Elegía de Guetaria

A José Ignacio Echániz Valiente, in memoriam

«En mi principio está mi fin». El lema que María Estuardo tomó de Guillaume de Machaut («Ma fin est mon commencement») inspiró el arranque de uno de los poemas vertebrales de la lírica europea del siglo XX. T. S. Eliot recogía la emblemática frase en el primer verso de «East Cocker», a mi parecer el más bello y penetrante de los «Cuatro Cuartetos». Una persona atormentada por nuestra condición temporal, y desconcertada por el afán de eternidad del hombre, exponía una preocupación a la que tantos de sus contemporáneos se habían asomado, dando respuestas aturdidas por la desesperanza o exasperadas por la arrogante racionalización del nihilismo. Quizá solo una insuperable composición literaria podía proporcionar aquella síntesis milagrosa de búsqueda y de plenitud, de inquietud y de paz, de humildad y de fortaleza. Quizá solo una gran empresa poética podía conseguir esa mezcla de estupor intelectual y de confianza anímica con que un hombre de la talla de Eliot daba cuenta de la tensión entre el tiempo y la eternidad, entre la vida y la muerte, entre nuestro principio y nuestro fin.

Eliot no era un poeta de ocasión. No era un prolífico muñidor de versos de sobremesa o un fabricante de artificios sentimentales. Era un orfebre minucioso, que sabía hasta qué punto la poesía no es la narración de experiencias banales, sino el camino para llegar a una realidad que se encuentra más allá de cualquier otra forma de conocimiento. La palabra en estado puro, la imagen que pronuncia la oscuridad, la metáfora como el espejo donde el misterio se contempla. La belleza lírica como impulso para llegar a intuir el idioma de lo desconocido, el lenguaje de lo invisible, el sonido de Dios.

«En mi principio está mi fin». El paso de un año a otro tiene siempre el sabor de una recapitulación y de un propósito. Es el momento solemne donde se presiente la carga de esperanza e ilusión que trae el nuevo calendario. Hay un aspecto de consumación y un aire de ingenuidad en esas horas nocturnas y mágicas en las que el tiempo parece quedar en suspenso. Sin embargo, hoy las agresivas mareas tecnológicas nos empujan hacia un nuevo sentido del ritmo de los acontecimientos. Atrás, muy atrás, ha quedado la época en que la lentitud era un signo de madurez y no de envejecimiento. Atrás, el tiempo en que la juventud era contemplada como comienzo de un aprendizaje y no como etapa de magisterio. Atrás, el mundo en que buscábamos la continuidad, la larga vigencia, la tradición. Atrás, esa cultura en la que nunca se veneró la fugacidad, la extinción instantánea, la fragmentación de la experiencia, el relativismo ético, el desprecio de la verdad, el desdén por el largo proceso constitutivo de lo que merece llevar el nombre de civilización.

La técnica, que en su momento pudo presentarse como un recurso instrumental, ha acabado por convertirse en un modo de existencia, en una perspectiva moral, en una condición antropológica. Toda una generación ha sido adiestrada en ese aparente dominio del tiempo que es, en realidad, un lamentable malentendido. Porque, lejos de controlar el tiempo, hemos dejado de tener una noción de lo que el tiempo es como espacio de cultura. Hemos extraviado una concepción del tiempo que nos vinculaba a un dilatado proceso de realización personal. Carecemos del tiempo necesario para hacernos una idea de nuestro quehacer. Y un hombre que no se pregunta sobre su condición esencial, sobre su destino, sobre su vinculación con la historia y sobre su lugar en un diseño universal que le trasciende no es un hombre libre. Es un ser que da la espalda a veinte siglos de liberación.

«Piedra vieja para edificar de nuevo, madera vieja para nuevos fuegos, viejos fuegos para las cenizas, y cenizas para la tierra. Tierra que es ya carne, pelaje y heces; hueso de hombre y de bestia; espiga y hoja». Eliot contempla las sombras de quienes ya están al otro lado, fieles a la terca sucesión de vida y muerte, fieles siempre a los vínculos generacionales, a los lazos de una cultura en la que vamos prendiendo nuestra huella personal, nuestra existencia como individuos, que se saben parte de la eternidad y que por ello mismo son habitantes invulnerables del tiempo. «No es el intenso momento aislado, sin antes ni después, sino toda una vida ardiendo en cada instante. Y no solo la vida de un hombre, sino la de las viejas piedras que no podemos descifrar». Quienes carecen de fe pero poseen sentido de la fraternidad ven la vida humana como una experiencia absurda, que trata de aceptarse en la conciencia de un ser destinado a morir, dueño de una vida que habrá de ejercerse con responsabilidad y compasión, aunque sin esperanza. Albert Camus escribió que hemos de imaginarnos a Sísifo dichoso, porque ese tiempo en el que estaba condenado a realizar una tarea inútil era el suyo, le pertenecía completamente en su propia y extravagante imperfección. Quienes carecen de esperanza y caridad, y solo disponen de ese sucedáneo secular de la fe que es el fanatismo tecnocrático, contemplan la muerte del individuo como un desagradable incidente de una especie que carece de espíritu, aunque disponga de ciertas habilidades que le permiten ir construyendo lo que llaman progreso.

Poco antes de que un año nuevo despidiera al que agonizaba, la muerte irrumpió con su cruel franqueza y nos arrebató a un hombre definitivamente bueno. Por suerte para él, por suerte para nosotros, vivió con esperanza y con fe, vivió con caridad. Cuando comprendemos que la vida es tradición, continuidad, formar parte de una gran comunidad espiritual que nos ensancha como individuos, la muerte tiene otra forma de dolor, un daño de otro rango. Ni extinción material ni cumplimiento cruel de una vida absurda. Es destino del hombre realizado plenamente en el mundo y restituido a la eternidad originaria.

El exterminio del pasado, la liquidación de nuestras raíces, la enajenación de nuestras tradiciones, la pérdida de nuestra capacidad de adentrarnos en el tiempo dándole sentido, son los factores que nos impiden aceptar esa muerte que llega sin ser solicitada, esa muerte que provoca un dolor atroz en quienes nos aman. El tiempo de una vida que concluye, el tiempo del que nos adueñamos al final de nuestros días, no es un esfuerzo absurdo desde el punto de vista moral, como lo pretendió Camus. Ni es el tiempo leve y fugaz de una sociedad sin sentido de civilización, constante pasajera de un viaje sin memoria y sin destino, entregada a la orgía de su permanente extinción, de su ignorancia jactanciosa, de su incapacidad de ser feliz, por mucho que la juzguen divertida los frívolos gestores de esta época sin valores. Ese tiempo total, custodiado en el momento de morir, contemplado desde la última vuelta del camino, es el tiempo del hombre. Tiempo del espíritu, tiempo del alma encarnada, tiempo del ser histórico que inserta su trayecto personal en el cauce de una cultura. Tiempo de la voluntad y de la aceptación. Tiempo sedimentado, sal en la tierra, bondad realizada, recuerdo inspirador de nueva vida.

Es el tiempo que alienta, cumplido ya como vida mundana, en el cementerio de un pueblo pequeño en el norte de España. La tierra entreabierta, bajo el aire sazonado por el olor del mar. El cielo desplegándose, libre y tenso, como el rumor del agua. «Hemos de seguir avanzando hacia otra intensidad, hacia una unión más fuerte, una comunión más honda, a través del frío oscuro y la vacía desolación. En mi fin está mi principio».

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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