Eliminar la mentira en la política

Como tantos otros soy de las que, en este periodo de confinamiento (un amigo juez dice que esto es como una orden de alejamiento general), hemos redescubierto a los vecinos más próximos. Ha sido a las 20.00, cuando nos rompemos las manos aplaudiendo a quienes nos cuidan. Nos hemos intercambiado buenos deseos y alguna que otra torrija, en busca de calor humano. Algunos amigos me proponen que escriba algo para ayudar a cruzar esta terrible pandemia. Sin embargo, tengo dudas. ¿Puedo realmente decir algo útil? No estoy segura, pero allá va.

En estos momentos tan difíciles que estamos viviendo, creo que es más importante que nunca que reflexionemos en común sobre cómo queremos reconstruir nuestra sociedad. Llevo tiempo trabajando en la formación de éttica, la fundación para la ética en la política, y participando en la plataforma de debate Cuidar la democracia. Trato de rentabilizar la experiencia amarga de haber visto, y padecido, las maneras de hacer política que oxidan nuestro comportamiento democrático. Estas lamentables prácticas no solo no se han diluido, sino que llegan al paroxismo en estos trágicos momentos.

Siguen las eternas descalificaciones per se de quienes gobiernan, en uno u otro lugar. También los constantes alegatos sobre los datos, cuya falsedad pareciera provenir de quien sea quien los aporta y no de su exactitud. Datos que los cuestionadores desconocen y ante los cuales carecen de otros alternativos; solo formulan insidiosas sospechas. Resulta difícil hacer análisis, partir de un acervo común para aportar soluciones. ¿O no es de eso de lo que hablamos?

Viví en primera persona esos falsos debates sobre las cifras oficiales. Una guerra de datos pueril y absurda que hoy se repite, amplificada por la gravedad de la pandemia. Ahora que tanto se le cita, recuerdo una frase de Churchill. Decía: “Algunas veces me ha convencido el argumento de un adversario, pero nunca me hizo cambiar mi voto”. Pareciera que el mismo axioma se aplica a los datos. Si los dice el “otro” son falsos.

¿Cómo es posible que no tengamos ni un ápice de responsabilidad y no hayamos sido capaces de consensuar los datos, o por lo menos establecer las pautas para lograr consensuarlos? En el fondo responde a ese estilo tan pueril que también he padecido y que hoy choca aún más. “Tú lo haces todo mal y todo lo que haces es solo para mantenerte en el poder”, dicho por quienes solo trabajan para alcanzarlo y que están dispuestos a hacer lo que sea para lograrlo. Les da igual apoyar algo o lo contrario con tal de denigrar al que gobierna, de desgastarlo, cueste lo que cueste, incluso a costa de la ciudadanía.

La modalidad supuestamente patriótica de la puerilidad se manifiesta hoy en la antítesis: “Usted lo hace por mantenerse en el poder, nosotros lo hacemos por los españoles”. O también, con la misma grandilocuencia: “Ante la mayor crisis, contamos con el peor Gobierno”, a lo que cabria añadir, y la peor oposición.

Añoramos, por ejemplar, la actitud de la oposición en Portugal, reconociendo que la suerte del Gobierno es la de todos. Conocí a Costa, el primer ministro portugués, y estoy convencida que, de haber estado en la oposición, hubiera respondido lo mismo.

Sorprende que ahora, precisamente ahora, cuando más falta nos haría el sentido común, no solo no se haya mejorado nada de esto, sino que por el contrario se haya disparado la utilización más burda de la insidia y la mentira, a base de afirmaciones falsas rotundamente dichas, y/o de fotografías trucadas envueltas en invenciones calumniosas. También esto lo he sufrido en primera persona. El propio término de las fake news parece que las otorga una cierta aureola de importancia. No son otra cosa que el miserable blanqueo de inadmisibles calumnias e injurias, ante las que parece sin embargo que carecemos de medios para impedirlas o no nos atrevemos a acabar de una vez por todas.

Para reconstruir nuestra sociedad habrá mucho que hacer. La sociedad civil no nos ha defraudado y no lo hará, pero la clase política tiene que dejar de prodigarse en las aberrantes prácticas de demonizar al contrario y asumir el liderazgo que le corresponde. Todos, Gobierno y oposición, de las diferentes administraciones.

Y esto implica que habría que cambiar cuanto antes, y por encima de todo, las actitudes en el comportamiento político. Ya era una exigencia antes de la crisis, pero, esta, con sus excesos, no ha hecho sino convertirlo en más perentorio.

Cuesta creerlo, pero la política debería ser un ejercicio de cooperación, no de confrontación. La historia ha avanzado gracias a la cooperación humana. El organismo social, como el propio organismo biológico, es el resultado de la suma de una cooperación inteligente.

Por eso, el diálogo político no puede basarse en el discurso (¿el “monólogo”?). Los discursos no son ya necesarios. El Parlamento no puede ser el lugar donde los diputados, con más o menos habilidad, lean discursos preparados de antemano que nada tengan que ver, en tantos casos, con la intervención parlamentaria que los provoca. El Parlamento tendría que propiciar el debate, la discusión profunda pero ordenada, sobre las propuestas y decisiones del Ejecutivo y las críticas y sugerencias de los distintos grupos políticos. Sobran insultos y descalificaciones mutuas. Irreal, se diría de inmediato; el Parlamento no es un foro académico. Es cierto, pero tampoco es un patio de colegio, donde felizmente las disputas son ya mucho más razonables.

Criticar, claro, ¿cómo no? Las críticas son imprescindibles para mejorar lo que hacemos. Pero, para que puedan efectivamente cumplir ese objetivo, las críticas no pueden ir acompañadas de la descalificación, el insulto, la calumnia, las injurias o las mentiras. El que critica ha de pretender que se le tenga en cuenta y para eso la empatía es también esencial, al igual que se le reclama al gobernante proponente. El que critica pretende hacer rectificar al Ejecutivo y para eso tiene que seducirlo, para que lo escuche. Solo la aceptación del posible error puede llevar a la conveniencia de rectificar. ¡¡¡Algo tan difícil!!!

Para hablar y debatir sobre lo que conviene a la sociedad, desde los presupuestos y propuestas de unos y otros, es imprescindible el manejo de datos. No se puede hacer política si no se manejan datos, no valen ni las opiniones, ni las sensaciones, ni las suposiciones. Por ello, para poder debatir, hay primero, y como base de partida, que consensuar los datos. Ya sé que es difícil, pero sería imprescindible para poder avanzar como sociedad. Para ello, condición necesaria, aunque quizás no suficiente, será superar la utilización sistemática de la mentira.

Si antes ya habíamos llegado a esa conclusión, los comportamientos de los políticos ante la crisis lo confirman y lo hacen aún más imprescindible. Su actitud está empezando a contaminar a esa ejemplar ciudadanía que muestra lógicos síntomas de fatiga. Como esto siga así empezaremos a ver a gente aplaudiendo a las 20.00 con lágrimas en los ojos… Ha llegado el momento de regular de forma clara y nítida las obligaciones de los representantes políticos y, desde luego, entre ellas estaría la de ser veraces. Lograrlo sería una buenísima conclusión de esta tragedia.

Manuela Carmena es exalcaldesa de Madrid.

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