, dicho parentesco no se ha hecho patente hasta la aparición de partidos políticos de nuevo cuño en España.

Mientras aquí teníamos un bipartidismo imperfecto, en Israel nunca ha existido un gobierno monocolor. El mejor resultado electoral hasta la fecha lo obtuvo en 1969 el Mapai, marca por aquel entonces del actual Partido Laborista, que se quedó a cinco escaños de la mayoría necesaria para formar gobierno.

Por ello, en Israel es fundamental el papel de los partidos bisagra en un parlamento fragmentado de 120 escaños en el que es necesario alcanzar el número mágico de 61 (con trece partidos en el hemiciclo).

Papel que, tanto en Israel como en España, ha propiciado que formaciones políticas con una representación minoritaria a nivel nacional hayan obtenido privilegios y prebendas continuas a cambio de convertirse en la llave del gobierno. En España, los partidos nacionalistas. En Israel, los partidos ultraortodoxos.

Tras estas elecciones, el papel de kingmaker lo tienen varios partidos. Desde una formación de corte islamista como Ra’am, que es en estos momentos necesaria para que todo el bloque antiBibi se agrupe en un nuevo gobierno, hasta el partido Tikva Jadashá, que podría prestarle a Netanyahu los dos escaños que le faltan para formar una mayoría parlamentaria que le nombre primer ministro.

Independientemente de los pactos poselectorales, Israel es desde hace ya tiempo una bibicracia. Un régimen político en el que Benjamín Netanyahu se ha convertido en el rey de una república. Porque, a pesar de que la mitad del país le aborrece, resulta imbatible.

No en vano la revista Time le dedicó su portada de mayo de 2012 con el título de King Bibi. De hecho, si no fueran tan malas sus relaciones con su anterior socio de gobierno, Avigdor Liberman, líder del partido Israel Betenu (Israel es nuestra casa), o con su anterior compañero, Gideon Sa’ar, líder de la escisión del Likud Tikva Jadashá (Nueva Esperanza), Bibi tendría ahora una mayoría para gobernar.

Ya sea este el final político de Netanyahu o su continuación en el poder, la transformación que ha vivido Israel durante los últimos doce años tiene su sello.

Si atendemos a los votos escrutados, la izquierda en Israel está en peligro de extinción. El antaño hegemónico partido laborista (que gobernó el país ininterrumpidamente desde 1948 a 1977) es ahora una formación poco relevante en la Knéset. Yesh Atid (Hay futuro), el principal partido de la oposición a Netanyahu, no es un partido de izquierdas. Como tampoco lo es Kajol Laván (Azul y Blanco), que ganó las elecciones el pasado año con la clara intención de desalojar a Bibi del gobierno.

Según el resultado escrutado, sólo un 14% del electorado se ha decantado por partidos de izquierdas. Israel, consolidado bajo los mandatos de Netanyahu como una potencia tecnológica mundial y como la primera potencia militar de Oriente Medio, es hoy un país más liberal en lo económico, más conservador en lo social y más escéptico de cara al proceso de paz. Y este cambio no se podría entender sin la figura de Bibi.

Así, más allá de los pasillos y de las mesas de negociación, de estas cuartas elecciones se puede extraer una conclusión incontestable. No es fácil mandar a Bibi a su casa.

Durante sus años en el gobierno y en la oposición (cogió las riendas del Likud cuando este estaba al borde de la insignificancia parlamentaria), Bibi se ha encargado de crear una base fiel de votantes. Un nicho leal que ha sucumbido a sus mensajes maniqueos y contundentes y a sus tácticas implacables.

Bibi adoptó una narrativa de batalla de las Termópilas en un país de frontera. Un argumentario que hacía a sus seguidores golpearse el pecho como gorilas cada vez que le escuchaban. “Es o nosotros o ellos”. “Un Likud fuerte es un Israel fuerte”. “No habrá Estado palestino mientras yo esté al mando”. O “yo soy Bibisitter, yo cuido a tus hijos”. Y, cómo no decirlo, también la ayuda de Chuck Norris en su momento.

Por otro lado, Netanyahu se ha mostrado como un hábil e indomable animal político, negociando con unos y con otros, haciendo caer gobiernos y ganando partidas de estrategia política contra sus adversarios.

Unos métodos que, gusten o no (la revista The Economist llamó a Bibi en 2019 “el primer populista moderno”), han convertido a Netanyahu en el primer ministro más longevo en el cargo en Israel, a pesar de estar imputado por corrupción (en un país en el que presidentes y primeros ministros han entrado en prisión sin más distorsión institucional) y de un creciente número de detractores.

Para saber quién será el próximo primer ministro de Israel toca aún esperar al final del escrutinio y las posteriores negociaciones.

Dicho de otra manera. Para saber si Israel seguirá siendo o no una bibicracia, el resultado de estas cuartas elecciones no es suficiente.

“Cada cierto tiempo, los partidos concurren a las elecciones y, al final, siempre gana Netanyahu” (Boaz Bismuz, director del periódico israelí Israel Hayom, 2019).

Elías Cohen es abogado y profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Francisco de Vitoria.

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