Elegía (imposible) por el plástico

Dicen -y no hay razones para dudarlo- que en el centro del Pacífico se ha acumulado una repelente isla flotante de plásticos. Arrastrados por corrientes, remolinos, vientos, se han ido amontonando y la indeseable ínsula alcanza ya la superficie de España, Francia y Alemania juntas. Por ende, infinidad de animales marinos los engullen y mueren de horribles maneras con las branquias y el aparato digestivo bloqueados. Al parecer, la inmensa mayoría de esos desechos plásticos proceden de China, India, Indonesia, Filipinas, África…, países sin remilgos a la hora de contaminar y que fácilmente se refugian en aquello de «Ustedes, bien alimentados y cuidados occidentales, cállense y déjennos seguir emporcando el planeta, que ustedes ya lo hicieron». La verdad es que el panorama horroriza, y más aun la pasividad de las potencias fuertes para acabar con esta catástrofe, tal vez porque para lograrlo sería imprescindible entrar a intervenir y controlar de nuevo, en serio, al llamado Tercer Mundo.

Quizás sí sea posible abordar la contaminación plástica (y otras) a escalas reducidas, en microcosmos, como el de Níjar (Almería), cuyo Campo, hace unos años era hirsuto y agreste, espartos y pedregales polvorientos, pero no exento de belleza; y ahora, simplemente, ha desaparecido bajo los plásticos de los invernaderos como sucedió en el Poniente almeriense. Si la Junta de Andalucía, la Diputación, los ayuntamientos, pusieran los medios materiales y aplicaran las normativas y ordenanzas existentes para recoger, destruir o almacenar -con las correspondientes sanciones draconianas a los infractores- se paliarían grandemente los efectos de «los plásticos» (por ejemplo, en las inundaciones recientes obstruyeron ramblas y atarjeas). Y para aplicar esas normas no hacen falta ministerios, subsecretarías ni mandangas de nueva creación.

Se inventan sucedáneos para tranquilizar nuestras conciencias y justificar la inacción real. Unos almacenes comerciales que frecuento han adoptado la benemérita práctica de cobrar cinco céntimos por cada bolsa de alimentos que te entregan. Dicen que el objetivo es reducir el consumo de tales receptáculos, induciendo a los compradores a la vuelta -no poco romántica- a las antiguas bolsas de la compra, que eran de tela fuerte, hule, lona o cualquier otro tejido recio para soportar pesos. Es un intento loable que, en algún país, como Alemania -cuyas gentes, bondadosas y crédulas, siempre están dispuestas a colaborar en causas colectiva- está obteniendo notable éxito, que jamás lamentaré. El problema empieza en cuanto usted sale del supermercado y se encara con la auténtica dimensión de la superchería: en todos los departamentos de esos grandes (grandísimos) almacenes se venden montañas de productos de plástico, sin rebozo. En el mismo supermercado, infinidad de alimentos sólidos o líquidos, van envasados o embotellados en plástico; en papelería, maletería, juguetería, instrumentos electrónicos o de uso doméstico, deportes, ropa (nylon, tergales, etc.), zapatería…, abunda el plástico como componente único o fundamental de innumerables artículos, de los cuales nadie se acuerda en estas campañas.

Créanme que me encantaría regresar a las fiambreras de aluminio, las cestas de mimbre (aquellas preciosas «ferroviarias» de la infancia), a las garrafas y damajuanas de cristal. Sería maravilloso recuperar el papel de estraza, el caucho, la madera (¿qué dirían los ecologistas ante tamaño desacato a su poder de chantaje y presión?); el vidrio, los cueros, pieles y cerdas animales, de nuevo entre nosotros, aunque los animalistas saltarían justicieros por el uso mayor de animales; aleaciones de metales, o de otros minerales utilizables, como antaño, haciéndonos la vida más grata mediante la fabricación de los mil y un artilugios que procedían de esas materias primas, desterrando los odiosos tubos de plástico de pasta de dientes o de crema de afeitar: en Alemania, adelantados en estas vainas, ya se venden cepillos dentales de bambú y cerdas animales. Veremos qué pasa cuando los animalistas se percaten de la magnitud de la ofensa: veo a los alemanes limpiándose con el dedo.

Y también regresarán las entrañables jeringuillas de cristal que había que hervir en su cajita antes de usarlas, como hacía mi madre. Será hermoso, si además toda la farmacopea a nuestra disposición viene envasada en cristal o fuertes papeles, cartones o sólidas cartulinas que -¡ay!- no podrán ofrecer la estanqueidad del plástico proscrito. La industria del esparto, de usos múltiples, enriquecerá al Campo de Níjar que, así, podrá prescindir de los odiosos invernaderos. Lo digo sin ironía, pero con poca esperanza de arribar a tal Arcadia Feliz.

Mas lo que, en verdad, colmará mi corazón de ledicia será la reaparición, con usos prácticos, de cerámicas y barros. Podré escoger -aristócrata moral de la nueva era- en mi nutrida colección de alfarería, adquirida cuando aquellos recipientes aun tenían un sentido verdadero en la cocina y el almacenamiento de líquidos de las familias: botijas, cántaros, almofías, alcuzas, barrilas, «quesos», caloríferos (¿Para qué gastar energía con mantas eléctricas?), anafres, tarteras, jarrillos, pucheros, jarras de vino o cerveza. Todo de barro otra vez. Y según me remuerda la nostalgia infantil, adolescente o de tal o cual fracción familiar, acudiré a los cacharros de Bonxe, Niñodaguia, Buño, Jiménez de Jamuz, Moveros, Pereruela, Arroyo de la Luz, etc. Espero que mi corazón aguante tantas emociones por el bien perdido y recobrado. Algodón, lana, cuero y pieles no tendrán que retornar porque nunca los abandoné para suplantarlos por terilenes y terilanas. Y milagro si no acudo a una buena coroza de paja bien tupida que me ampare de la lluvia, en compañía de los zocos de madera y cuero de titanes a los que nunca renuncié. ¿Será posible tanta felicidad o, a la chita callando, unos malasombra seguirán fabricando y vendiendo anoraks, abrigos, calzoncillos, bolsos, mochilas y lo que cuadre, de plástico, esmerándose en acallar cualquier protesta con el cuentecito de los cinco céntimos por bolsa? ¿Alguien les pondrá el cascabel a todos esos gatos, o seguirán embromando con la intoxicación permanente por el cambio climático?

Como es lógico, temo lo peor. La histeria colectiva protagonizada por los chiquitos del móvil -que nunca decidirán nada, aunque crean lo contrario y jueguen a gretas y pitufos vengadores- tiene utilidades muy concretas: la señora Merkel anuncia cien mil millones de euros para luchar contra el cambio climático: es normal que broten miríadas de bocas dispuestas a defender tales banderas. Y a comer.

Serafín Fanjul es miembro de la Real Academia de la Historia.

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