Ella

Ella -no escribiré su nombre, ¡tuvo tantos!- se extinguió con agosto. Nadie lo supo. Pero era el fin de un tiempo. Así mueren, en silencio, quienes de verdad dieron la vida por su patria. Una patria que no habían conocido, que no habían pisado siquiera. Pero que amaban. Lo bastante para arriesgar por ella la vida propia y las vidas que amaban más que la suya. Que esa mujer, partida con la última noche de agosto, fuera la abuela de mis hijas, es cosa mía. Que fuera mi más larga y más fiel amiga, hace de esa fecha, para mí, un fin de mundo. Pero mi mundo sólo me concierne a mí: no hablaré de eso.

Hablaré de un silencio. Sólo en sus silencios reconocen los humanos lo más precioso: aquello que a ningún mercadeo se ajusta; y la palabra siempre es intercambio, mercancía, por tanto, aun en sus más nobles aspiraciones. Para aquello que cuenta en nuestras vidas, no hay palabras: templamos en su silencio nuestras almas, porque «como el amor, debe el dolor ser mudo». Eso escribía Luis Cernuda. Eso sabe cualquiera que haya surcado un tramo suficiente de la paradójica vida: que todo lo importante sucede en silencio.

No diré el nombre de ella: ¿tuvo un nombre?, ¿qué es eso, un nombre, más allá del reconocimiento de las instituciones? Tampoco yo le di mi nombre de los registros oficiales, cuando me abrió la puerta de su piso de alquiler barato en una periferia obrera parisina. Quien no haya sido nunca un clandestino, no sabe lo que ser libre significa. Y ella fue una clandestina desde su nacimiento: los apellidos desfilaban, desfilaban los nombres, distinguir los papeles falsificados de los verdaderos era imposible.

La paradoja de esa clandestina, que fue durante casi medio siglo mi segunda madre, es que ella era una prisionera: ella, la más libre. Y lo sabía. Y no le hacía falta leer a Spinoza para saber que conocerse prisionero es el único modo que tienen los humanos de ser libres. Prisionera de una historia, de un tiempo que no eligió en su proletario Ivry. Prisionera, después, tras su retorno a España, de la fidelidad a aquel tiempo y a aquella historia que sabía idos, pero que eran suyos. Y eligió callar. Si su pasaporte fue uno de los últimos que se expidieron en Madrid para los viejos exiliados, fue porque daba miedo a unos y a otros el posible escándalo que contar su historia podría haber desencadenado. No la conocían. Llegó, buscó trabajo. Y no volvió a decir ni una palabra. En vano buceará nadie en las hemerotecas declaraciones de aquella mujer de vida extraordinaria. Y, cuando oía hablar, en torno suyo, de «memoria histórica», sonreía. Demasiado sabía ella que los recuerdos serios se manchan al ser dichos. Y que, de sus secuelas exhibidas, resultan sólo leyendas. Y, en política, mentiras.

Fue la suya una biografía asombrosa. Tanto que, al nada más puntearla, me resulta difícil saber que no la invento. Pero lo más asombroso es el modo en que ella supo ser la única de su generación que cerró el ciclo de su aventura. Ese ciclo que era el de una larga guerra, que alguna vez había que dar por terminada: el ciclo que inicia el fusilamiento, en la Zaragoza de 1936, de su padre, tenía ella seis años; y cuya herida más honda habría de ser el fusilamiento de su marido, Julián Grimau, cuando ella acababa de cumplir treinta y tres. En medio, la fuga de 1939, los campos de acogida, el hambre, la ocupación nazi y el miedo a ser entregadas, ella y su madre, a la España franquista y a un negro destino. Más tarde, a los dieciséis y apenas liberada Francia, el inicio del trabajo clandestino, de cuyo detalle no habló jamás ni aun a sus más cercanos.

Pudo aceptar la nacionalidad francesa, en el París donde ejercía su trabajo en una farmacia de la Puerta de Orleans. Yo le supliqué que lo hiciera en el 75. De este país fratricida, no podía esperar más que lo que siempre obtuvo: heridas. Pero no hay llamamiento a la quietud que tiente a una clandestina. Amaba París, como yo lo amé de su mano. Y las últimas palabras que le escuché susurrar, ya en el distante estupor de la morfina, fueron: «¡lo que nos hemos reído tú y yo en París, Guillermo…!» Sí, ¡lo que nos hemos reído, Madame Angèle! De todos. ¡Que vengan ahora a quitarnos eso! Eso nadie lo sabe. Como nadie sabrá por qué, en esa despedida, nos era de rigor utilizar los viejos nombres falsos.

Regresó. En 1978. Sin esperar nada. Su fidelidad a lo hecho y a lo callado era la oblación de un creyente. Un clandestino está asomado siempre al absoluto: incluso después de que ese absoluto haya muerto. La guerra había terminado. Y ella retornaba a casa: a una casa que nunca tuvo; que nunca abandonó, por tanto. Vivió de su oficio. Nada quiso aceptar, porque nada se le debía: en eso cifraba la dignidad de sus recuerdos. Era todo demasiado precioso para comerciar con ello.

En las áridas semanas de agonía y morfina, creí ver pasar los rostros de las muchas que fue. El rostro de la niña a la que dicen la muerte de su padre; el de la que cruza a pie la frontera de un país de lengua extraña; la que escucha con terror las voces alemanas, atrincherada en el hambre y en el miedo; la adolescente «Marcelle», que traslada maletas guerrilleras a una edad en que otras sueñan y juegan. Y el rostro de la joven que sonríe, junto a su reciente esposo, en una playa de Crimea. Y el rostro devastado de la mujer que recibe, en la madrugada, la noticia de su fusilamiento.

Y he vuelto a ver el rostro sonriente de la mujer que, en 1972, abre la puerta de su casa a un camarada de 22 años que creía ir a cambiar el mundo y al cual ella descubrió París. Y, con París, su vida. Adieu, Madame Angèle.

Gabriel Albiac es filósofo y escritor.

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