Elogio de la equidistancia

Todos podemos ser el equidistante de un extremista. Incluso puede serlo un extremista pillado en un renuncio, un momento de debilidad o un súbito e inesperado ataque de sensatez o de moderación. Puigdemont lo fue por unas horas, cuando quería convocar elecciones anticipadas y fue acusado de traidor por los suyos en las redes sociales. La equidistancia se pega a todo desde los ojos sin perspectiva del radical: hay independentismo equidistante, como hay españolismo equidistante. La polarización aleja los extremos hasta aplanar en la lejanía la imagen de los que quedan en medio junto a la de los excitados que están en la otra punta: todo es independentismo para el radical españolista y todo es españolismo para el radical independentista. Cuando sube la marea de la intransigencia, todo lo que encuentra en el camino se lo lleva hacia los extremos. Serán acusados de equidistantes todos los que se resistan a la oleada polarizadora.

El combate sin cuartel contra la equidistancia, reconozcámoslo abiertamente, es el objeto mismo de la discusión. Se trata de marchar lo más rápidamente posible y sin escrúpulo alguno hacia el conflicto civil, y la fase primera exige despejar el campo. Fuera viejos y niños. Fuera dubitativos y remilgados. Terceros fuera también. Sobran árbitros y mediadores. Molestan sermoneadores y profetas. Que se atiendan a las consecuencias quienes pretendan permanecer en el campo de batalla para hacer de notarios, testigos o retratistas. Habrá mandobles para todos, empuñen o no una espada. Este ataque preliminar y en tromba a los equidistantes, que llega desde los dos extremos, contiene un mensaje muy claro: esto va en serio, no habrá reglas, que se aparten quienes no estén dispuestos a todo.

No hay que ser muy despierto para advertir que los que han quedado en mitad del campo de batalla, justo antes de que empiece el intercambio de golpes, ni piensan todos lo mismo, ni tienen las mismas motivaciones, y ni siquiera sabemos si tienen la misma conciencia respecto al peligroso lugar que ocupan. Para el extremista, todos los equidistantes son iguales. Vale lo mismo quien no quiere escoger entre Stalin y Hitler que quien es capaz de pactar primero con Hitler y después con Stalin o quien no tiene escrúpulo alguno en ser agente doble y reversible de Hitler y de Stalin. Nadie distinguió entre ninguno de los tres cuando se hallaron en el maldito lugar equidistante en el que se repartieron las tortas, como se pudo comprobar muy dolorosamente en la guerra de España.

Hay que aclarar, aunque sea de paso, que la medición de las distancias tampoco tiene nada que ver con la atribución de culpas y responsabilidades, aunque con frecuencia se mezcle y se confunda. Los que azuzan siempre tendrán mayor responsabilidad que los que piden tregua. También tendrán más los que más poder tienen, porque quiere decir que tienen más cartas en su mano para evitar el conflicto. A la hora de repartir culpas hay que saber distinguir entre los que fueron causa y los que son efecto, pero, al final, hay que ser justo, y la justicia impide tanto la equidistancia como el blanqueo de los dos extremos que han estado alimentando la hoguera.

El problema con la equidistancia es que es un concepto volátil. Hay muchas y muy distintas equidistancias. Hay equidistantes de carácter, como hay equidistantes de oportunidad, que apuestan siempre a dos pollinos en las carreras. Hay equidistantes accidentales, que pasaban por allí, y los hay caídos del caballo, viejos cansados de su juvenil extremismo. No confundamos la parte con el todo, la equidistancia de los tibios e indefinidos con la equidistancia seria de quien está realmente situado entre dos extremos enfrentados y es capaz, por supuesto, de denunciar a uno y otro y de enfrentarse incluso con los dos a la vez. Estos son los equidistantes de vocación, conspicuos, auténticos. Y ni siquiera son ellos los equidistantes —ellos pueden desfallecer, acobardarse o rendirse—, sino que lo son sus ideas, antaño centrales y definidoras y ahora zarandeadas por el extremismo y descolocadas por su moderación.

Una idea realmente equidistante y ahora destrozada por el fundamentalismo está en el artículo segundo de la Constitución, donde coexisten dos principios que los extremistas han declarado incompatibles y obsoletos, el de la unidad de España y el del derecho al autogobierno de regiones y nacionalidades. La saña con la que se le ataca es de tal envergadura que algunos señalan este artículo incluso como el origen de todos los males que nos aquejan, como si hubiera sido mejor una Constitución unitarista sin derecho a la autonomía, o una Constitución que contemplara el derecho a la secesión, que esta Constitución equidistante sobre la que se han construido los mejores años de la historia de este país en bienestar, en paz, en estabilidad y en convivencia.

Detrás de esta peligrosa equidistancia constitucional hay otra ideología equidistante tanto o más peligrosa, a la que fácilmente podemos reconocer bajo la denominación de catalanismo. Tiene un siglo largo de vida, nada fácil, por cierto, ni de comprensión sencilla o maniquea. Pese a su peripecia accidentada —revueltas, exilios, represión, muerte—, cuenta con un balance glorioso —y equidistante— digno de elogio y de orgullo, que la figura de Josep Tarradellas supo sintetizar como ningún otro presidente: gobernar Cataluña desde Cataluña y con instituciones catalanas; recuperar y consolidar la lengua, la cultura y la identidad catalanas en plena convivencia y armonía con la lengua, la cultura y la identidad españolas; contribuir a la recuperación de la democracia y de la autonomía también para todos los españoles; abrirnos todos juntos a Europa y al mundo.

Hay muchas formas de entender el catalanismo, al igual que hay muchas formas de entender Cataluña. Las ideas catalanistas extremistas, de las que tenemos pruebas fehacientes estos días y años, han sido siempre nefastas para Cataluña y para España. De los momentos extremistas, como el que sufrimos ahora, nunca ha salido nada sólido, fuera de dolor e incluso de muerte. De los momentos equidistantes —la presidencia de Prat de la Riba en la época de la Mancomunidad, el acuerdo del president Macià con el presidente Alcalá Zamora para hacer el Estatut del 32, el retorno de Tarradellas, los pactos de Pujol con Suárez, González y Aznar— ha salido todo lo bueno que tenemos, lo que existe como realidad y no como quimera, que es muchísimo —el mayor nivel de autogobierno que ha conocido Cataluña—, y que es a la vez algo que ni los catalanes ni los españoles merecemos perder, sea por la irresponsabilidad de los pésimos gobernantes secesionistas, sea por los afanes destructivos y vengativos de los radicalismos de todo signo.

La equidistancia es una escoba inventada por los extremistas para cerrar filas, agrupar fuerzas y dejar limpio y expedito el campo de batalla. Bueno sería convertirla, aunque sea con otro nombre —política, diálogo, pacto—, en la escoba que barriera a los extremistas de uno y otro lado y aventara los desgraciados fantasmas de confrontación civil que están convocando.

Lluís Bassets

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