Elecciones y reválidas

Comienza el curso 2016-2017 sin que las Cortes hayan alterado no ya la LOMCE sino el calendario de su implantación. Y según ese calendario, en este curso comienzan las pruebas finales de ESO y bachiller para quien quiera obtener los títulos correspondientes. De todos los males augurados como consecuencia de la ley educativa del PP, los atribuidos a estas reválidas son seguramente los peores.

¿De verdad son tan malos? Aclaremos, para empezar, que las pruebas son totalmente legítimas y tienen su lado positivo. Son legítimas porque la Constitución reserva al Estado la regulación de los títulos con validez nacional; y su lado positivo está en que igualan las exigencias para obtenerlos, actualmente muy diversas. Idealmente, un título académico es como una moneda: el Estado garantiza su valor y todo el mundo está obligado a aceptarla. Por ello, el Estado puede y debe establecer criterios claros y objetivos para el otorgamiento de los títulos y puede y debe velar por su aplicación o aplicarlos él mismo, tanto para evitar la injusticia de que en ciertos centros sean más fáciles que en otros como para impedir que pierdan su significado y sus funciones.

El problema de estas pruebas, a mi entender, está en su aplicación; la prevista por la LOMCE parece diseñada para autodestruirse. En efecto, la LOMCE propone que las pruebas de ESO sean “homologables a las que se realizan en el ámbito internacional y, en especial, a las de la OCDE”; esto quiere decir que se van a medir competencias básicas que, según la propia OCDE, se adquieren igual en la escuela que en cualquier otra parte y que por ello no sirven para evaluar la enseñanza escolar. Supongamos, por ejemplo, que un alumno con bajas competencias básicas se esfuerza mucho y aprueba y otro con competencias básicas altas se esfuerza poco y suspende. Pues bien, la reválida vendría a anular el resultado del esfuerzo, suspendiendo al alumno laborioso y aprobando al vago. Es decir, más bien lo contrario de lo que se pretende conseguir.

También para el bachillerato se habló de 350 preguntas cerradas, quizás imitando el examen (SAT) de Estados Unidos, que generalmente se considera también una prueba de competencias básica; pero aquí ya puede darse por seguro que las preguntas serán abiertas y versarán sobre las materias del plan de estudios. El problema es más bien que el artículo 38 de la LOMCE deja poca validez a la prueba regulada en el 37. Resulta que el título de bachiller es obligatorio para los alumnos, pero no para las universidades, que pueden no aceptarlo; cada universidad, lo mismo pública que privada, puede añadir otras exigencias. La arbitrariedad actual, limitada a las “notas de corte”, la LOMCE la amplía a la modalidad y las materias cursadas en el bachillerato, a las calificaciones obtenidas en materias concretas, a la formación académica o profesional complementaria (¿quizás certificados de idiomas?), a estudios superiores cursados con anterioridad (¿cuáles?) y hasta, de forma excepcional (¿quién y cómo establece la excepción?), a evaluaciones específicas de conocimientos y/o de competencias.

Todo esto podría llegar a ser grave. Es verdad que aún falta para eso. Hay que tener en cuenta que la ley no dice nada sobre el carácter de las pruebas, y que, además, este curso 2016-2017 es por así decirlo de ensayo, pues la prueba de ESO todavía no tendrá efectos académicos, y la de bachiller cuenta para el acceso a la universidad pero no para la obtención del título. Así que hay tiempo para errar y para rectificar, siguiendo la pauta marcada por el ministerio y las universidades. Así parecen irlo entendiendo los más contrarios a la llamada ley Wert. Según el Ministerio del Interior, las manifestaciones relacionadas con la enseñanza fueron 1.955 en 2012 y 2.322 en 2013, pero solo 1.180 en 2014 y 972 en 2015. Además, tras las elecciones de 2015 los partidos de izquierdas parecen considerar menos urgente que antes detener la aplicación de la LOMCE; en abril de 2015 iniciaron un procedimiento legislativo con ese objeto, pero lo dejaron morir para intentar mejorar sus resultados en unas nuevas elecciones.

Aun así, las peores previsiones podrían cumplirse. Bastaría, quizás, con que esos mismos partidos se arriesgaran a un segundo fracaso en unas nuevas elecciones.

Julio Carabaña es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *