Elogio de la envidia a Julia, escritora

Es muy probable que Julia Navarro llegara a la literatura, como Julián Barnes al arte, por azar, que no por casualidad. Nos empeñamos en afirmar que se nace cuando la verdad es que normalmente se hace… también el escritor. ¿Por qué escribir?, se pregunta Philip Roth.

Revistiéndome con la túnica de Julia, escritora, me permito responder: porque he descubierto el poder de la imaginación que soy capaz de trasladar a palabras. Quizás como la fortaleza que mandó construir a los Gigantes el Wotan de Das Rheingold, la primera ópera de la tetralogía de Richard Wagner, a Julia la literatura la “ofrece refugio frente a la envidia de la noche”, pues “solo en las profundidades (de la literatura) se encuentra la certeza”, como cantan las tres juguetonas hijas del Rin a las que su padre ha confiado la custodia del oro.

Parafraseando a Loge, el Dios del fuego en la misma ópera, nada en el mundo hay más preciado… que la literatura, la buena literatura siempre, aquella que logra aunar pasiones en movimiento con sueños y sentimientos, con luces y opacidades, con románticas melodías y rock and roll. La literatura produce el disfrute de todos los sentidos como, por fin, el Casillo a Wotan.

Como a Julia -qué nombre por cierto tan rememorador del escribidor Vargas Llosa o de la inspiradora modelo de Ramón Casas-, me apasiona la literatura y confieso la envidia que me carcome al admirar cualquiera de sus novelas que, como asegura Jay Mclnerney, (La buena vida), tienen una “existencia física, como nosotros” pero al mismo tiempo son en sí mismos “una ejemplificación de la forma platónica… el ideal, la creación del autor, que existe independientemente del objeto físico”.

La admiración confesada -aparto ahora la inconfesable envidia- hacia la autora literaria, un grado mayor que el de escritora que es Julia (prescindimos incluso del apellido) nació al saborear Dispara que ya estoy muerto, la mejor novela que he leído de la historia de Palestina, y se mantuvo con La biblia de barro y con La Hermandad de la Sábana Santa, de las que gocé como aventuras apasionantes y absorbentes.

Dime quien soy, que pronto será llevado a la pequeña pantalla en forma de serie según me ha contado un pajarito, la viví como una road-novela protagonizada por una joven (casi siempre las mujeres son las grandes protagonistas para Julia) de apariencia frágil pero a la que la vida empodera, según el verbo en boga, para construir su propia historia, un compendio de los dos últimos tercios del siglo XX repleto de intriga, de política, de espionaje, y siempre de amores y desamores, de lealtades y traiciones, de comprensiones e incomprensiones… como la vida misma.

El problema de las novelas de Julia, siempre de dimensión considerable, es, si se me permite la broma, compatibilizarlas con el trabajo, salvo claro está que aproveches las vacaciones estivales. Son “de no dejar” Julia, bueno mas bien las novelas de Julia, son adictivas. Es verdad que Julia, cada ciertos capítulos, nos recuerda la trama que puede estar perdida en la memoria, y así se compadece de los lectores a saltos.

Yo no necesito las rememoraciones porque soy incapaz de no monopolizarme con su lectura. Y me ha vuelto a ocurrir con su último libro Tú no matarás, otro título breve pero intenso, que es el mandato que recibe Fernando de su padre antes de su marcha para el frente en nuestra guerra civil, de la que no volvió. No desvelo si pudo cumplirlo o no, pero sí que Fernando vive o sobrevive amparado en un amor traducido en hermandad por la mimada y caprichosa Catalina, y desamparado ante su conciencia de culpabilidad, por su incapacidad para ser auténticamente feliz. ¿Lo llegará a ser? ¿Y Catalina?

A estos dos personajes centrales se suman el egoísta Marvin, el atormentado Eulogio, las dolientes y comprensivas madres, la desdeñable familia del tendero, el misterioso Benjamín Wilson y su mujer Sara… Julia fija los caracteres de los personajes con maestría. Lo hace, al principio, con más calma, recreándose en los detalles y después con progresiva aceleración de los tiempos, creando una intriga más y más complicada, pero no compleja. Además de la citada adicción genera entusiasmo en el lector consumidor de sus páginas hasta que el cuerpo (y la vista) le aguantan.

Escribe Katie Kitamura (un descubrimiento su libro Una separación) que “al fin y al cabo, imaginar no cuesta nada, lo que de verdad cuesta es vivir”. No lo comparto, o al menos con la rotundidad de la aseveración. Cierto que los sueños son gratuitos y que la vida es onerosa, pero, sea rutinariamente sea con nervio descubridor de cada amanecer, todos nos desempeñamos vitalmente. La imaginación, en cambio, es tesoro de algunos privilegiados como Julia Navarro con capacidad para transportarnos en Tú no matarás del Madrid de la inmediata posguerra en tren a Lisboa y de allí en un barco mercante a la por entonces fascinante Alejandría, pero también al desierto, a Nueva York, a Santiago de Chile, a Jerusalén, a Londres y al “siempre nos quedará” París y a… emprendiendo sus personajes el viaje de Cavafis hacia Ítaca “largo, rico en experiencias, en conocimiento”.

Una de las “verdaderas riquezas” junto a la tierra, el sol y los arroyos es -como nos recuerda la argelina Kaouther Adimi, quien la toma de Jean Giono- la literatura “(¿qué puede haber más importante que la tierra y la literatura?)”, que nos muestra lo que no vemos, lo que con los propios sentidos no podemos apreciar. La literatura, tu literatura, Julia nos transporta, nos absorbe, convierte sueños o pesadillas en diálogos, en vidas que no vivimos. ¿Cómo no voy a envidiar la capacidad de una escritora como tú?

Recuerdo a alguien muy cercano que dejó de pintar cuando empezó el doctorado en historia del arte. Ciertamente hay otros, también algunos compañeros de profesión, que se atreven y se autoeditan sus cuentos y novelas. Confieso mi pudor, Julia, y me quedo con el disfrute de tu lectura, como otros tantos miles y miles en todo el mundo.

Enrique Arnaldo Alcubilla es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos.

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