Elegía por un verbo

Por distintas razones está de actualidad la especulación sobre el lenguaje. Hace no mucho un manifiesto se preocupaba por defender los intereses del español frente a los de las otras lenguas del Estado. Una ministra feminiza un neutro y genera polémica sobre la capacidad de las hablantes para generar visibilidad mediante el lenguaje. Igualmente se debate sobre el contenido y la validez de las guías de lenguaje no sexista.

Estas cuestiones, síntomas del esfuerzo de los hablantes por orientar el lenguaje, me llevan a fijarme en otra: cómo de hecho tienen lugar cambios independientemente de nuestra voluntad. El caso más decisivo, por extendido, es el del verbo escuchar. Durante siglos ha sido un verbo más bien discreto, casi equivalente a su cultismo «auscultar», reservado a una operación voluntaria, momentánea e intensa, frente al ejercicio incesante e involuntario del órgano sensorial del oído –si funciona– que implica el verbo oír.

El añorado don Fernando Lázaro ya clavó en su día el dardo en la sinonimia forzada de escuchar y oír. En su página la ironía complementa la claridad de la explicación gramatical: «Abundan, en cambio, quienes hacen cuanto pueden para huir de lo que juzgan vulgar mediante una educada dicción y refinada prosa. Así, la locutora de TVE que, uno de los aflictivos días pasados por la Familia Real en Pamplona, aseguró que ésta había escuchado misa en la Clínica Universitaria. Es error muy común hacer sinónimos los verbos oír y escuchar, acción esta última que no consiste en oír, sino en hacerlo intencionada y atentamente. En la oposición significativa entre ambos verbos, es oír el término que se denomina no marcado (carece de la marca o nota “con atención deliberada”) y, por eso, puede emplearse siempre en vez de escuchar (“Lo oyeron enfervorizados”; “el camarero, aunque disimula, está oyéndonos”), pero no al revés: decir que “No escucho bien con este oído” erizaría el pelo».

Si nos asomamos a textos del pasado, comprobamos que es así. El uso de escuchar más famoso de la literatura española está en la Égloga III de Garcilaso de la Vega, donde el narrador le cuenta a la «ilustre y hermosísima María» la historia de cuatro ninfas del Tajo. Pero en los versos previos despliega con maestría los usos de ambos verbos. Al pedirle atención y perdón por lo rústico de su estilo, apostilla: «Mas a las veces son mejor oídos / el puro ingenio y lengua casi muda, / testigos limpios de ánimo inocente, / que la curiosidad del elocuente». Le pide oír y escuchar: «Por aquesta razón de ti escuchado, / aunque me falten otras, ser merezco». Y comienza el maravilloso relato: «Cerca del Tajo en soledad amena / de verdes sauces hay una espesura…» que culmina en la célebre aliteración: «En el silencio sólo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba».

En otro registro muy diferente, los granadinos usamos «escuchar» como deíctico, para señalar o llamar la atención («¡cucha!», o en diminutivo: «¡cuchi, qué bonico!») suplantando el lugar de lo visual, como «velay» (análoga al francés «voilà», donde no es dialectal ni rústico). Pero hasta hace poco casi todo el espacio de la denotación lo ocupaba «oír». Por ejemplo, sin salirnos de Granada, en Federico García Lorca: «Oye, hijo mío, el silencio» (Lorca emplea también otro sinónimo, hoy también desusado: «El segador siega el trigo / desde mi balcón lo siento»). Otras posibilidades, espigadas en el Galdós de los Episodios nacionales: «¿Oye Vd. Sus infames carcajadas? –Las oigo, sí, pero no las escucho…» […] «–Le digo a usted que se siente, y oiga. –Oigo sentado…». O en Lope de Vega: «Las comedias en España no guardan el arte y que yo las proseguí en el estado en que las hallé, sin atreverme a guardar los preceptos, porque con aquel rigor de ninguna manera fueran oídas de los españoles».

En los años ochenta, cuando Lázaro escribió las líneas que he copiado más arriba, el caso que comentamos era todavía una curiosidad. Ahora en cambio «escuchar» ha ido ocupando prácticamente todos los casilleros, y nadie considera extraño protestar diciendo: «¡Que no te escucho!», o preguntar: «¿Se me escucha?».

Sin embargo, como a Lázaro, a mí me resulta raro porque parece atentarse contra el principio de economía de que habló el lingüista André Martinet, según el cual la pareja oír/escuchar (como ver/mirar) se repartía de modo necesario y suficiente la percepción correspondiente al sentido corporal del oído. Ahora bien, es un hecho que esa pareja se ha disuelto.

«Escuchar la radio» por ejemplo, entendido en su sentido antiguo, aparece como un ejercicio extenuante. «Escuchaba la conversación». Tomada en serio, esa frase formaría parte de la maldición del personaje de Borges, Funes el memorioso, condenado a retener cualquier cosa que oyese.

Ni siquiera la psicoanalista Dr. Melfi «escuchaba» todo el tiempo a Tony Soprano. Desde luego sería una falta grave que no «escuchase» a un paciente. Pero se supone que saca unas conclusiones terapéuticas de lo que creo se llama «atención flotante». Pero eso es «atender», tal como en una clase. Aunque quizá ahora sea posible oír la frase «he escuchado una clase bastante aburrida». ¿O debería escribir «sea posible escuchar la frase “he escuchado una clase bastante aburrida” y que a nadie le resulte raro, como al parecer no extraña a nadie “de pronto escuchó un ruido”?». En un programa de radio alguien lanza el neologismo «escuchantes» con universal aceptación: probablemente (añadió mi hermana, rápida) para que suba el « índice de escuchancia».

Los ejemplos podrían multiplicarse, siempre con la impresión de que no hay prácticamente ningún hablante o escribiente que detecte estar usando «escuchar» cuando podría emplear «oír». Más bien podría que debería, porque una vez que no aplica la distinción de modo automático es poco probable que la restaure como norma. Al mismo tiempo quizá alguien convenga en que se ha perdido un matiz de la lengua. Pero el lenguaje sopla donde quiere y en la situación actual me temo que sólo queda margen para una elegía por el pobre verbo oír.

Andrés Soria Olmedo, escritor.

1 comentario


  1. Gracias por colgar este magnífico artículo de Andrés Soria Olmedo. A mí también me hace daño a los oídos la confusión entre oír y escuchar. Nuestra lengua es riquísima en matices significativos que aportan a los mensajes un valor semántico fundamental. ¡Cuidémosla entre todos!

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