Eliminar el sufrimiento

En los encendidos aplausos del Congreso, tras aprobarse la ley de eutanasia, radica todo. No hay que ir más allá. Un diputado puede creer en las bondades de esa norma, pero no puede reaccionar como un hooligan al confirmar la mayoría de lucecitas verdes en el panel de votación. No es posible celebrar -y menos con tal euforia- la introducción en el derecho positivo español de la competencia administrativa de matar.

Por eso no son creíbles las motivaciones humanitarias de los diputados progresistas después de esa sesión. Exceptúo a quienes abandonaran el Congreso sin alharacas; no sé si hubo alguno. Antes de la celebración, beneficio de la duda. Después de la celebración, duda despejada. Ya pasó con la reforma de la ley del aborto en la era zapaterina. ¿Recuerdan? Se comían a besos las ministras, diríase que les había tocado el gordo. Si entonces o ahora hubieran abandonado el hemiciclo circunspectos todos los del voto afirmativo, cabría pensar que sentían el peso de la grave responsabilidad contraída. Que, asumiendo la carga del cargo, habían elegido lo que les parecía mejor, menos lesivo, más humano, menos doloroso, más compasivo en una materia que invade el núcleo del ser, el nudo del sentido, que trata sobre la dignidad humana última. Pero esa fiesta de celebración descarta lo anterior. Ideología, insensatez y frivolidad. Nada más hubo.

Busque el lector las imágenes y compruébelo. Solo hay que meterse dentro de la escena, atravesar la pantalla y cerrar los ojos. Siéntase ahí. Siéntese en un escaño. Haga por acercar sus afectos y su reflexión a esos que se parten las manos, mire fijamente a los que hozan en la vida y en la muerte. Adivinamos los ojos vidriosos de los más sensibles consigo mismos, los más ridículos. Luego está aquella exministra de Sanidad dando unas palmas impresionantes, con más envergadura y con más fuerza de las que permiten sus dimensiones. Creo que ese venirse arriba es una forma de autovindicación.

Si cambia el fondo de pantalla, el escenario, la catarsis podría pasar por el final del último bis de uno del aquellos conciertos maravillosos de Paco de Lucía, Al Di Meola y John McLaughlin. Solo que este público está entregado... a sí mismo. Es auto referencial. Todos y cada uno de ellos serían capaces de llorar pensando en lo buenos que son. Este público lo es de sí y por sí, y a sí mismo se aplaude. Se está agradeciendo su voto, serpiente que se muerde la cola, perro que se lame los bajos. Qué explosión de sensaciones.

Luego los devuelves al escenario real y recuerdas que esas personitas son diputados en Cortes, que están legislando y tal. Y sí, en su interior hay una catarata de emociones baratas que se empeñan en exteriorizar sumiéndonos en un alipori insufrible. Porque es cierta, o casi, su convicción de haber creado un derecho. Crear: no había nada y ahora hay un derecho. ¿Vale? Ese derecho que han creado los endiosa, les proporciona una satisfacción embriagadora. No pueden crear vida más que como seres humanos. Desnudos. Pero sí pueden abrir una puerta a la muerte en el muro primigenio y pintarla con los colores de la Ilustración. ¡Somos la locomotora del progreso! En Francia saben algo de la Ilustración, pero no aprueban leyes como esta. Macron ha sido tajante resaltando los límites de lo posible cuando le han instado a mezclar muerte y Administración: le ha denegado la eutanasia al enfermo terminal Alain Cocq. Así que Macron no es liberal en la taxonomía de los liberales españoles. Es curioso que ese grupúsculo no se pregunte qué puede haberles ocurrido para acabar mezclados, en la regulación de un asunto literalmente vital, con grupos tan liberales como el PSOE, Podemos o Bildu (a quien, lógicamente, esta forma de matar le parece del todo insuficiente).

Seis Estados de los ciento noventa y cuatro que hay en el mundo han legislado la eutanasia. El 97’5% de la humanidad vive bajo legislaciones nacionales que no admiten tal práctica. Así que, como siempre, somos pioneros, compañeros del metal. El pecho henchido y el cerebro sometido a una tormenta química de afirmación grupal nos hablan de su convicción: han hecho historia. Han acabado con mucho sufrimiento presente y con una montaña inconcebible de sufrimiento futuro. Algún día podrán referir la gesta a sus nietos: con cuánta dignidad levantaron el dedo índice, cómo apretaron con decisión y firmeza el botón verde, la alegría desbordada que sobrevino, etc.

Como ha advertido Cristina Losada, autora de Morfina roja, en la vida real no encontraremos apenas a personas en pleno uso de sus facultades ejerciendo con firme voluntad el derecho a la eutanasia, sino a «personas gravemente enfermas, ancianas, deprimidas, altamente dependientes, vulnerables e influenciables». Pero claro, en la precipitada aprobación de la norma se ha ignorado al Comité de Bioética de España, órgano consultivo del Gobierno. Su presidente, Federico de Montalvo, publicó ayer en estas páginas una pieza muy recomendable para situar la cuestión en términos jurídicos e incluso lógicos. A él se debe también esta reflexión, que resume la diferencia esencial entre cuidados paliativos y eutanasia: «La clave está en el fin. El fin no puede ser matar, sino eliminar el sufrimiento, pudiendo asumirse la muerte como efecto indirecto». No se puede explicar mejor. Sostengo que en esta breve afirmación de don Federico existe suficiente luz para aclarar las ideas de los dubitativos. No aprovechará a quienes han usado la ley de eutanasia como acicate ideológico, línea social divisoria, atizador de antagonismos o parámetro de posicionamiento de marketing.

Juan Carlos Girauta

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