Elecciones y conclusiones

En Galicia, los resultados certifican lo que decían todas las encuestas: Núñez Feijóo se ha hecho una vez más con una mayoría absoluta. Cierto es que las opciones inducían a pensar que lo que ha sucedido iba a suceder. Por un lado, se presentaba un partido con experiencia de gobierno y con voluntad discursiva de moderación y centralidad; por el otro, teníamos un amasijo de formaciones políticas que van desde la izquierda a la extrema izquierda, con ingredientes nacionalistas y de un populismo barato. ¿Quién, sino los convencidos más crédulos, podían pensar en dar su confianza a esa macedonia de formaciones políticas?

En Galicia se han batido en este duelo un partido con vocación mayoritaria y un PSOE resignado a compartir el Ejecutivo con todos los sobreros para gobernar. El partido que ha ganado en Galicia ha buscado la superación de su propia sigla para mantener su posición privilegiada, ha elaborado un discurso moderado y dirigido a los que no eran sus parroquianos clásicos. Su crédito reside también en la gestión y la calma que ha impregnado en el panorama político gallego. Por el contrario, su alternativa política se escoró hace tiempo en el espacio público hacia posiciones periféricas con unas gotitas nacionalistas, anunció claramente su disposición, si los pactos se lo permitían, a gobernar con quien hiciera falta para descabalgar a Feijóo y cargó de mensajes intensamente ideologizados y restrictivos su discurso para robar el voto de Podemos y frenar el ascenso del BNG. Con esa apuesta estratégica, los socialistas renunciaron hace tiempo a ser una alternativa propia y definida al PP de Núñez Feijóo.

Soy consciente de la dificultad de componer una alternativa a Feijóo en Galicia. Pero los escollos se vencen con tiempo, con paciencia, con confianza en los líderes y con inteligencia para elaborar una opción capaz de erosionar la seguridad que dan los populares en esta comunidad. Los socialistas gallegos, entretenidos en sus grandes éxitos en las elecciones municipales y sus sempiternas disputas, siempre han descuidado su Comunidad Autónoma. Hoy en España todos recordamos a Paco Vázquez y, sin embargo, pocos saben algo de Touriño, que fue presidente de Galicia con un conglomerado parecido al pretendido estas últimas elecciones; hoy Abel Caballero forma parte de la política nacional, mientras uno tras otro se suceden los líderes de los socialistas gallegos, de tal manera que no recordamos los que fueron y no sabemos los que son.

El PSG debería desde hoy empezar a preparar las próximas elecciones, sin mirar a su izquierda, sin cobardear ante las ideologías nacionalistas, volviendo la vista a aquellos gallegos que tanto dieron a la cultura española y al liberalismo progresista. Tienen motivos para el orgullo sin recurrir al agravio, tienen que representar a la sociedad gallega sin embobarse con la belleza bucólica de los paisajes galaicos. Desde esa tierra, en la que algunos se ahogan en imaginarias humillaciones, han conquistado el mundo moderno empresarios que, haciendo gala de su galleguismo, han llegado a las calles más privilegiadas de Nueva York, París, Berlín o Singapur. Es paradójico que sean los empresarios quienes hayan superado las fronteras e impedimentos de su territorio y su sociedad, impulsando empresas globales, mientras los partidos de izquierda se arrinconan presos de la nubosa nostalgia galaica en las suaves praderas gallegas. Los resultados en Galicia son claros y las razones diáfanas, contradiciendo algún estereotipo vulgar que llevan a la espalda los celtas españoles.

En el País Vasco, el PNV ha vuelto a ganar las elecciones a gran distancia del resto de formaciones políticas, sin llegar a la aplastante victoria del PP de Feijóo. Me entretienen dos realidades políticas del País Vasco, que afectan por igual, aunque de manera bien distinta, a los partidos nacionales y al PNV. Desde las primeras etapas de la Transición se privilegió desde Madrid al PNV. Aquella determinación hoy puede ser criticada, pero se basaba en apreciaciones de carácter general, había en ella una visión de Estado que superaba las siglas. Se trataba de potenciar, en un momento de incertidumbre política y de una intensiva acción criminal de ETA, a un partido que encauzara las pretensiones nacionalistas y ofreciera una alternativa política pacífica a quienes avalaban y legitimaban al nacionalismo terrorista. Como digo, pasado el tiempo y viendo el comportamiento egoísta y desleal del nacionalismo vasco, sobre todo en los periodos de máxima actividad de la banda terrorista, se podría criticar esa decisión, pero con esos pies forzados hicimos una Transición modélica porque sus protagonistas supieron diferenciar claramente entre lo posible y sus deseos, entre la realidad y las utopías, entre sus intereses propios y los generales.

