¿Elecciones plebiscitarias?

En el diccionario, la segunda acepción de la palabra «plebiscito» es la de «consulta que los poderes públicos someten al voto popular directo para que apruebe o rechace una determinada propuesta sobre soberanía, ciudadanía, poderes excepcionales, etc.»; no parece haber duda de que este es el sentido que le dan los nacionalistas catalanes. Sin embargo, esta figura no aparece en nuestro Ordenamiento Jurídico y por sus antecedentes históricos más bien se ha empleado para legalizar un cambio de régimen político, ya producido de facto, o para dar cobertura democrática al líder carismático. En nuestro derecho constitucional lo más próximo al plebiscito es el referéndum, que, como es sabido, puede ser consultivo, y por lo tanto no vinculante, como lo es el previsto en el artículo 92 de la Constitución Española que, «convocado por el Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados», permite someter a todos los ciudadanos (a todos, no a una parte) «las decisiones políticas de especial trascendencia», como fue el caso del referéndum sobre el ingreso de España en la Alianza Atlántica. También puede ser vinculante, como los previstos en materia de Estatutos de Autonomía y de reforma constitucional.

¿Elecciones plebiscitarias?De otra parte, las elecciones son el cauce democrático para que los ciudadanos designen a sus representantes en las instituciones, sin que esos comicios tengan, en ningún caso, otra función que la de la representación política.

Recordemos que no se pudo celebrar en Cataluña el inicialmente pretendido referéndum, por la negativa, en su día, del Congreso de los Diputados a aceptar la propuesta del Parlament para la transferencia de la competencia estatal para convocarlo; recordemos también que, después, no se pudo llevar a cabo la igualmente intentada «consulta popular», que llegó a ser convocada mediante decreto del presidente de la Generalitat, ante la suspensión acordada por el Tribunal Constitucional a instancia del presidente del Gobierno, y recordemos finalmente la sustitución de la consulta por una actuación de «participación ciudadana», igualmente suspendida por el TC y cuya celebración ha dado lugar a una querella del fiscal general del Estado por los delitos de desobediencia, prevaricación, malversación y usurpación de funciones, contra el presidente de la Generalitat y dos de los miembros de su gobierno, ya admitida y que se tramita en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

Pues bien, ante los sucesivos fracasos en la pretensión de articular jurídicamente lo que, en realidad, venía a ser el imposible ejercicio de la autodeterminación política secesionista, ahora se anuncia la convocatoria de unas «elecciones plebiscitarias», políticamente tramposas, porque sembrarán la confusión entre los electores, y jurídicamente inviables, porque mezclar instituciones totalmente distintas, como es un proceso electoral autonómico, con un camuflado referéndum para intentar dar al resultado de las elecciones los efectos de una consulta, puede incurrir en fraude de ley, que conduciría a la nulidad de pleno derecho, es decir, absoluta e insubsanable, de todo el proceso. Además, se va a concurrir a esas elecciones con listas separadas de los partidos llamados «soberanistas», pero con un punto único o principal del programa electoral dirigido a la independencia de Cataluña, con el públicamente confesado propósito de declararla unilateralmente, si obtuvieran la mayoría parlamentaria suficiente, con la también anunciada petición de intervención de las instituciones internacionales.

Hasta aquí, de una parte, la triste historia de una deslealtad institucional, y, de otro lado, el anuncio desafiante de una futura rebelión; sería hipócrita no llamar a las cosas por su nombre, porque ya no es solo inaceptable que se siga apellidando de «democrático» –como dicen y repiten los nacionalistas– a lo que es patentemente antijurídico y con ello totalitario; es que ahora estamos ante una amenaza gravísima, y hay que decir que no es solo violencia la de quienes queman contenedores y apedrean escaparates, también lo es la que se ejerce, con hechos consumados, contra las instituciones democráticas para destruirlas, y con ellas la unidad nacional.

Y lo que es más asombroso, si cabe, es que también se anuncia la creación de estructuras políticas y se hace por el representante ordinario del Estado, como si este ya no existiera, como si España fuera solo un recuerdo en la Historia y como si las instituciones del Reino a las que la Constitución encomienda su defensa fueran a consentirlo.

Si ese demencial propósito –el de declarar la independencia de una parte del territorio nacional– se pone en marcha, saltando por encima de la soberanía del pueblo español, ya no cabrá ninguna duda de que se están incumpliendo las obligaciones que la Constitución y otras leyes imponen a quienes ejercen altas funciones públicas en la Comunidad Autónoma de Cataluña y, además, quedaría probado que se actúa de forma que atenta gravemente al interés general de España. Ante esa situación, verdaderamente límite, habrán de adoptarse las medidas que el ordenamiento jurídico prevé, con todas sus consecuencias; esas que nadie desea y de las que exclusivamente serían responsables quienes, después de ponernos a los españoles ante el abismo, se preparan para empujar al Estado a precipitarse en él.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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