Ellos deben migrar en avalancha

La caravana migrante, que se dirige a Estados Unidos, salió del estado de Chiapas rumbo a Oaxaca el 27 de octubre de 2018. Credit Guillermo Arias/AFP Agence France-Presse
La caravana migrante, que se dirige a Estados Unidos, salió del estado de Chiapas rumbo a Oaxaca el 27 de octubre de 2018. Credit Guillermo Arias/AFP Agence France-Presse

La multitudinaria caravana de migrantes centroamericanos que empezó en Honduras ya atravesó tres fronteras. Solo le queda la estadounidense. Desde que un grupo de cientos de personas salió de la ciudad hondureña de San Pedro Sula el 12 de octubre, la masa humana no ha parado de engordar a medida que avanza. Ahora son miles —4000, dicen los más conservadores; 7000, dicen los menos—, y a plena luz del día atravesaron el estado de Chiapas, uno de los tramos de México más peligrosos para los indocumentados de Centroamérica en la última década. Ahora caminan por Oaxaca.

Entre analistas, académicos, periodistas y debates públicos han circulado ideas acerca de que este impulso de salir en avalancha no es espontáneo, de que se trata de centroamericanos pobres manipulados por intereses políticos ocultos. Algunos sostienen que el origen de la caravana es Donald Trump, para demostrar a México que tiene que aceptar el acuerdo de tercer país seguro, que consiste en que si un centroamericano cruza México sin pedir asilo ya no puede hacerlo en Estados Unidos. Otros dicen que esto salió del presidente nicaragüense, Daniel Ortega, y su necesidad de desviar la atención de la brutal represión en su país. Otros dicen que la oposición política del presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, quiere desprestigiarlo. Son teorías sin pruebas.

Los que ven esta romería como una oportunidad más para explicar juegos políticos sucios pierden de vista lo que realmente simboliza el éxodo. Los nadies de Centroamérica dejan al desnudo a sus países. Sin la ayuda de sus gobiernos, miles de centroamericanos decidieron buscar una mejor vida para ellos y los suyos o, en muchos de los casos, simplemente buscar vida.

La marcha inició en San Pedro Sula, una de las ciudades más violentas del mundo. Pese a haber reducido los homicidios en 2017, San Pedro todavía tiene una tasa de 51,18 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Según las Naciones Unidas, si la tasa supera los diez, hablamos de una “epidemia de homicidios”. Los hondureños no solo huyen de la violencia, sino también de la desigualdad extrema: 60 por ciento de sus habitantes viven en pobreza. Jénnifer Paola López, una hondureña de 16 años, se unió a la caravana que atraviesa México porque no tenía dinero para pagar coyotes ni la travesía. “No hay cómo vivir en Honduras. No hay dinero”, dijo. En Honduras, “no hay nada”.

Antes que preguntarnos por posibles planes urdidos en despachos aireacondicionados, es necesario volver a hablar sobre la miseria, la violencia y la desesperación en la que está sumida la población centroamericana. El norte de Centroamérica sigue siendo uno de los pedazos más mortales del planeta. Si la tasa mundial ronda los cinco homicidios por 100.000 habitantes, la menor tasa del Triángulo Norte centroamericano es la de Guatemala: 26,1. Honduras y El Salvador siguen arriba de 40.

Quien crea que esta gente marcha porque los engañaron unos políticos maliciosos subestima su inteligencia y los años de horrores de la historia de las migraciones en nuestro siglo. Miles de los que decidieron salir lo hicieron porque entendieron que salir en avalancha es mejor.

Entre 2007 y 2010 recorrí la ruta de los migrantes en México. Decenas de veces hice base en el albergue de Arriaga, poco después de La Arrocera —llamada así por unos silos de arroz abandonados—, quizás el tramo más temido para los migrantes. Ahí entrevisté a decenas de indocumentados que presenciaron o sufrieron violaciones sexuales. Entrevisté a cientos que sufrieron robos y vejaciones: asaltantes de poca monta los desnudaban en los montes, a punta de machetes y revólveres, para revisar los pliegues de su ropa en busca de billetes y evitar que por pudor huyeran.

Las autoridades mexicanas toleraron lo que ocurría en La Arrocera por años. Parecía como si utilizaran aquellos montes como un castigo para los que pretendían burlar las casetas migratorias de las carreteras. Un coyote del occidente salvadoreño que lleva gente desde 2007 me confesó en 2016 que por el trecho que hace unos días cruzaba la caravana, muchos de su gremio —coyotes como él— entregaban condones a las mujeres antes de emprender el viaje y les recomendaban dejar que las violaran, porque si no las asesinarían. En estos días, la caravana ha cruzado a plena luz del día por Huixtla, Mapastepec, Pijijiapan, llegó a Arriaga y ahora cruzan Oaxaca.

No ha habido redadas ni asaltos ni violaciones ni lapidaciones ni machetazos ni balazos ni secuestros ni extorsiones policiales. Los que decidieron sumarse a esta caravana, al menos hasta hoy, hicieron un buen cálculo. Ahora que migran en avalancha, el México doloroso de los migrantes se aparta del camino.

La caravana no solo rompe el México de las violaciones, también el México de los cordones de seguridad. Tradicionalmente, ha sido en Chiapas y Oaxaca donde el gobierno mexicano, muchas veces con dinero estadounidense, ha establecido sus cinturones de seguridad contra los indocumentados. Desde 2014, aquí se desarrolla la estrategia del presidente Enrique Peña Nieto contra los migrantes. Se llama Plan Frontera Sur, y consiste en dificultar el paso de los migrantes en ese territorio, la cintura de México. Hoy, la multitud pasa oronda por el embudo mexicano.

Sin embargo, no creo que la historia termine aquí. Ante la inminente llegada del nuevo presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador —a quien no le conviene parecer complaciente con Estados Unidos—, el gobierno de Trump tiene apenas un mes para conseguir que su aliado Peña Nieto desbarate la caravana. Especialmente porque esta marcha de los expulsados por Centroamérica, si logra su objetivo de llegar hasta la frontera con Estados Unidos, sentará un precedente muy claro: huir en masa, por los caminos que antes eran prohibidos para ellos, es la forma más segura de atravesar uno de los países más peligrosos de América Latina.

Y empezaremos a ver a más personas que decidan migrar así. Ya hay caravanas incipientes en El Salvador, Guatemala y Honduras, de donde nunca dejaron de salir migrantes, aunque en grupos más pequeños.

No es momento de que la prensa, la academia y los defensores de derechos humanos se concentren en descubrir quién movió hilos para desatar esta travesía masiva. Enfocarse ahora mismo en el supuesto complot, y no en la valiente gesta de los que quieren una vida menos miserable es un despropósito.

Esta multitud ya hizo marca en la historia de la migración centroamericana. Falta ver qué papel quiere tener México en esa historia, y las opciones no son muchas: detenerlos y deportarlos, como ha hecho por años, acogerlos o dejarlos seguir caminando, alejándose del violento lugar donde vivían.

Óscar Martínez es periodista de El Faro, autor de Los migrantes que no importan y Una historia de violencia y coautor de El niño de Hollywood, sobre la MS-13.

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