Elogio de la desconfianza

El mayor consenso que existe en torno a la política es que ya no es lo que era: una actividad estimada, dotada de autoridad y prestigio, generadora de entusiasmo colectivo, una delegación de confianza. De la exaltación de la política hemos pasado a la desafección generalizada, cuando no a un profundo desprecio. Las encuestas revelan un creciente desencanto que algunos interpretan -equivocadamente, a mi juicio- como absoluto desinterés pero que deberíamos analizar con mayor sutileza. No estamos ante la muerte de la política sino en medio de una transformación que nos obliga a concebirla y practicarla de otra manera.

Hemos entrado en la era de la desconfianza, en la que ya no se moviliza positivamente sino que se multiplican los votos 'de protesta'. No votamos tanto por algo como contra algo; para cerrar el paso al peor y a lo peor, para bloquear o impedir. La capacidad de neutralizar es incomparablemente mayor que la de configurar. La sociedad se aglutina con más facilidad en torno a la indignación que a la esperanza. Esto lo saben los agentes políticos y por eso prefieren insistir en la maldad del contrario que en la bondad propia. Con este recurso no resulta extraño que todo el sistema político termine tiñéndose de connotaciones negativas.

Ahora bien, conviene que no interpretemos mal esta desconfianza. No deberíamos entenderla con categorías del pasado e interpretar esta decepción como si fuera similar al antiparlamentarismo que debilitó dramáticamente a las democracias en los comienzos del Siglo XX. No estamos en la antesala de una crisis de la democracia sino en una etapa nueva de su asentamiento. Esta decepción no tiene nada de subversivo; es perfectamente compatible con el respeto del orden democrático. Se equivoca quien vea en este sentimiento algo distinto de una decepción plenamente democrática. Y no hay que olvidar que la desconfianza (hacia el poder absoluto) está en el origen de nuestras instituciones. La democracia se configuró desde siempre como un sistema de confianza limitada y revocable. Lo que solemos lamentar como una sociedad despolitizada, ¿no será más bien que no corresponde al tipo de liderazgo político al que estábamos acostumbrados, es decir, un liderazgo enfático y jerárquico, tendencialmente poco democrático?

La desconfianza actual está en la lógica transformación de una sociedad que ha dejado de ser heroica y vive la política sin el anterior dramatismo. Desconfianza no equivale a indiferencia. Una cosa es que la democracia no suscite demasiado entusiasmo y otra que esa decepción pudiera significar desapego hacia nuestra forma de vida política. Que los periódicos o los partidos no nos gusten demasiado, por ejemplo, no quiere decir que aceptaríamos su supresión. La desacralización de la política no significa que nos dé todo igual. Lo que nos pasa es que tenemos hacia ella un afecto desprovisto de pasión y entusiasmo. No es verdad que la gente haya dejado de interesarse por la política; vivimos en una sociedad en la que se ha extendido un sentimiento de competencia por relación a la política; estamos mejor educados y todos nos sentimos capaces de enjuiciar los asuntos públicos, de manera que toleramos peor que se nos hurte esta capacidad. Y uno de los modos en los que la sociedad opina sobre la política estriba precisamente en la intensidad de su participación o interés. Si respetamos el pluralismo político en todas sus formas, ¿por qué no aceptar que existe también un pluralismo en cuanto al grado de participación y compromiso público? ¿Por qué todos han de implicarse de la misma manera en las cuestiones políticas y quién establece el grado de implicación que sería deseable? Interesándose más o menos por la política los ciudadanos emiten señales que han de ser interpretadas políticamente. El desinterés es también una forma respetable de opinar o decidir, y no necesariamente una falta de compromiso político.

Conviene no equivocarse en este punto si queremos entender la sociedad en la que vivimos. Más que en un horizonte de despolitización, entramos en uno de desacralización de la política. Una sociedad interdependiente y heterárquicamente organizada tiende a destotalizar la política. Lo que algunos interpretan precipitadamente como desinterés es algo que se sigue del hecho de que vivamos en una sociedad cuyo espacio público no puede pretender la absorción de todas las dimensiones de la subjetividad. Si bien es cierto que la política ya no moviliza las pasiones más que de manera epidérmica, eso no quiere decir que las demandas que dirigimos a la política hayan desaparecido. Todo lo contrario. Los mismos que se desinteresan soberanamente de la política no cesan de esperar de ella muchas ventajas y no son menos vigilantes frente al cumplimiento de sus exigencias. Pero sus expectativas ya no se inscriben en un marco heroico de una política totalizante.

Por eso podemos entender que la desconfianza no es lo contrario de la legitimidad, sino una forma sutil de administrarla por parte de la ciudadanía. El desinterés del ciudadano puede ser algo plenamente funcional. Incluso hay quien considera que una cierta apatía política es una buena señal. Las democracias pueden soportar un alto grado de desinterés; de hecho, cuando las personas generalmente apáticas muestran de repente un vivo interés por la política suele indicar que algo no va bien. Forma parte de la normalidad democrática un cierto aburrimiento y la agitación política muchas veces no presagia nada bueno.

Con frecuencia la decepción nace de unas expectativas exageradas. La crónica carencia de reconocimiento que afecta a la política tiene que ver con el hecho de que con sus decisiones decepciona las expectativas que hacia ella se han dirigido. De la política no cabe esperar ni la solución definitiva de todos los problemas, ni la salvación de nuestras almas, sino algo mucho más modesto pero no menos decisivo que lo que proporcionan otras profesiones muy honradas: dar cauce a nuestros conflictos sociales más profundos de manera que se vayan resolviendo en lo posible y, en el peor de los casos, no empeorarlos y esperar a una mejor oportunidad.

La política es una actividad civilizadora, que sirve para encauzar razonablemente los conflictos sociales, pero no es un instrumento para conseguir la plena armonía social o el consenso absoluto, ni para dar sentido a la vida o garantizar la libertad plena y su buen uso. En el tránsito de una sociedad heroica a una que ya no lo es resulta necesario elaborar una nueva cultura política que enseña a apreciar tanto la política como para no pedirle lo que no puede garantizar. El desengaño al ver incumplidos ideales poco realistas o mal formulados es, como advertía Bernard Crick, uno de los accidentes laborales más frecuentes en política frente al que deberíamos prevenirnos mediante una confianza bien administrada.

Daniel Innerarity