Pero todo se pervierte. Según fue pasando el tiempo y según la realidad política dictaba que el PNV era menos necesario para las cuestiones de Estado y su comportamiento era más dudoso, apareció el interés partidario. Los partidos nacionales alternativamente, y sin mucho pudor, fiaban su acción de gobierno en los nacionalistas, menospreciando el hábito del acuerdo entre los gobiernos sucesivos y las oposiciones que les correspondieron. Y de una posición de privilegio, que ya no se sostenía, pasaron paradójicamente, casi sin que lo percibiéramos, a un monopolio político. Se inicia así un periodo, que todavía dura, en el que el PNV, más que el Gobierno Vasco, monopoliza todas las relaciones con Madrid, tanto las políticas como las que estrictamente no lo son.

Desde esa posición monopolística se puede realizar, y los nacionalistas vascos lo han hecho con profesionalidad, un discurso pacífico, sin aristas, capaz de atraer a una sociedad que vive el día a día, con sus problemas, sus ilusiones y sus frustraciones. Pero, además, los nacionalistas vascos, que son sobre todo coleccionistas de agravios, han utilizado la atracción morbosa de unas humillaciones más imaginarias que reales para mantener en tensión a su electorado más nacionalista. Ambos instrumentos, la situación monopolística y la utilización de su álbum de agravios imaginario, le hacen invencible en Euskadi.

Pero de estas elecciones vascas lo que verdaderamente sobresale es que Bildu se conforma como la única alternativa real al nacionalismo institucional. Los de Otegi suman 12 diputados más que el siguiente partido en el Parlamento Vasco. La baja participación, desde luego, pero también el apresurado adecentamiento que han logrado en Navarra y Madrid, son factores que han permitido a Bildu este éxito electoral. Durante la campaña se ha hablado mucho de un tripartito que sustituya al hegemónico partido nacionalista. No será posible; ni siquiera es lo más relevante. La importancia del resultado de Bildu reside en que, sumando los diputados del partido de Urkullu y los del partido de Otegi, la mayoría se convierte en incontestable para los próximos años y en un problema para los próximos Gobiernos de España, porque, sin duda, se unirán cuando sea necesario.

Debemos por tanto sacar algunas conclusiones de ambos procesos electorales:

1) Los resultados electorales en ambas comunidades muestran el descalabro de Podemos. Los resultados tienen que ver con la administración que realiza Iglesias de su asfixiante hiperliderazgo. Un líder de izquierdas con un discurso pretendidamente moral y convertido en propietario de un partido, no puede mantener su autoridad plena y omnipresente viviendo permanentemente la gravísima contradicción que supone la diferencia entre su discurso y su comportamiento privado. Iglesias, que fue el protagonista de los éxitos de Podemos, será, según parece, el causante de su vuelta a la casilla de salida. Iglesias, que es nuevo y sobrevive con lugares comunes ideológicos, no ha sabido ver que su acercamiento a los nacionalistas vascos y gallegos se saldaría con su debilitamiento; todavía no comprende, y probablemente no comprenderá nunca, que si juega en el campo nacionalista la conclusión no es otra que la legitimación y el fortalecimiento del partido auténtico, del partido que no tiene que realizar contorsiones; en definitiva, del nacionalismo.

2) Los resultados de Bildu y del Bloque Nacionalista Gallego plantean más intensamente los viejos problemas de vertebración nacional. En Galicia el peligro parece conjurado de momento por el éxito de Núñez Feijóo, pero no deja de ser perturbador que las fuerzas que ocupan el segundo lugar en los parlamentos vascos y gallegos sean partidos radicalmente populistas y que se sumarán sin duda a todas las estrategias rupturistas que se planteen en España.

3) El Partido Popular debe pararse a pensar e intentar comunicar a los ciudadanos españoles un discurso coherente que mantenga su responsabilidad de oposición y le sirva para crear una alternativa política al Gobierno actual. Parece más razonable para lograr este objetivo que piensen en el discurso gallego que en los inventos vascos.

4) No se pueden sacar conclusiones de ámbito nacional. Los resultados son la definitiva fotografía de Galicia y del País Vasco, nada más. Pero se equivocaría el presidente Sánchez si considera que no ha sucedido nada que afecte a su Gobierno. Los raquíticos resultados de los socialistas en ambas comunidades y el fracaso del partido de Iglesias debería ser un hondo motivo de preocupación. Sánchez no tiene que creer en las meigas (la proyección nacional de los resultados autonómicos de ayer), pero debe saber que haberlas haylas (el Gobierno tiene hoy menos fuerza y sus socios de investidura son más poderosos después de estos comicios). Tal vez sea el momento de cambiar nombres y estrategias, tal vez el Gobierno se haya vuelto viejo sin que se dieran cuenta... pero sin duda esta decisión es responsabilidad exclusiva de Pedro Sánchez.

Nicolás Redondo Terreros es ex dirigente político.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *